miércoles, 23 de marzo de 2016

226/ "La vida secreta de las palabras"

Lo que más reconforta es el perdón valorado y la promesa posterior cumplida. Lo que más reconforta es la aceptación, sin miedo, de la culpa. Lo que más reconforta es besar y abrazar el entusiasmo. Lo que más reconforta es no cometer falta alguna y no recibir, por ello, ningún puntapié. Lo que más reconforta es enterrar la semilla del cariño para recoger el fruto del aprecio. Lo que más reconforta es no verse obligado a dejar ir con la finalidad de no ser esclavo de las emociones. Lo que más reconforta es percatarse de que alguien es quien se creía que era. Lo que más reconforta es saberse a salvo de la propia ignorancia. Lo que más reconforta es darse al ciento por ciento a quien solo se da al veinte o al treinta, pero ¡qué veinte!, pero ¡qué treinta! Lo que más reconforta es la paz entre los sexos. Lo que más reconforta es el encanto producido por un comportamiento inmaduro e inocente. Lo que más reconforta es la felicidad que se deriva de verlo y de oírlo todo y hacer pensar al par que no se oye ni se ve nada. Lo que más reconforta es querer sin el artificio del querer querer por el hecho de que las circunstancias sean desfavorables. Lo que más reconforta es la voluntad aplicada a la búsqueda de un compromiso. Lo que más reconforta es la perturbación que se erige contra la imperturbabilidad. Lo que más reconforta es el respeto. Lo que más reconforta es la confianza. Lo que más reconforta es subir peldaños hasta el rellano de la última planta del bloque de pisos de las relaciones humanas. Lo que más reconforta es la vida secreta de las palabras que, al cabo, se muestra con cada gesto. Lo que más reconforta es la comunicación. Lo que más reconforta es una mirada que no rehuye (pudiendo rehuir) y una palabra que se pronuncia (pudiendo no pronunciarse). Lo que, con diferencia, más reconforta es la lealtad de una amiga.  

jueves, 17 de marzo de 2016

225/ Injusticia literaria

Sostiene Julio que los indios son unos fanáticos religiosos. Sostiene Julio que los chinos son (al igual que los indios) unos incivilizados. Sostiene Julio que los norteamericanos son unos cabezotas temerarios. Sostiene Julio que los ingleses son unos preceptivos y unos flemáticos. Todo lo dicho sostiene Julio Verne en La vuelta al mundo en ochenta días. Obra menor. Obra insulsa. Obra elevada al Olimpo de las obras, a mi juicio, inmerecidamente. 
     En la página 155 no llevo “vividas” más de cuatro aventuras. Nota: el total de carillas del volumen que manejo es 200. El resto, selva. La de los trayectos en paquebote y en tren. No hay reflexiones. Acaso una. O dos. No más. No hay frases sugerentes. Acaso ninguna. No más. Tres aciertos hay. Uno: el perfil psicológico de Fhileas Fogg y el de Passepartout (formidable Cantinflas… El mejicano interpretó al sirviente de Fogg en el cine). Dos: la representación del valor de la lealtad en la amistad. Y tres: la inducción al viaje. Leer esta historia y desear viajar es todo uno. Pero viajar sin haber leído esta historia es factible. Innecesaria resulta. También sobrante. También cargante. También mareante. Tanto como las descripciones paisajísticas en que abunda. Por más que éstas sean breves. Al lector (digámoslo así) le importan un bledo. No añaden nada a la historia. ¡Nada! Un mero relleno con, a veces, fechas y datos históricos como colofón del pastel. 
     Concluyo: ¡chasco grande!    

lunes, 14 de marzo de 2016

224/ Un recuerdo

Surge, el mismo, de aquí: “El buen chico había comprado unas cuantas docenas de mangostanes, grandes como manzanas, de un marrón oscuro en su exterior y de un rojo resplandeciente en su interior, y cuyo blanco fruto, al fundirse entre los labios, procura a los auténticos sibaritas un placer inigualable” (Julio Verne. La vuelta al mundo en ochenta días. Ediciones Rueda. Madrid, 2001. P., 86). 
     Me explicaré: los sábados o domingos mi padre y yo, tras una larga travesía matutina en bicicleta, rendíamos itinerario en el aeropuerto de Granada. Por el camino nos proveíamos del fruto que da nombre a la ciudad andalumora. Había en la linde de la carretera unos (del todo extraordinarios) Punica granatum en sempiterna florescencia. Explosión de agridulzura en la boca. Contemplábamos, allí, despegues y aterrizajes de aviones de Iberia y de Aviaco absolutamente extasiados. Él y yo. Nadie más. 
     Luego eran los renacuajos de la fuente aeroportuaria. Éstos constituían mi máxima ilusión. Verlos nadar como espermatozoides turulatos. Tenía yo ocho o nueve abriles y el mundo era maravilloso.
     Los mangostanes de Verne me han traído a la memoria las granadas de mi padre y mías. Y de éstas a todo lo demás hay un trecho solo: el de la infancia vivida. ¿He de aclarar que la que firmo yo queda enmarcada en los reflejos de un cielo granadí? 
     Pues eso.  

