¡Hora era de leer algo
divertido! ¿Por qué la literatura se regodea en la tristeza o en la tragedia o
en la agonía? Debería indagar lo ridículo y lo cómico y lo extravagantemente
risueño. Otro gallo haría gorgoritos en ese corral. ¡Milagro! Se ha muerto mamá, de Alfonso Ussía, es una deliciosa y
berlanguianísima humorada. El marqués de Sotoancho (Cristián Ildefonso Laus Deo
María de la Regla Ximénez
de Andrada y Belvís de los Gazules, Valeria del Guadalén y Hendings) ha
conquistado mis entrañas. También su madre: Cristina Victoria Jimena Belvís de
los Gazules Hendings, Boisseson y Hendings. Y su hombre de confianza (el del
marqués): Tomás Miranda Carretón. Y su mujer (la del marqués): Margarita
Restrepo Olivares. Y su administrador (el del marqués): Alcoceba. Y su capellán
(el del marqués y el de la madre que lo parió): Don Crispín. Con sus gestos y
peripecias he reído y desquitado, de paso, de tanto lastre melancólico
literario acumulado en años y años y años de lecturas “taciturnas”. Triviales
me parecen las meteduras de pata encastilladas en las páginas 99, 100 y 157-159
(Ediciones B. Barcelona. 2007). Respectivamente son: una incredibilidad, una
apología ideológica, un hecho absurdo. Insisto: carecen de relevancia. Lo
crucial del caso es lo bien escrita que está la novela y el buen rato que de su
lectura se desprende como tributo a la infaltez
(estado en que vive y piensa y siente el niño-adulto) o a la adulancia (ídem, con los términos
invertidos: el adulto-niño). No es Alfonsito Ussía santo de mi devoción. No. ¡Pero
qué requetequetebién escribe!
miércoles, 15 de enero de 2014
viernes, 10 de enero de 2014
121/ Insipidez literaria
La línea de sombra me ha disgustado
sobremanera. El lector claudica para terminar bostezando. Qué aburrimiento. Qué
deseos de llegar al final de cada página. Los párrafos se suceden
interminablemente con flema no del todo original. Joseph Conrad fue dado a la
luz en Polonia. Una sola cosa he de destacar: que el personaje protagonista cae
mal (lo que resulta desacostumbrado). Le pierde el orgullo. No es arquetípico.
Y el antagonista (otra falta de costumbre literaria) embruja. Es bohemio y
cruel. Nunca ejemplar. Cualquier anécdota o acción o gesto sucede a cámara
lentificada. No hay una metáfora del tránsito de la adolescencia a la adultez.
Resalta el hecho fantástico del maleficio y poco más. Ergo: el peor libro que
he leído junto a Al fin libre (J.J.
Benítez) e Historias de política ficción
(M. Vázquez Montalbán).
miércoles, 8 de enero de 2014
120/ Tres reflexiones
Esbozaré tres reflexiones
inducidas por un interrogante. He aquí la primera: ¿Qué es el tiempo? Una sucesión
de instantes que son materia temporal. Cada milésima de segundo engloba un
mundo de instantes. La vida de cualquiera, desde el nacer hasta el morir, una
eternidad de tiempos. La eternidad no traspasa lo que la engloba: su propio
tiempo de instantes. Ni el suyo la eternidad de la eternidad. Ni el suyo, otro
tiempo de instantes mayor, la eternidad de la eternidad de la eternidad. Creo
que Berkeley y Hume congregaron en algunas páginas esta metafísica. Desconozco
si esencialmente fueron felices o vivieron atormentados por la ignorancia.
Quiero determinar el presente como único tiempo que fluye. E ilusorios el pasado
y el porvenir. Por ello Ella no está en mi memoria y no está en mi esperanza.
Sino Aquí y Ahora. Un Aquí y Ahora simultáneo a su Aquí y Ahora. Simultáneo y
acaso contingente. La segunda: ¿Es infalible la etimología? Gustavo Bueno opina
que quien no sabe latín tiene vedado el paraíso del filosofar. Otros entienden
lo inverso: las transformaciones sufridas por una palabra, a lo largo del
tiempo, diluyen su raíz: el sentido primigenio de que gozaba se extingue. Quisiera
pensar que al final de una serie combinatoria (atribuciones de sentido a una
palabra) aguarda el azar y el gusto y la repetición. A despecho de esto yo estoy
con Bueno. Y la tercera: ¿Corroe el desencanto? Tras muchos años como lector no
soy deleitado por cualquier texto (refiero el nivel del escrito). Cada vez siento
más apremiante la necesidad de escribir aquello que los otros no prodigan. O
aquello que no pueden prodigar porque aún no existe. Calculo que quizá ofrezcan
todo lo que es dable ofrecer al mundo. A la vuelta se ubica el lugar común (la Literatura está plagada
de lugares comunes) y el tedio. Sin obviar que mis textos no alcanzan la cualidad
de originales (en los dos sentidos del término). Los juzgo deficientes y desafortunados.
Por eso, me parece, continúo leyendo a quienes no ofrecen más que lo acostumbrado.
Vale decir: lo heredado. El espíritu de un escritor se imbuye de quienes le
preceden y afecta a quienes le sucederán. Ocurriendo, por qué no, que el pupilo
elucida al maestro y no a la inversa. He leído y comprendido y no sé si
compartido tal opinión porque carezco de pruebas fehacientes. La afirmé en un post
anterior. Podría retractarme de ella. El snobismo consiste en agenciarte el
argumentario de otro para airearlo como propio. No seré yo quien curse
semejante barbaridad (“propio” me disuade). A veces no es evitable coincidir
con el modelo: la afinidad opinativa opera y nos persuade con razón. No hay que
pedir, por ello, excusas a nadie. Sino demostrar que lo sostenido se fundamenta
en algo con que comulgamos y no en axiomáticas creencias. Un axioma deja de serlo
cuando lo refuta otro axioma. Es indemostrable que yo ame a Ella porque el amor
es abstracto e intangible. Definirlo no serviría de nada. Únicamente en la
memoria del recordador deviene cierto un recuerdo. Lo demás es ilusión: la de
quien se sabe recordado. Igual sucede con lo intangible-importante en la vida.
Se vuelve tangible y liviano escribiéndolo. La trivialidad de un deseo escrito
deja paso a otro deseo menos trivial por inconcebible. Es el síndrome del folio
en blanco. ¡Lagarto, lagarto!
miércoles, 1 de enero de 2014
119/ "Nada humano..."
Leed lo que sigue: “El
rostro falso debe ocultar lo que sabe el corazón falso” (William Shakespeare. Macbeth. Acto I, Escena VII). Y: “(…)
las palabras dan un soplo demasiado frío al calor de los hechos” (op. cit.
Acto II, Escena I). En ello juzgo la esencia de tan loable obra. Se diluyen con
palabras la realidad y la culpa. Y la cara es el espejo del alma. La grandeza de
Shakespeare no se agota fácilmente. Cualquier lector medio asimila en sus obras
las enseñanzas de un cuarto de vida. Cabe suponer que la fecha de parto de la
tragedia fue 1606. 2014 rinde pleitesía al ingenio del inglés otorgándole
actualidad. La condición humana no conoce de evoluciones ni de involuciones. Es
la que es. Es la que siempre fue y será la que siempre ha sido. Al final de la tragedia
el lector sabe que el destino le ha deparado un encontronazo consigo mismo.
Yo he cerrado el libro con el corazón sosegado y la mente libre. Puede que
otros (al leerlo) hayan claudicado ante su enormidad o pequeñez humana.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)