viernes, 28 de febrero de 2014

125/ Tras Omar... II

A quien quiera entender...

Mi queridísimo y admiradísimo y, hasta hace bien poco, desconocidísimo Khayyam dejó escrito lo que sigue: “No tengo miedo a la Muerte. Prefiero este hecho ineluctable al que me impusieron el día que nací. ¿Qué es la vida? Un bien que no elegí y que devolveré con indiferencia” (Rubaiyat. LXVII). Veintiocho poemas más adelante se encuentra uno con esto: “A nadie pedí la vida. Me esfuerzo por aceptar, sin júbilo ni rabia, todo lo que la vida ofrece. Partiré sin preguntar al prójimo acerca de mi curiosa permanencia en este mundo” (Op. cit. XCV). Alguna vez me he cruzado con gente que decía no haber pedido venir al mundo. Por lo general, dicho sea sin malicia, personas acomodadas en el mullido asiento del azar o con personalidad depresiva. Yo no me avengo con ellas. Yo exclamo: Si estás, haz por el placer de hacer y aprovecha el momento y corre y salta y vuela libre y no mires abajo ni a izquierda o a derecha ni adelante o atrás. Preocúpate solo de no caer. Y si caes (es sabido), te levantas. El acto de levantarse es aventurero y libera endorfinas. Sé (tú y todos podemos) feliz.         

viernes, 21 de febrero de 2014

124/ Tras Omar... I

Quien me desincruste de estos poemillas, milagroso desincrustador será: y es que incrustado hasta el tuétano me hallo en Rubaiyat, de Omar Khayyam, y de ahí ya no me sacan ni con agua hirviendo. Transcribiré dos poemas suyos. Uno: “Nuestro tesoro es el vino y nuestro palacio la taberna. La sed y la embriaguez son nuestros fieles compañeros. Ignoramos el miedo porque sabemos que nuestras almas, nuestros corazones, nuestros cálices y nuestras ropas manchadas, nada tienen que temer del polvo, del agua ni del fuego” (VII). Y otro: “Cuando tuve sueño, la Sabiduría me dijo: <<Las rosas de la Felicidad nunca han perfumado el sueño de nadie. En vez de abandonarte a este hermano de la Muerte, ¡bebe vino! ¡Tienes la eternidad para dormir!>> (XXXV). Me desgañito gritando: ¡Bravo, bravísimo! Ahora haré míos estos sabios renglones del no menos sabio (cuando no malabarista lingüístico) y preclaro Fernando Sánchez Dragó: “Las palabras son como el vino: necesitan pátina y poso, hay que sobarlas y resobarlas, tienen que fermentar y decantarse en cubas de roble viejo” (Sentado alegre en la popa. Barcelona, 2004. Planeta. P. 27). Todo un paralelismo óptimo y muy bien avenido con la causa lectora. O eso creo yo. La palabra embriaga y salvaguarda del miedo a la Muerte. ¡Correcto! Leer confronta la diminuta muerte diaria que es el sueño. ¡No sé, no sé! Dormir es a morir lo que a vivir es leer. ¡Vaya, hombre, siempre tan incisivo mi querido y respetadísimo Omar!: como una vaharada de rosas silvestres en mitad de un prado. Incisivo y, ¡oh, Alá mío!, barbudo y no menos aturbantado. ¿Es que el angelito era persa?... 

lunes, 10 de febrero de 2014

123/ Yo, gato. ¿Y tú?