martes, 8 de marzo de 2016

223/ Rafael Porlán

En Ensayos, aforismos y epistolario (Alfar), leemos: “Dotado de fina ironía y sagaz humor, Porlán muestra, en determinados momentos, cierto distanciamiento respecto a algunos aspectos de la vida. Su hermano así lo certificó en 1997: `Además de contarnos estas desconcertantes anécdotas, solía expresar observaciones humorísticas, de carácter irónico, con las que trataba de ridiculizar todo lo que le parecía mediocre o falso. Sin embargo, estas ocurrencias eran de tan poca acritud, que pocas veces se dio el caso de que alguien se sintiera molesto por ellas. De todas formas, el uso del humor que era una de sus peculiaridades más destacadas, constituyó para él una especie de compensación que le ayudó a soportar una existencia que le había defraudado por no estar de acuerdo con su sensibilidad´”.
     Hago mío (sin ser mío) lo escrito desde el último punto y seguido hasta el punto final de este pasaje. Una frase absoluta. Un cúmulo de palabras hilvanadas con el hilo del coñazo. Que no del cañamazo. Pues bien: lo hago mío. 
     Ni de mentas conocía yo a Rafael Porlán. No. Tampoco he abarcado su obra literaria con ojos ni alma ni, mucho menos, corazón. ¿Quién o qué tendrá la culpa? Era poeta y novelista. Era ensayista y dramaturgo. Hijo natural de Córdoba y adoptivo de Sevilla y de Jaén. Perteneció a la generación del veintisiete. ¿Alguien lo recuerda? Nadie. Una pena. Hay quien indaga a los jóvenes letraheridos de la postmodernidad al tiempo que echa en el olvido a quienes abrieron camino al modo de crear hoy. Que los postmodernos me perdonen. No soporto su prosa. No soporto sus versos. Solo juzgo irreprochables sus dibujos (ni siquiera su pintura me satisface). Son, todos, espléndidos ilustradores. ¿De qué? De libros de poesías y de gacetas. Dejan al poeta y al articulista en pañales. Ignoro si esto lo sabrá el plumilla y el periodista de turno.
     Rafael Porlán plantó la semilla. Léasele. Indágasele. Désele la oportunidad que tanto y tan acuciosamente merece. Es uno de los mentores del mal. Sí. Pero no del mal hacer. Belcebú también tiene asignado un lugar en la historia de los ángeles. Aunque cayera. Porque cayó. Quienes mal hacen son los escritores y los editores postmodernos. ¿Sus productos? Superficiales y simples y bellos y anodinos y oscuros (casi negros). Con su pan se lo coman. 

jueves, 3 de marzo de 2016

222/ Montaña rusa de los primaverales

A María José Bullock

Pau Donés: “Primavera que no llega…”. Sí. No llega. Pero llega. Ésta es un estado de ánimo. No una estación meteorológica. Vivo yo en impertérrita primavera. No digo que sea bueno. Más al contrario: acaso sea malo. ¿Por qué? Por la inestabilidad que caracteriza a dicho estado interior. Por sus claroscuros. Por sus ángulos muertos. Por su luz y su olor. Mortecina la primera. Desde luego. Agridulce el segundo. También. Por su atmósfera suspicaz. Por su aire ansiolítico. Me explico: produce, ella, en el individuo una hecatombe sentimental y una abulia terribles. Nadie escapa a su influjo. Quienes cumplen primaveras en primavera saben a qué me refiero. Ineluctablemente marca el día del nacimiento. Los arrojados al aire en primavera somos gentes dadas al altibajo emocional. Montaña rusa de los primaverales. Vivimos en continuo conflicto con nosotros y con los demás. Con la vida. Nos encanta la vida. Amamos la vida. Tememos a su antagonista. Me corrijo: a su adlátere. No otra cosa es la muerte que una parte de la vida. Aún así le tememos. Grande incoherencia. Rezumamos vida por los cuatro costados de nuestro ser. Al mismo tiempo caemos en picado por la montaña más arriba enunciada. Somos así. No podemos evitarlo. Nos hallamos en continua exaltación poética. Aunque nada sepamos de poesía. La poesía somos nosotros. Nuestros actos son los versos del ayer y del hoy y, quizá, del mañana. Escribió Pedro Salinas: “Tú vives siempre en tus actos. Con la punta de tus dedos/ pulsas el mundo, le arrancas/ auroras, triunfos, colores,/ alegrías: es tu música./ La vida es lo que tú tocas”. Y en medio de esa alegría, la primavera. Su aire ansiolítico. Su atmósfera suspicaz. Su agridulce olor. Su mortecina luz. Sus ángulos muertos. Sus claroscuros. En resolución: su inestabilidad. Que me digan, ahora, quién dijo que lo contrario es vida y esto no y quién que las tardes de prímula no cercenan los convencionalismos individuales de un solo tajo. Ya sé: las cifras de suicidio suman dígitos en primavera. También sé que te escribo (que te seguiré escribiendo) porque te quiero. Y que eres mi amiga del alma gemela. Y que tal vez nunca leas estas líneas. Y que te debo mi voz.