miércoles, 25 de noviembre de 2015

208/ Post enigmático

“–Y ahora dime, Pat, ¿qué es eso que hay en la ventana?
     –Seguro que es un brazo, señor.
     –¿Un brazo, majadero? ¿Quién ha visto nunca un brazo de este tamaño? ¡Pero si llena toda la ventana!
     –Seguro que la llena, señor. ¡Y, sin embargo, es un brazo!
     –Bueno, sea lo que sea no tiene por qué estar en mi ventana. ¡Ve y quítalo de ahí!”.
     El diálogo arriba transliterado pertenece a Alicia en el país de las maravillas. Lewis Carroll debió ser un tipo inteligente. Hay que serlo para escribir esas líneas. Parecen simples. Y claras. Lo sé. Pero, ¡insinúan más de lo que dicen!
     También son (a mi entender) quijotescas. En ellas comparecen Sancho y don Quijote. 
     ¡Cuántas veces miramos sin ver! ¡Cuántas, vemos lo que no existe!
     Algunos escritores son aficionados a decir entre líneas lo que con éstas no pueden (o no quieren. O no les conviene. O no les da la gana) decir. Yo entre ellos. Disfruto, como un niño, diciendo A donde escribo B y viceversa: escribiendo B donde digo A. 
     Disfruto, digo, garrapateando trampantojos… 
     Permítaseme que, ahora, añada: y escribiéndoles. ¿A quienes? ¡A ellas: mujeres, hembras, féminas de variado pelaje! Pero sin que se aperciban del hecho de que son el acicate de tales textos. Los que sean. Los que toquen. Este de aquí.
     Este de aquí va dirigido a una de ellas. Le digo tanto yo (¡y lo que te rondaré, morena!)... Ve ella tan poco… 
    Creo que seguiré escribiéndole y ella, entretanto, seguirá viendo poco. 
    Ella, en este caso, no es La joven de la perla. Es otra.
    Y, ¿por qué escribirle de este modo? Porque me divierto haciéndolo. Porque el escritor que lo es de verdad vive insinuando e insinuándose a los otros (yo solo a ellas). Suyo es el mérito: enseñan y uno, a veces, aprende. Son, ellas, tan misteriosas. Aluden. Sugieren. Coquetean. Aparecen. Desaparecen. Reaparecen. Vuelven a desaparecer… 
     Juego yo con sus mismas armas. No lo hago aposta. Lo juro. Soy así. Una especie de misterio: esa puerta por que acceden todas las maravillas.
     Vayan estas líneas a ti, mujer oculta, sin pedirte ni exigirte nada a cambio.
    ¿Te desvelaré? ¿Te pillaré en un renuncio? ¿Te desnudaré? Soy, advertida estás, de estirpe guerrera. Conque…
    ¿Conseguiré mostrarte? ¿Lograré revelarte? ¿Podré desenmascararte?
    Incertidumbre.

domingo, 1 de noviembre de 2015

207/ Haraquiri

El haraquiri es el ritual japonés del suicidio. Forma parte éste del bushido. El bushido es el código ético sumarái. Un corte abdominal de izquierda a derecha con una trayectoria final, vertical, sustentan el primero. Es entonces cuando se produce el desentrañamiento. Desentrañar: averiguar lo oculto. Otra acepción es la que sigue: desapropiarse uno de cuanto posee. Vale. Pero, ¿cómo? Muy sencillo: entregándoselo a otro en señal de esplendidez y de apego. Así la literatura. Ésta conlleva desapropiación y desentrañamiento del escritor que, además, en el decurso de su obra averigua quién es. Él (o ella) muestra los mondongos (léase: las tripas) desembarazadamente. Quiero decir: sin temor a habladurías. Tampoco a malignidades del tipo que sea. Ajeno a la mezquindad, a la frivolidad, a la fealdad. Y sin perjuicio (¡eso nunca!) de su imaginación. Hacer literatura (libre ésta) significa rajarse el abdomen y dejar que broten, a borbotones, las palabras. ¿La nobleza? En el centro. ¿El honor? En el extrarradio. ¿La mirada? En el hoy. ¿Los puños? En el ahora. ¿Los dientes? Apretados. Hacer literatura es enfrentarse, en batalla mortal, a la vida y a uno mismo.