sábado, 31 de diciembre de 2016

246/ Vivir frente a escribir

Opino que se sobrevalora al escritor en detrimento, cierto, de su obra. Quiero decir: aparece antes el punto sobre la i del hombre que sobre la i del texto. Quiero decir más: el individuo prefigura una literatura (la parida por su pluma) y no al revés. Yo creo que el hecho literario no requiere la presencia ni la interferencia del bípedo implume (Platón dixit). De algún modo la literatura preexiste a la aparición del varón y de la hembra sobre la Tierra. La obra de Cervantes no requiere al individuo Cervantes para ser (o llegar a ser) lo que es. Un hecho irrefutable lo justifica: todo cuanto escribió “el manco de Lepanto" ya lo había escrito otro. Se me podrá objetar: ¿y quién "acarrea" con la identidad del primer Otro? Acepto la objeción. Me encojo de hombros. Y enuncio: descreo de la literatura autobiográfica. Aquellos que para escribir necesitan haber vivido antes son, a mi juicio, menos escritores que vividores. "Valiosísima" obra han podido llegar a fabricar. O acabar convertidos en conspicuos genios de las letras. Casos célebres abundan por doquier. Pero nadie me quitará del caletre que viven más que escriben y que eso aporta entidad al arte y también resta. ¿El qué?: tiempo para escribir. Me alineo con quienes para ejecutar tal empresa solo precisan imaginar. Deshecho la idea de que toda imaginación es un cúmulo de experiencias frustradas o un ejercicio memorístico (¿y funcional?). Que la imaginación tiene base empírica. Que solo los vivos imaginan... Valéry dejó escrito: “La historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor”. De este modo sobra hasta la imaginación. Quedaría la literatura en esencia.  

domingo, 25 de diciembre de 2016

245/ Avanzadilla en la guerra de los dones

Otro hito de mi lectura de Diario de Irak: “(…) llegamos a la antesala del embajador. Quince minutos después compareció un amable coronel, adjunto militar del procónsul, que nos preguntó si veníamos a cubrir la entrevista que el embajador Bremer tendría con el premio Nobel. ¿Se había inventado el espléndido Miguel Moro Aguilar, encargado de la Embajada de España, que me gestionó esta cita, semejante credencial para que Bremer no pudiera decir no? Cuando expliqué al decepcionado coronel que no había ningún premio Nobel a la vista y que la cita era, apenas, con un novelista del Perú, aquél murmuró, con desmayado humor: `Si usted le cuenta toda esta confusión al embajador, me despide´” (Mario Vargas Llosa. 2003. Diario de Irak. Págs., 103-104. Madrid: Alfaguara).
     ¿Se jactaría de adivino el tal Miguel Moro Aguilar? Siete años después del embuste le otorgarían el Nobel de Literatura a Marito. Parece, éste, sorprendido por la coladura. ¿No se veía capaz de ganar tan laureado galardón? Pregunto: ¿sabe un genio que lo es? ¿Tiene un (por decirlo al modo sport) crack idea de que es precisamente eso y no otra cosa? La duda me corroe. ¿Y el feo? ¿Y el tóxico? ¿Lo saben? ¿Lo sabemos?… Lo contrario (la afabilidad. La hermosura. La mediocridad) peca de soberbia. Y no se paran mientes en ello. Cuando el mediocre sabe que lo es, al par, es tildado de humilde. Cuando el feo sabe que lo es, al par, es tildado de gracioso. Cuando el tóxico sabe que lo es, al par, no es tildado de nada distinto de raro. Tres cualidades benignas. Lo otro (la excelencia a la vanguardia) acapara una multitudinaria ojeriza. No se soporta al mejor. Al que todo lo ejecuta bien. Al que destaca por sobre el resto. Ése merece dar de bruces con la arena del foso de los leones: ser devorado por ellos. Ése no merece siquiera vivir.
     Mal vamos. Peor, si ofrecemos el espinazo a la sublimidad. El crack hace veces de modelo. No hay que temerle. No es un monstruo. Tal vez por esta idea sesgada que de él (o de ella) nos forjamos nunca llegue a saber lo que es: excelso inimitable e imitado (por muchos). O: avanzadilla en la guerra de los dones.
     Los mediocres somos responsables del sufrimiento de los elevados. Alguien dijo: “sólo el mediocre puede progresar”. Ése era de los nuestros. Un resentido. Por mucho que progresemos, la mediocridad no se cura, se abate de por vida sobre el mediocre. El excelso no requiere progresar. No. Porque él (o ella) encarna el progreso: una unidad. Y es sabido que si la unidad se divide (por ejemplo: en dos partes) se altera su esencia. Ya no sería lo mismo. No. El excelso es refractario al progreso. Vive en la cima. No así nosotros: que lo hacemos en la base. Legión son los de nuestro linaje… Naturaleza (la mediocridad) que no es, a priori, mala. Tampoco buena. Es lo que es. Y punto. De ahí a encelarse… Yo grito a voz en cuello: ¡Viva la excelencia! En Música: Mozart. En Literatura: Borges. En Pintura: Velázquez. En Cine: Fellini. Sin ella yo sería más mediocre de lo que ya soy. Por eso la vitoreo.          

