lunes, 27 de febrero de 2017

254/ "Confesiones" (de Thomas De Quincey)

La costumbre de retrotraerse, un escritor, al pasado no fue ajena a Thomas de Quincey. La cursó y amparó en una buscada (¿y anhelada?) heroicidad individual sin cuyo concurso poco o nada sugeriría al lector la primera parte de la introducción de sus Confesiones de un comedor de opio inglés. Concretamente se retrotrajo tres centurias (a la hora inhumana en que un tal Lázaro de Tormes justifica, en el siglo XVI, sus Confesiones). Léase lo que sigue para corroborarlo: “Baste decir, al menos por el momento, que mi único sustento fueron unos pocos pedazos de pan de la mesa del desayuno de una persona (que me imaginaba enfermo, pero que no sabía hasta dónde llegaba mi necesidad), y ello a intervalos irregulares. Durante la primera parte de mis sufrimientos (es decir, habitualmente en Gales, y de manera constante durante mis dos primeros meses en Londres) estuve sin casa, y rara vez dormía bajo un techo. Atribuyo sobre todo al encontrarme constantemente al aire libre el no haber sucumbido a mis tormentos. Posteriormente, sin embargo, cuando hizo más frío y el tiempo fue más inclemente, y cuando, por la duración de mis sufrimientos, comenzaba ya a languidecer, tuve la suerte de que la misma persona a cuya mesa del desayuno tenía acceso me permitiera dormir en una gran casa desocupada de la que él era inquilino”. Lo entrecomillado se encastilla en la página 29 de la obra aludida. Sello: Santillana. Categoría: Taurus (Grandes Ideas). 
     He escrito “Lázaro”. Podía haber escrito: Guzmán de Alfarache. O: Pablos. O: Estebanillo González. Válgame subrayar: cualquier experto en pasar gazuza a la intemperie. Cualquier pícaro. Hay temas que un género se atribuye y otros que encajan en todos los géneros. El hambre es novelística y es pícara. Como el humor. La sangre es novelística y es negra y/o policiaca. Como la ceguera y la sordera. La rosa es poética y es (cómo si no) lírica. El sueño es cuentista y es fantástico… Thomas de Quincey, mil setecientos ochenta y cinco (Mánchester) y mil ochocientos cincuenta y nueve (Edimburgo), narra los prolegómenos de sus Confesiones como si se tratase de un cuento. Más una pesadilla. No tanto un ensayo. Thomas de Quincey (el hombre Thomas de Quincey) permanece ausente a lo largo de ese introito. El presente (por actuante) es el escritor Thomas de Quincey. Un hombre no analiza tanto. No de manera tan detallada. Su reflejo, su otro yo, sí. El estilo de Thomas De Quincey es analítico hasta el gozo.       

martes, 21 de febrero de 2017

253/ Dos polos poéticos

No me resigno a no airear en esta bitácora el prólogo que Borges escribió para La Cifra (1981). Un poemario, éste, acaso inaudito en la obra del bonaerense. He aquí el breve texto:
     “El ejercicio de la literatura puede enseñarnos a eludir equivocaciones, no a merecer hallazgos. Nos revela nuestras imposibilidades, nuestros severos limites. Al cabo de los años, he comprendido que me está vedado ensayar la cadencia mágica, la curiosa metáfora, la interjección, la obra sabiamente gobernada o de largo aliento. Mi suerte es lo que suele denominarse <>. La palabra es casi un oxímoron; el intelecto (la vigilia) piensa por medio de abstracciones, la poesía (el sueño), por medio de imágenes, de mitos o de fábulas. La poesía intelectual debe entretejer gratamente esos dos procesos. Así lo hace Platón en sus diálogos; así lo hace también Francis Bacon en su enumeración de los ídolos de la tribu, del mercado, de la caverna y del teatro. El maestro del género es, en mi opinión, Emerson; también lo han ensayado, con diversa felicidad, Browning y Frost, Unamuno y, me aseguran, Paul Valéry.
     Admirable ejemplo de una poesía puramente verbal es la siguiente estrofa de Jaimes Freyre.

