miércoles, 15 de enero de 2014

122/ Orgasmo intelectual

¡Hora era de leer algo divertido! ¿Por qué la literatura se regodea en la tristeza o en la tragedia o en la agonía? Debería indagar lo ridículo y lo cómico y lo extravagantemente risueño. Otro gallo haría gorgoritos en ese corral. ¡Milagro! Se ha muerto mamá, de Alfonso Ussía, es una deliciosa y berlanguianísima humorada. El marqués de Sotoancho (Cristián Ildefonso Laus Deo María de la Regla Ximénez de Andrada y Belvís de los Gazules, Valeria del Guadalén y Hendings) ha conquistado mis entrañas. También su madre: Cristina Victoria Jimena Belvís de los Gazules Hendings, Boisseson y Hendings. Y su hombre de confianza (el del marqués): Tomás Miranda Carretón. Y su mujer (la del marqués): Margarita Restrepo Olivares. Y su administrador (el del marqués): Alcoceba. Y su capellán (el del marqués y el de la madre que lo parió): Don Crispín. Con sus gestos y peripecias he reído y desquitado, de paso, de tanto lastre melancólico literario acumulado en años y años y años de lecturas “taciturnas”. Triviales me parecen las meteduras de pata encastilladas en las páginas 99, 100 y 157-159 (Ediciones B. Barcelona. 2007). Respectivamente son: una incredibilidad, una apología ideológica, un hecho absurdo. Insisto: carecen de relevancia. Lo crucial del caso es lo bien escrita que está la novela y el buen rato que de su lectura se desprende como tributo a la infaltez (estado en que vive y piensa y siente el niño-adulto) o a la adulancia (ídem, con los términos invertidos: el adulto-niño). No es Alfonsito Ussía santo de mi devoción. No. ¡Pero qué requetequetebién escribe!              

viernes, 10 de enero de 2014

121/ Insipidez literaria

La línea de sombra me ha disgustado sobremanera. El lector claudica para terminar bostezando. Qué aburrimiento. Qué deseos de llegar al final de cada página. Los párrafos se suceden interminablemente con flema no del todo original. Joseph Conrad fue dado a la luz en Polonia. Una sola cosa he de destacar: que el personaje protagonista cae mal (lo que resulta desacostumbrado). Le pierde el orgullo. No es arquetípico. Y el antagonista (otra falta de costumbre literaria) embruja. Es bohemio y cruel. Nunca ejemplar. Cualquier anécdota o acción o gesto sucede a cámara lentificada. No hay una metáfora del tránsito de la adolescencia a la adultez. Resalta el hecho fantástico del maleficio y poco más. Ergo: el peor libro que he leído junto a Al fin libre (J.J. Benítez) e Historias de política ficción (M. Vázquez Montalbán).  

miércoles, 8 de enero de 2014

120/ Tres reflexiones

Esbozaré tres reflexiones inducidas por un interrogante. He aquí la primera: ¿Qué es el tiempo? Una sucesión de instantes que son materia temporal. Cada milésima de segundo engloba un mundo de instantes. La vida de cualquiera, desde el nacer hasta el morir, una eternidad de tiempos. La eternidad no traspasa lo que la engloba: su propio tiempo de instantes. Ni el suyo la eternidad de la eternidad. Ni el suyo, otro tiempo de instantes mayor, la eternidad de la eternidad de la eternidad. Creo que Berkeley y Hume congregaron en algunas páginas esta metafísica. Desconozco si esencialmente fueron felices o vivieron atormentados por la ignorancia. Quiero determinar el presente como único tiempo que fluye. E ilusorios el pasado y el porvenir. Por ello Ella no está en mi memoria y no está en mi esperanza. Sino Aquí y Ahora. Un Aquí y Ahora simultáneo a su Aquí y Ahora. Simultáneo y acaso contingente. La segunda: ¿Es infalible la etimología? Gustavo Bueno opina que quien no sabe latín tiene vedado el paraíso del filosofar. Otros entienden lo inverso: las transformaciones sufridas por una palabra, a lo largo del tiempo, diluyen su raíz: el sentido primigenio de que gozaba se extingue. Quisiera pensar que al final de una serie combinatoria (atribuciones de sentido a una palabra) aguarda el azar y el gusto y la repetición. A despecho de esto yo estoy con Bueno. Y la tercera: ¿Corroe el desencanto? Tras muchos años como lector no soy deleitado por cualquier texto (refiero el nivel del escrito). Cada vez siento más apremiante la necesidad de escribir aquello que los otros no prodigan. O aquello que no pueden prodigar porque aún no existe. Calculo que quizá ofrezcan todo lo que es dable ofrecer al mundo. A la vuelta se ubica el lugar común (la Literatura está plagada de lugares comunes) y el tedio. Sin obviar que mis textos no alcanzan la cualidad de originales (en los dos sentidos del término). Los juzgo deficientes y desafortunados. Por eso, me parece, continúo leyendo a quienes no ofrecen más que lo acostumbrado. Vale decir: lo heredado. El espíritu de un escritor se imbuye de quienes le preceden y afecta a quienes le sucederán. Ocurriendo, por qué no, que el pupilo elucida al maestro y no a la inversa. He leído y comprendido y no sé si compartido tal opinión porque carezco de pruebas fehacientes. La afirmé en un post anterior. Podría retractarme de ella. El snobismo consiste en agenciarte el argumentario de otro para airearlo como propio. No seré yo quien curse semejante barbaridad (“propio” me disuade). A veces no es evitable coincidir con el modelo: la afinidad opinativa opera y nos persuade con razón. No hay que pedir, por ello, excusas a nadie. Sino demostrar que lo sostenido se fundamenta en algo con que comulgamos y no en axiomáticas creencias. Un axioma deja de serlo cuando lo refuta otro axioma. Es indemostrable que yo ame a Ella porque el amor es abstracto e intangible. Definirlo no serviría de nada. Únicamente en la memoria del recordador deviene cierto un recuerdo. Lo demás es ilusión: la de quien se sabe recordado. Igual sucede con lo intangible-importante en la vida. Se vuelve tangible y liviano escribiéndolo. La trivialidad de un deseo escrito deja paso a otro deseo menos trivial por inconcebible. Es el síndrome del folio en blanco. ¡Lagarto, lagarto!                 

miércoles, 1 de enero de 2014

119/ "Nada humano..."

Leed lo que sigue: “El rostro falso debe ocultar lo que sabe el corazón falso” (William Shakespeare. Macbeth. Acto I, Escena VII). Y: “(…) las palabras dan un soplo demasiado frío al calor de los hechos” (op. cit. Acto II, Escena I). En ello juzgo la esencia de tan loable obra. Se diluyen con palabras la realidad y la culpa. Y la cara es el espejo del alma. La grandeza de Shakespeare no se agota fácilmente. Cualquier lector medio asimila en sus obras las enseñanzas de un cuarto de vida. Cabe suponer que la fecha de parto de la tragedia fue 1606. 2014 rinde pleitesía al ingenio del inglés otorgándole actualidad. La condición humana no conoce de evoluciones ni de involuciones. Es la que es. Es la que siempre fue y será la que siempre ha sido. Al final de la tragedia el lector sabe que el destino le ha deparado un encontronazo consigo mismo. Yo he cerrado el libro con el corazón sosegado y la mente libre. Puede que otros (al leerlo) hayan claudicado ante su enormidad o pequeñez humana.