A Ana Alba

Creo que me estoy aficionando a los gatos. No sólo al de Cheshire (Alicia en el País de las Maravillas). También al de Kipling. O al de Antonio Burgos (llamado Adriano). O al de Poe. O al de Hemingway. O al de Rubén Caba (Leónidas). O al de Rosarillo Flores. O a Willy, de mi añorada Ana, que lamió lo que no debía. O al de Alicia y Manuel cuyo nombre (el de su gatita) es Valentina. O al de Dragó: Soseki. Ya murió. Poseía ojos verdes y pelaje atigrado. Jamás tuve noticias suyas. He sabido de su existencia por el libro que lo hará pasar a la posteridad: Soseki. Inmortal y tigre (Planeta. Barcelona. 2009). Se publicó la obra cuando ingresaba yo en la Facultad de Comunicación de la US (atiborrada, por cierto, de perros). En 2014 la leo. Hasta hoy los gatos me habían pasado desapercibidos. Corrijo: hasta tratar a Valentina y leer el libro aludido y saber más de estos tigrecillos. Son amigos de los escritores, sus álter ego, y no antagónicos de éstos. Son independientes y libres. Felices y con siete vidas que estrujar. Ronronean y chupan y se rozan con humanos. Son promiscuos. Son hermosos. Son silentes. Y aventureros. Y slow: no conocen del estrés. Tampoco del pasado ni del porvenir. Viven en continuo presente. Son intuitivos y astutos. Nunca maliciosos. Odian los cascabeles. Y cualquier yugo: no han nacido para que se les unza. Acompañan y desamparan cuando les viene en gana. Fintean a la tristeza con arrojo. Son poetas satíricos. Se pasan la lírica por el forro. Se ríen, desde el respeto, de los perros. Más de los perracos. Esos que abren la boca para tragarse el mundo y engullen moscas. Los perros ladran y aúllan y arman escándalo. Son un poco tontos. Los gatos se los llevan de calle. Todavía no he visto a un gato sucumbir entre las fauces de ningún can. Y sí a uno de éstos recular con el rabo entre las patas ante el zarpazo de un minino. El perro tiene algo de políticamente correcto. El gato lo tiene de todo lo contrario. El perro es de derechas o de izquierdas. El gato no es ni de lo uno ni de lo otro: es anarquistón y misticón (como un servidor). El perro se asea si lo asean. El gato nunca se ensucia. El perro es sumiso. El gato es libre (ya lo he apuntado). El perro ataca. El gato defiende. O tanto monta: el perro es beligerante y el gato pacifista. El perro puede ser actor y, de hecho, sobreactúa. El gato solo actúa. El perro huele a cualquier cosa. El gato huele a gato. El perro impide dormir a los hombres. El gato vigila el sueño de sus amigos y el de los niños. El perro es diurno. El gato es diurno y nocturno. El perro es realista. El gato es idealista. El perro es racionalista. El gato es espiritualista. El perro se establece. El gato vaga. El perro indaga. El gato descubre. El perro vive. El gato vive y sueña y vuelve a vivir y a soñar y, así, hasta el infinito. ¡Aquí me detengo! 
     No he podido evitar la archi-extendida comparación. Recuerdo a Félix “el gato”. Recuerdo a mi estimado Alejandro Jodorowski que en cierta portada de uno de sus libros aparece con un gato señorón: el suyo. Miguel Delibes utilizaba perros para ir de cacería. Si hubiese llevado gatos, en vez de perros, habría tenido otro carácter de mayor. Porque reseco (aunque excelente escritor) era un rato. Como gato se censura y como perro se ofende el censurado. También existe el escritor gato y el escritor perro. Al primero hay que leerlo entre líneas. Al segundo se le ve la intención claramente. El primero deleita. El segundo entretiene. Si se critica al primero, éste maullará riéndose y jamás rectificará su proceder o su pensamiento. Si se critica al segundo, éste ladrará e intentará morder al crítico. Ejemplo de escritor gato: Javier Marías. Ejemplo de escritor perro: Arturo Pérez Reverte. Marías dijo que sus libros gustaban mucho o no gustaban nada. ¡Bravo! Reverte va sobradito. Conste que ninguno de los dos me seducen. Evidentemente me quedo con el primero de tener que elegir. 
     Ahora, amigo lector, permíteme que te interpele: no seas perro. Sé minino. No te arrodilles ni agaches la cerviz para morder la pelotita. Sal de juerga nocturna y regresa, satisfecho y desfogado, a tu cubil. Eso, si no has nacido perro, lo cual sería una desgracia como cualquier otra. En cuyo caso, ay, me compadecería de ti y emitiría: ¡Miau! (que quiere decir: “lo siento”).