     Peregrina paloma imaginaria
que enardeces los últimos amores;
alma de luz, de música y de flores,
peregrina paloma imaginaria.
     
No quiere decir nada y a la manera de la música dice todo. 
     Ejemplo de poesía intelectual es aquella silva de Luis de León, que Poe sabía de memoria:

Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al Cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanza, de recelo.

     No hay una sola imagen. No hay una sola hermosa palabra, con la excepción dudosa de testigo, que no sea una abstracción. 
     Estas páginas buscan, no sin incertidumbre, una vía media”.
     Borges firma el prólogo transcripto el 29 de abril de 1981.
     Infinidad de veces me he formulado la misma pregunta. ¿Cabe una percepción (por decirlo de algún modo) bipolar de la poesía? ¿Es, ésta, vigilante o es onírica? ¿La que cursa ideas o la que sensaciones? Luego existe esa vía media de que habla el maestro: las ideas salpicadas de música. O: la música salpicada de ideas. Pienso, ahora, en Federico y en Juan Ramón. El de Fuente Vaqueros prodigó versos más sensitivos que intelectuales. El de Moguer, quizá, defina a la perfección al poeta que opta por la vía media. Pienso en Rosalía de Castro (igualmente paradigma de ese camino de en medio...). ¿Y no hay otro? ¿O se es sensitivo, o se es intelectual, o se es un híbrido de ambas tendencias? Borges escribe en el curso de su prólogo (en referencia a una estrofa rescatada por él) una frase contundente: “No quiere decir nada y a la manera de la música dice todo”. Yo juzgo terrorífico escribir un poema que no dice nada. Que solo es música. Que solo es un mero juego. Yo juzgo erróneo hacer una música que abraza algo más que melodía y armonía… 
     Concluyo: son legión los poetas que no toman conciencia de que la poesía no es solo una pirueta verbal. Sino mucho más. La poesía da voz a las empresas inefables. Una es: verbalizar lo que no se puede (o cuesta mucho) verbalizar. Pero no tanto desde el juego cuanto desde la necesidad (ineludible) del poeta de verbalizarlo.
     Esta es, equivocada o no, mi tesis.  

martes, 14 de febrero de 2017

252/ Del arte combinatorio

Hoy he leído algo acerca del arte combinatorio aplicado a la literatura. Sin rebozo: creo que ese mar tiene dos orillas, la de los artífices de la novela histórica, y la de los post-modernos. Más afines al arte del azar me parecen los segundos. Yo he militado en sus filas (y me duelo y me sonrojo y me arrepiento). Tampoco sobraban opciones. Tal hoy. Si doy la espantada de ese macro-grupo, ¿a dónde voy?, y si no fuera así: ¿dónde me sitúo? Queda el otro: el de quienes literaturizan la historia. Reniegan del azar. La conclusión es clara: aburren. Coleccionan parabienes. Halagos. Premios. Aburren. Juzgo el arte combinatorio literario menos perjudicial para el espíritu que la novela histórica. Por una vez (y que no valga de precedente) me alineo con los post-modernos. Yo quiero combatir su técnica poética y su narrativa. Pero no quiero aburrir. ¿Cómo lo hago? Acaso debiera reconvertirme en un lector puro (aquel que no está contaminado de escritura). Olvidar mi faceta de escritor impuro (aquel que, felizmente, está infectado de lecturas). ¿Qué soy antes: escritor o lector? Pregunta errónea. La válida es: ¿qué soy más? Yo no estoy orgulloso de los libros que he leído. Esto es por una sencilla razón: porque tampoco lo estoy de los que he escrito. Porque estar orgulloso de algo es una pamplina. Destino no es carácter. Alguien (o algo) maneja los hilos. ¿A qué estar orgulloso de nada? Al final va a resultar que el arte combinatorio literario es el único existente. ¿Seremos todos post-modernos?     