jueves, 22 de diciembre de 2016

244/ Granada mía

Por la busca arbitraria de un libro a que poder aferrarme tras la lectura de El Aleph (el volumen de cuentos. No El cuento) arribo a Diario de Irak. Autor: Marito. Aquí leo: “A pesar de no saber árabe, yo entiendo todo lo que oigo a mi alrededor gracias al traductor de lujo que tengo: el Dr. Bassam Y. Rashid. Es profesor de la Universidad de Bagdad y dirigió en un tiempo el Departamento de Español, que tiene más de 800 alumnos. Se doctoró en La Universidad de Granada, con una edición crítica de un tratado de Astrología de Enrique de Villena, que le tomó siete años de trabajo erudito y feliz. Allí nació su hijo Ahmed, quien vive todavía soñando con su infancia granadina como otros sueñan con el paraíso” (Mario Vargas Llosa. 2003. Diario de Irak. Págs., 33-34. Madrid: Alfaguara).
     El subrayado es mío. 
     Firmemente me he identificado con Ahmed. También yo vivo soñando con mi infancia granadina como otros sueñan con el paraíso. Conjeturando que otros sueñen con el paraíso. Lo cual no es claro. Sí lo es que vivo, impertérrito, en la adulancia. Adulancia: estado intelectivo y sensible que participa de los rasgos característicos de la adultez y de la infancia (al par) de un individuo. A Granada fui, de Granada vine, a Granada vuelvo. Siempre. A su espléndida luz. A su (cada vez más) achicada Vega. A sus “tísicos” chopos. A su simbólico Genil. A su portentosa Sierra Nevada. A su onírica Alhambra. O mejor: a su onírica e inmortal Rosagralhambra. Rosagralhambra: amalgama de tres recuerdos en mi memoria (Rosalinda: mi primer amor. Granada: mi inspiración perpetua. Alhambra: la maravilla de las maravillas). El navío de mi vida echó anclas en el puerto de Boabdil...
     Yo no fui a la Universidad de Granada. Sí a la de Sevilla. Y yo fui a la escuela en Granada. No en Sevilla. La escuela (¿quien lo duda?) enseña a vivir. Reitero: mi vida subsistió en Granada. Y no en Sevilla. En Sevilla, hoy, prosigue. En Granada, ayer, explosionó (e implosionó): ¡salpicó todo de felicidad!
     Cada vez que regreso a Granada lo hago al (con mayúscula) Paraíso. Escribió Garcilaso (Égloga III): “En el silencio solo se escuchaba/un susurro de abejas que sonaba”. Lo parafraseo así: En Granada solo se escuchaba un susurro de vidas (las de los míos y la mía) que sonaba. Que sonaba por toda la eternidad.                    

jueves, 15 de diciembre de 2016

243/ ¿Una extravagancia?

Tengo la manía de apuntar la fecha de finalización de lectura de libros. No así de revistas ni de periódicos. Leí El Aleph (Borges. 1949. Revisión de 1974) el 27 del 9 de 2004. Lo releo el 13 del 12 de 2016. Doce años median entre la lectura y la re-lectura. Da vértigo pensarlo: ¡doce años! O: ciento cuarenta y cuatro meses. O: cuatro mil trescientos veinte días (el cálculo es inexacto: hay meses que constan de 30 días y otros de 31 y otro de 28, 29, caso de ser año bisiesto). O: ciento tres mil seiscientas ochenta horas. En ese cómputo de horas y días y meses cabe una vida. Pregunto: ¿cómo pueden unas páginas (esenciales) permanecer tanto tiempo sin ser releídas? Máxime cuando el volumen de que forman parte no permanece oculto. Más al contrario: perfectamente lo diviso desde mi silla de trabajo. Para mayor inri: su autor es primordial para mí. He (sin hache) ojeado el cuento de marras decenas de veces. Solo lo he leído, de pe a pa, las dos mentadas.
     Creo haber descubierto la causa del dislate: el horror que me produce no hallar en unas páginas el asombro que me produjeron cuando las descifré por vez primera. No me perdonaría (créanme) algo así. Tampoco a la historia. Hay infinidad de libros que no releo por esta cuestión. Quien lee, sabe de qué hablo, y se lo puede imaginar quien no. Un desengaño de ese calibre es intolerable. Si he cometido “delito de excepción” con El Aleph ha sido porque me he embarcado en una apasionante aventura psíquica: re-descifrar los veintitantos títulos del bonaerense que reposan en las baldas de mis estanterías en tanto preparo oposiciones.
     Ignoro si seré o no capaz de ejecutar tal proyecto. Otros títulos de otros autores me llaman con sus cantos de sirena. Hoy he picado. No diré el autor ni el título: ya daré cuenta de ello. No picar era imposible. Quedarse con la orografía de un planeta, desechando el remanente y la suya, es obviar el universo. Aunque entre unos y otros haya (a veces en demasía) alguna convergencia y muchas similitudes. La repetición prima sobre el ángulo de visión estrecha. O tanto monta: abrir los ojos y ver algo semejante a lo conocido sobre no abrirlos (o cerrarlos) y no ver nada.                  

