A Ana Alba
Creo que me estoy aficionando
a los gatos. No sólo al de Cheshire (Alicia
en el País de las Maravillas). También al de Kipling. O al de Antonio Burgos
(llamado Adriano). O al de Poe. O al de Hemingway. O al de Rubén Caba
(Leónidas). O al de Rosarillo Flores. O a Willy, de mi añorada Ana, que lamió
lo que no debía. O al de Alicia y Manuel cuyo nombre (el de su gatita) es
Valentina. O al de Dragó: Soseki. Ya murió. Poseía ojos verdes y pelaje
atigrado. Jamás tuve noticias suyas. He sabido de su existencia por el libro
que lo hará pasar a la posteridad: Soseki.
Inmortal y tigre (Planeta. Barcelona. 2009). Se publicó la obra cuando
ingresaba yo en la Facultad
de Comunicación de la US
(atiborrada, por cierto, de perros). En 2014 la leo. Hasta hoy los gatos me
habían pasado desapercibidos. Corrijo: hasta tratar a Valentina y leer el libro
aludido y saber más de estos tigrecillos. Son amigos de los escritores, sus
álter ego, y no antagónicos de éstos. Son independientes y libres. Felices y
con siete vidas que estrujar. Ronronean y chupan y se rozan con humanos. Son
promiscuos. Son hermosos. Son silentes. Y aventureros. Y slow: no conocen del estrés. Tampoco del
pasado ni del porvenir. Viven en continuo presente. Son intuitivos y astutos.
Nunca maliciosos. Odian los cascabeles. Y cualquier yugo: no han nacido para
que se les unza. Acompañan y desamparan cuando les viene en gana. Fintean a la
tristeza con arrojo. Son poetas satíricos. Se pasan la lírica por el forro. Se
ríen, desde el respeto, de los perros. Más de los perracos. Esos que abren la
boca para tragarse el mundo y engullen moscas. Los perros ladran y aúllan y
arman escándalo. Son un poco tontos. Los gatos se los llevan de calle. Todavía
no he visto a un gato sucumbir entre las fauces de ningún can. Y sí a uno de
éstos recular con el rabo entre las patas ante el zarpazo de un minino. El
perro tiene algo de políticamente correcto. El gato lo tiene de todo lo
contrario. El perro es de derechas o de izquierdas. El gato no es ni de lo uno
ni de lo otro: es anarquistón y misticón (como un servidor). El perro se asea
si lo asean. El gato nunca se ensucia. El perro es sumiso. El gato es libre (ya
lo he apuntado). El perro ataca. El gato defiende. O tanto monta: el perro
es beligerante y el gato pacifista. El perro puede ser actor y, de hecho,
sobreactúa. El gato solo actúa. El perro huele a cualquier cosa. El gato huele
a gato. El perro impide dormir a los hombres. El gato vigila el sueño de sus
amigos y el de los niños. El perro es diurno. El gato es diurno y nocturno. El
perro es realista. El gato es idealista. El perro es racionalista. El gato es
espiritualista. El perro se establece. El gato vaga. El perro indaga. El gato
descubre. El perro vive. El gato vive y sueña y vuelve a vivir y a soñar y, así, hasta el infinito. ¡Aquí me detengo!
No he podido evitar la archi-extendida
comparación. Recuerdo a Félix “el gato”. Recuerdo a mi estimado Alejandro
Jodorowski que en cierta portada de uno de sus libros aparece con un gato
señorón: el suyo. Miguel Delibes utilizaba perros para ir de cacería. Si
hubiese llevado gatos, en vez de perros, habría tenido otro carácter de mayor.
Porque reseco (aunque excelente escritor) era un rato. Como gato se censura y
como perro se ofende el censurado. También existe el escritor gato y el
escritor perro. Al primero hay que leerlo entre líneas. Al segundo se le ve la
intención claramente. El primero deleita. El segundo entretiene. Si se critica
al primero, éste maullará riéndose y jamás rectificará su proceder o su
pensamiento. Si se critica al segundo, éste ladrará e intentará morder al
crítico. Ejemplo de escritor gato: Javier Marías. Ejemplo de escritor perro:
Arturo Pérez Reverte. Marías dijo que sus libros gustaban mucho o no gustaban
nada. ¡Bravo! Reverte va sobradito. Conste que ninguno de los dos me seducen.
Evidentemente me quedo con el primero de tener que elegir.
Ahora, amigo lector, permíteme
que te interpele: no seas perro. Sé minino. No te arrodilles ni agaches la
cerviz para morder la pelotita. Sal de juerga nocturna y regresa, satisfecho y desfogado, a tu cubil. Eso, si no has nacido perro, lo cual sería
una desgracia como cualquier otra. En cuyo caso, ay, me compadecería de ti y emitiría: ¡Miau! (que quiere decir:
“lo siento”).