miércoles, 8 de febrero de 2017

251/ Fascinado soy, luego divago

Epicuro otorgaba gran importancia a la amistad. Yo (con él) divago sobre el placer. Arribo a una conclusión inamovible: amistarse es placentero. Tras la amistad, a menudo, aguarda la decepción. Pregunto: ¿nos decepciona el amigo o las expectativas que en él depositamos? Un amigo es una motivación y decepción hecha carne. Mi amigo (y esto es lo crucial) es yo. Yo (y esto no es menos crucial) soy mi amigo. No refiero, con ello, una suerte de narcisismo. Nada más lejos de mi intencionalidad. Quiero decir: un hombre es todos los hombres. El amigo decepciona. Yo también. El amigo motiva. Yo también. El amigo sufre. Yo también. El amigo goza. Yo también. Obviamente los mecanismos que, en tales circunstancias (de gozo. De sufrimiento. De motivación. De decepción), se activan en él y en mí son exactamente los mismos. Él y yo encastillamos células y átomos. Él y yo encastillamos descargas cerebrales. Él y yo encastillamos linfa. La tontada radica en no ver (o en creer que no vemos) por sus ojos. Y sí (de un modo exclusivo) por los nuestros. Nadie se figure una vida sin amigos. ¡Falacia total! ¡Bobería insuperable! ¡Soberbia mezquina! Solo la muerte materializa esa figuración: al desaparecer yo, desaparece mi amigo, que también nace cuando yo nazco. Concluyo (para mí). A): dolerme de la decepción ocasionada por la acción u omisión de mi amigo es del todo absurdo. B): dedicarle a mi amigo más atención que a mí mismo es del todo absurdo y de todo punto imposible. C): querer creer que mi amigo me estima más que a sí mismo es del todo absurdo y del todo imposible. No hay la amistad ideal. Ésta es llevarse bien uno consigo mismo. No agredirse. No violentarse. No racionarse felicidad. El corolario es fácil: somos nuestro amigo.
   A modo de escolio: quien dice “amigo”, dice “amiga”…        

lunes, 6 de febrero de 2017

250/ Una miaja de honestidad

Juan Ramón dejó escrito: “Lo que más indigna al charlatán es alguien silencioso y digno”. Estoy de acuerdo. El silencio indigna al charlatán porque éste es dignidad y aquél es indigno. Quienes peroramos, escribimos y aireamos, “charloteamos” asiduamente. Indigno: Que no tiene mérito ni disposición para algo. Su reverso deviene más escueto. Digno: Merecedor de algo. El cultivador de silencio merece, entre otras cosas, paz. Indignar: Irritar o enfadar vehementemente a alguien. La clave está en el adverbio. Ahora arriba lo peor. Charlatán: Que habla mucho y sin sustancia. ¿Algún escritor se siente aludido? Corrijo lo enunciado más arriba así: todo el que escribe no charlotea. La diferencia es válida. Salvaguardar al escritor (en general) de la mácula de la charlatanería lo juzgo una insensatez. 
     Seamos honestos. Los escritores (poetas inclusive) nos prodigamos en boberías. El quid está en ejecutarlas con gracia. Y no caer en la pavada. La pavada un punto graciosa pasa. La malaje queda, entretiene, irrita. Nada hay peor que una pavada sosa e/o insustancial. Existe una excepción: la que pronuncian los filósofos. He dicho: filósofos. No he dicho: seudo-filósofos. Algo "trascendente" hay en la filosofía que impide tomar sus dictámenes a chacota. Novelistas y poetas (aficionados o no). Comentadores y oradores (aficionados o no). Blogueros y demás ralea de eruditos a la violeta (aficionados o no)... Todos “charlotean”. Mejor: todos “charloteamos”. ¿Qué haces tú, querido lector, leyéndome? No lo hagas. Lee a los crack. Lee, ante todo, libros. No leas ningún blog.