lunes, 12 de diciembre de 2016

242/ Berrinche lector

La tarde-noche es propicia a la búsqueda de historias. Unas devendrán realistas y otras fantásticas. No importa. Respiro bien en ambas latitudes. Cuando refiero “de historias” estoy queriendo significar: de lecturas (y no de escrituras) variopintas. Juzgo necesaria la apostilla: a escribir me dispongo ahora: ya desmayada la tarde noche y erguida la noche a secas. Son las 19:00 p.m. Es el otoño. He hallado cuatro o cinco. Todas ambientadas en siglos pretéritos. Todas protagonizadas por personajes ilustres de siglos pretéritos. Todas colmadas de belleza. Lo que no hay hoy. Hoy las historias carecen de esos atributos (belleza, ilustración, inactualidad). Son (suelen ser) actuales y triviales y feas. Son (suelen ser) decadentes. Son (pero serán mañana y al otro y al otro) post-modernas. En consecuencia: no las busco. Tampoco las rememoro (una vez leídas por casualidad. Que no causalidad. Sí, tal vez, causualidad). A veces me distraen. Las baldas de mis estanterías acaparan muchas historias así. Yo las miro: entre ellas y yo se yergue la indiferencia. Si alguna vez las frecuento no me solazo. Más me enojo. No puedo entender cómo siguen ahí. Algunas se jactan de reputadas: han recibido algún premio (no siempre trivial). En ocasiones su nombradía (la del premio y la de la obra que lo justifica o viceversa) es absoluta. Rompen aplausos por doquier. Se ciernen felicitaciones sobre el autor o autora. Los periódicos la airean en primera plana. Los informativos se hacen eco del prodigio. Algún presentador de algún programa de libros la da a conocer. Advirtiendo (o no): “se trata de la ópera prima de mengano o de zutano”. El espectador ignora si lo oído es un piropo o un insulto.
      Toda historia deficiente está afectada de contemporaneidad: su padre (o su madre) vive. Las “huérfanas” (de altos vuelos literarios) son obviadas: no engrosan la lista de las más vendidas. Nadie (a excepción de cuatro Colones trasnochados) las descubre. Se convierten en pasto del olvido (y pocos son los desmemoriados…).      

jueves, 8 de diciembre de 2016

241/ De la respiración

Tres días atrás leí lo que sigue: 
     “Existe un conjunto de conocimientos vinculados a disciplinas tradicionalmente desconocidas, pero de las cuales se habla [con asiduidad]. Entre éstas, la que ha recibido mayor atención ha sido el Yoga.
     Aunque no hay una definición oficial de Yoga, todos saben algo al respecto, y muchos creen tener opinión formada. La [mayoría] relaciona el Yoga con formas de gimnasia que él [o ella] o personas conocidas han practicado alguna vez. Para otros, se trata de una especie de `arte de respirar´, venido del Oriente. Para otros, en fin, el Yoga se refiere a desarrollos espirituales muy parecidos a la tradicional `santidad´ de los cristianos, [por lo que] asocian al Yoga con prácticas de devoción y ascetismo” (José Álvarez López. Avances en Yoga. Pág., 129. 2004. Barcelona: Morales i Torres Editores, S.L.). 
     Nota: lo abrazado por los corchetes es de mi cosecha. Discúlpeme el autor: errores de estilo no tienen (ni tendrán nunca) cabida en esta bitácora.
     Me interesa sobremanera el “arte de respirar”. Practico la meditación: sin adoptar posturas estrambóticas. Más al contrario: cómodamente sentado en mi silla de trabajo. Y con el zumbido metálico del calefactor de fondo. Lo cual deviene disturbador (nadie sabe cómo...). Prefiero el ruido de aspas al frío feroz en pecho y pies. 
     Ignoraba que practico Yoga. A mi juicio lo practicado por mí no era sino un mero simulacro de meditación. Creo que la respiración "de asceta hindú" es un arte. Todo arte se nutre de una o de varias técnicas. Lo demás es voluntad (es instinto). Lo demás carece de importancia. El abdomen se infla y desinfla como un globo de látex al insuflarle aire, la mente en calma, convirtiéndose el aire en foco del pensamiento. Un inflado y un desinflado abdominal tras otro casi logran la vaciedad intelectual. He dicho casi: el zumbido del calefactor no se extingue. Sigue erre que erre: metálica y molestosa ventilación...
     Respirar, sí, es un arte. Respirar sin pensar o pensando solo en respirar (en la respiración). Pensares se cruzan por la mente del meditador. Pensares honestos y deshonestos. Crueles e inocentes. Burdos y refinados. Todos inquebrantables y, al par, impertinentes. Éstos interfieren la práctica. Éstos arañan la mente que no se calma. El arte de respirar quizá radique en no pensar uno que está respirando. Quizá, también, en el sueño. Afinando algo más: en la fase R.E.M. del sueño.