viernes, 24 de abril de 2020

317/ Un chasco

La post-ópera prima de Eduardo Mendoza me ha aburrido grandemente. Su título: El misterio de la cripta embrujada. Promete, este, lo que hay tras él: una historia comercial con ínfulas de novela negra. Advertí ese tufo desde el principio. Hice ojos cegatos por leer algo del autor antes de pasar mi examen. Al cabo no habrá examen. Me corrijo: lo habrá yo no sé cuándo. Finalmente he leído el latazo de Mendoza cuyo humor, desternillante para algunas lenguas aduladoras, no me ha hecho reír una miaja. Acaso el lenguaje tenga algo que ver: demasiado elevado en boca de personajes un punto verosímiles. Ese ha sido mi escollo lector: la inverosimilitud verbal de la obra. Paremos los ojos en la página que se nos antoje y hallaremos, en ella, frases grandilocuentes mal encajadas con la prosopografía del hablante. Ejemplo (expresa el narrador-protagonista. Proviene, este, de bajos fondos sociales y un psiquiátrico): “El andén y la estación entera eran un pandemónium. Había empezado el caudaloso y lucrativo flujo de turistas que año tras año persisten en acudir a este país en busca de las caricias de nuestro sol, el hacinamiento de nuestras playas y el devaluado costo de nuestras pitanzas (…)”. Uno que otro acierto hay. No se prodigan estos. Quiere decirse: su número desmerece a la calidad que atesoran los hallados. ¿Habré de achacarlo a descuido o a descreimiento de Eduardo? El entretenimiento puede perjudicar la salud mental del lector. No entraré, hoy, en ese jardín. Lean el libro Kokoro (a vida o muerte) de Fernando Sánchez Dragó si desean abundar en eso. Hallarán lo que buscan. Entretanto yo echaré el ojo a otro libro y después a otro y a otro hasta que me reste aliento. Es tan larga la vida y tan corta la lectura que más vale callarse y leer.
     Sea. 

jueves, 16 de abril de 2020

316/ Francisquillo Umbralillo

Yo leía a Umbral. Yo, ya, no leo a Umbral. Yo, ya, leo textos trabajados desde la facilidad a la postre compleja en vez de la complejidad finalmente inútil. Creo que Francisquillo recalaba en lo complejo con base en una facilidad vomitiva. Léase “vomitiva” en sentido escatológico y en otro: fluida. Francisquillo “El terrible” enlazaba metáforas para fabricar alegorías. Francisquillo "El terrible" fabricaba alegorías y las apoyaba en nombres y fechas y acontecimientos históricos. Juzgo esto insustancial. ¡Todas las flores del jardín de la idolatría para Francisquillo!
     La prosa de Umbralillo la entreveo como traca de petardos que silban y emiten colorines en un aire atosigado. Escarbo y hallo esto: burradas y erudición pasadas por el tamiz de una ironía cubierta de paja. He leído (he intentado leer) Los helechos arborescentes. Qué libro extraordinario. Francisquillo podría haberlo escrito con gracejo. No sabría gracejar. Sus páginas atufan a escritura automática: “¡Suuu-rrrea-liiis-mooo!” habría sentenciado Dalí. Santo (el surrealismo) de la devoción de posmodernos hoy. Ay, Francisquillo Umbralillo, con ser uno de los escritores españoles más “modernos” (¡ja!) y menos traducidos de la historia de nuestras letras (doble ay) no escribiste con gracejo. 
     Si Francisquillo hubiera restado hojarasca a su ironía otro gallo del corral de la literatura se habría desgañitado. He conseguido llegar a la nonagésima página. Resuelto: ¡carpetazo y a otra cosa!
     Addenda. Para muestra un botón o primer párrafo de la novela mentada: “Inmensos bosques de coníferas y helechos arborescentes cubrían los continentes, purificando la atmósfera de anhídrido carbónico, y el lechero de la caída de la tarde pasaba con su carro de fuego y el jaleo de la leche sonando fresco dentro de los cántaros, y yo me quedaba en suspenso, mirando quieto a la nada de la calle, a la calle de la nada, en un resol tardío, que era cuando pasaba el moro de Franco, el moro de la guerra, el muro Muza, con sus grandes bragas hasta las rodillas (los chicos de la banda decían que hacía sus necesidades dentro de las bragas caqui, y que lo llevaba todo allí, oloroso a letrina y heroísmo), y con su turbante de moro Muza, que tenía prendido un escudo de España, un escudo de Alá, una sangrienta luna y el retrato de carnet de una valenciana que le había querido mucho”. 
     Ea. Se quedó a gusto Francisquillo Umbralillo. 
     Gabo habría escrito: “Emitió un sonoro eructo, y expiró”. Amén.