viernes, 26 de agosto de 2022

377/ El buen autor

Siempre que leo a Millás acabo topándome con una pesadilla. Juanjo parece dado a esta más que al sueño apacible. Ello, claro, si emparentamos al buen autor con sus narradores neuróticos. No sé por qué emparentar al autor con su narrador es práctica acomodaticia en el caso de Juanjo. Quizá por su aparente carácter melancólico. O por su nula vida más allá de las entrevistas y de las columnas opinantes que escribe en diversos medios (esto desde la perspectiva del lector). ¿Por qué razón pensamos que los escritores no tienen vida más allá de sus libros? El quid de la cuestión estriba en que las novelas de Millás están tan bien escritas que una vida paralela a la que ellas describen se me antoja una desfachatez iluminada y un punto cruel. O un contrasentido necio. Uno quisiera vivir esa vida aún tratándose de una pesadilla. Esto independientemente de que la suya, la real, sea rica en experiencias vivificadoras o no. La que reflejan las novelas de Millás siempre superará a la verdadera del lector.

     Un caso representativo de lo anterior: <<La soledad era esto>>. Novela de inacción. Novela, también, de tesis (no filosófica. Psicológica). Entiéndaseme: toda la trama (o casi toda la trama) transcurre en la mente de los personajes. Estos deambulan, unos, otros simplemente desplazan su cuerpo. Todos piensan todo el rato. La atmósfera psicológica es opresiva. El lector es testigo de la vuelta de tuerca progresiva, insistente, en apariencia inacabable a la que se ve sometida la protagonista antes de su ansiada reconvención. Una vuelta de tuerca emocional, además de vital, quiere decirse. La tristeza acaba invadiéndolo todo. Todo, sin embargo, es excusable en aras de un lenguaje tremendamente literario: bello y rítmico y plástico.

     <<La soledad era esto>> fue galardonada con el Nadal el año 1990. No es de extrañar que así aconteciera. La buena literatura hace al buen autor. Podría tratarse de una obra maestra en toda regla. Utilizo el condicional (no suelo agenciármelo a menudo) por una razón, creo, de peso: quién dicta hoy lo que es o no es `maestro´. No voy a mentir: el final, vago, me impide catalogar la novela como obra maestra. El resto sí se aviene a esa `etiqueta´ benigna que sin duda hará veces de llamado impostergable a su lectura. 

     Sic erat.               

lunes, 22 de agosto de 2022

376/ "Y así sucesivamente"

Y así sucesivamente, de Silvina Ocampo, me ha rentado un regusto agridulce en el paladar. Quisiera haber comprendido el libro. Me cuesta creer que lo haya comprendido finalmente. Este volumen de cuentos, veintitrés, no deja indiferente a nadie: carece de anclaje realista en los puntos de inflexión de cada ejercicio narrativo que lo forma. Quiere decirse: todo cuento de este volumen exhibe un fenómeno que escapa a la lógica pero cuya inverosimilitud no percibirá el lector sino suavizada y mediatizada por la verosimilitud de los componentes “extras” del mismo (la lógica del narrador incluida). Parece contradictorio. No lo es. La falta de comprensión lectora pierde relevancia si el lector considera tanto el lenguaje como la lógica, interna, de cada enunciado. Que un hombre de oficio jardinero, por ejemplo, introduzca la mano en la tierra y ya no pueda extraerla y por efecto del agarre y del arraigo quede convertido en árbol es un hecho extraordinario. Ese hecho extraordinario nada tendrá de extraordinario en la mente imaginativa del lector que, también discursiva, ha entendido los preliminares narrativos del cuento. Y así, dale que dale, la autora va hilvanando casi dos docenas de historias sin historia con el hilo conductor de un anclaje narrativo secundario: los elementos “verdaderos” que rodean al fenómeno ilógico. Con ello se basta y sobra Silvina. Mención especial merece, me parece, el lenguaje empleado: frases cortas y musicales y muy literarias (léase: donde dije `prisa´ digo `premura´ y donde `bondad´, `benevolencia´, por citar dos casos no inventariados en el libro). El lenguaje acaba resultándole delicioso al lector. La sintaxis es fluida pero rompedora. El léxico, de una elevada literaturización. Creo que el lenguaje salva a estos cuentos. Solo uno de ellos es comprensible a la luz de la razón. Refiero el titulado El destino. No es difícil, para el imaginativo, sacarles punta a estos veintitrés ejercicios de inconmensurable amor al género literario por antonomasia: el cuento. Sacar punta no significa necesariamente entender. 

     Dejo aquí las primeras líneas del mentado relato:

     “El Destino era una de las panaderías más limpias y ordenadas del barrio. Mejor hubiera sido no conocerla nunca.

     Esa mañana que fue el comienzo de mi desventura, fui como siempre a comprar pan con la canastilla que me regaló Ada para las compras. Me detuve en el mostrador hasta que vino Roque para atenderme con la cara empolvada de harina, con el guardapolvo almidonado, buen mozo como siempre. Yo tenía el pañuelo celeste con enanitos anudado a la cola de mi pelo. En ese momento llegó Silvio y, sin mirarme, ordenó a Roque:

     –Dame un pan casero, tres sacramentos– sobre el taco del pie izquierdo giró, se acomodó al mostrador y me clavó los ojos–. Somos compañeros de siempre, yo y Roque. A vos, a veces, siempre, te veo aquí. ¿Cómo te llamás?

     Me hice la tonta, miré para otro lado, como si creyera que no me dirigía esa frase.

     –¿El gato de comió la lengua?

     Me trataba como a una nena”.

     Lo que viene después es la perpetración de un crimen.