sábado, 31 de diciembre de 2016

246/ Vivir frente a escribir

Opino que se sobrevalora al escritor en detrimento, cierto, de su obra. Quiero decir: aparece antes el punto sobre la i del hombre que sobre la i del texto. Quiero decir más: el individuo prefigura una literatura (la parida por su pluma) y no al revés. Yo creo que el hecho literario no requiere la presencia ni la interferencia del bípedo implume (Platón dixit). De algún modo la literatura preexiste a la aparición del varón y de la hembra sobre la Tierra. La obra de Cervantes no requiere al individuo Cervantes para ser (o llegar a ser) lo que es. Un hecho irrefutable lo justifica: todo cuanto escribió “el manco de Lepanto" ya lo había escrito otro. Se me podrá objetar: ¿y quién "acarrea" con la identidad del primer Otro? Acepto la objeción. Me encojo de hombros. Y enuncio: descreo de la literatura autobiográfica. Aquellos que para escribir necesitan haber vivido antes son, a mi juicio, menos escritores que vividores. "Valiosísima" obra han podido llegar a fabricar. O acabar convertidos en conspicuos genios de las letras. Casos célebres abundan por doquier. Pero nadie me quitará del caletre que viven más que escriben y que eso aporta entidad al arte y también resta. ¿El qué?: tiempo para escribir. Me alineo con quienes para ejecutar tal empresa solo precisan imaginar. Deshecho la idea de que toda imaginación es un cúmulo de experiencias frustradas o un ejercicio memorístico (¿y funcional?). Que la imaginación tiene base empírica. Que solo los vivos imaginan... Valéry dejó escrito: “La historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor”. De este modo sobra hasta la imaginación. Quedaría la literatura en esencia.  

domingo, 25 de diciembre de 2016

245/ Avanzadilla en la guerra de los dones

Otro hito de mi lectura de Diario de Irak: “(…) llegamos a la antesala del embajador. Quince minutos después compareció un amable coronel, adjunto militar del procónsul, que nos preguntó si veníamos a cubrir la entrevista que el embajador Bremer tendría con el premio Nobel. ¿Se había inventado el espléndido Miguel Moro Aguilar, encargado de la Embajada de España, que me gestionó esta cita, semejante credencial para que Bremer no pudiera decir no? Cuando expliqué al decepcionado coronel que no había ningún premio Nobel a la vista y que la cita era, apenas, con un novelista del Perú, aquél murmuró, con desmayado humor: `Si usted le cuenta toda esta confusión al embajador, me despide´” (Mario Vargas Llosa. 2003. Diario de Irak. Págs., 103-104. Madrid: Alfaguara).
     ¿Se jactaría de adivino el tal Miguel Moro Aguilar? Siete años después del embuste le otorgarían el Nobel de Literatura a Marito. Parece, éste, sorprendido por la coladura. ¿No se veía capaz de ganar tan laureado galardón? Pregunto: ¿sabe un genio que lo es? ¿Tiene un (por decirlo al modo sport) crack idea de que es precisamente eso y no otra cosa? La duda me corroe. ¿Y el feo? ¿Y el tóxico? ¿Lo saben? ¿Lo sabemos?… Lo contrario (la afabilidad. La hermosura. La mediocridad) peca de soberbia. Y no se paran mientes en ello. Cuando el mediocre sabe que lo es, al par, es tildado de humilde. Cuando el feo sabe que lo es, al par, es tildado de gracioso. Cuando el tóxico sabe que lo es, al par, no es tildado de nada distinto de raro. Tres cualidades benignas. Lo otro (la excelencia a la vanguardia) acapara una multitudinaria ojeriza. No se soporta al mejor. Al que todo lo ejecuta bien. Al que destaca por sobre el resto. Ése merece dar de bruces con la arena del foso de los leones: ser devorado por ellos. Ése no merece siquiera vivir.
     Mal vamos. Peor, si ofrecemos el espinazo a la sublimidad. El crack hace veces de modelo. No hay que temerle. No es un monstruo. Tal vez por esta idea sesgada que de él (o de ella) nos forjamos nunca llegue a saber lo que es: excelso inimitable e imitado (por muchos). O: avanzadilla en la guerra de los dones.
     Los mediocres somos responsables del sufrimiento de los elevados. Alguien dijo: “sólo el mediocre puede progresar”. Ése era de los nuestros. Un resentido. Por mucho que progresemos, la mediocridad no se cura, se abate de por vida sobre el mediocre. El excelso no requiere progresar. No. Porque él (o ella) encarna el progreso: una unidad. Y es sabido que si la unidad se divide (por ejemplo: en dos partes) se altera su esencia. Ya no sería lo mismo. No. El excelso es refractario al progreso. Vive en la cima. No así nosotros: que lo hacemos en la base. Legión son los de nuestro linaje… Naturaleza (la mediocridad) que no es, a priori, mala. Tampoco buena. Es lo que es. Y punto. De ahí a encelarse… Yo grito a voz en cuello: ¡Viva la excelencia! En Música: Mozart. En Literatura: Borges. En Pintura: Velázquez. En Cine: Fellini. Sin ella yo sería más mediocre de lo que ya soy. Por eso la vitoreo.          

jueves, 22 de diciembre de 2016

244/ Granada mía

Por la busca arbitraria de un libro a que poder aferrarme tras la lectura de El Aleph (el volumen de cuentos. No El cuento) arribo a Diario de Irak. Autor: Marito. Aquí leo: “A pesar de no saber árabe, yo entiendo todo lo que oigo a mi alrededor gracias al traductor de lujo que tengo: el Dr. Bassam Y. Rashid. Es profesor de la Universidad de Bagdad y dirigió en un tiempo el Departamento de Español, que tiene más de 800 alumnos. Se doctoró en La Universidad de Granada, con una edición crítica de un tratado de Astrología de Enrique de Villena, que le tomó siete años de trabajo erudito y feliz. Allí nació su hijo Ahmed, quien vive todavía soñando con su infancia granadina como otros sueñan con el paraíso” (Mario Vargas Llosa. 2003. Diario de Irak. Págs., 33-34. Madrid: Alfaguara).
     El subrayado es mío. 
     Firmemente me he identificado con Ahmed. También yo vivo soñando con mi infancia granadina como otros sueñan con el paraíso. Conjeturando que otros sueñen con el paraíso. Lo cual no es claro. Sí lo es que vivo, impertérrito, en la adulancia. Adulancia: estado intelectivo y sensible que participa de los rasgos característicos de la adultez y de la infancia (al par) de un individuo. A Granada fui, de Granada vine, a Granada vuelvo. Siempre. A su espléndida luz. A su (cada vez más) achicada Vega. A sus “tísicos” chopos. A su simbólico Genil. A su portentosa Sierra Nevada. A su onírica Alhambra. O mejor: a su onírica e inmortal Rosagralhambra. Rosagralhambra: amalgama de tres recuerdos en mi memoria (Rosalinda: mi primer amor. Granada: mi inspiración perpetua. Alhambra: la maravilla de las maravillas). El navío de mi vida echó anclas en el puerto de Boabdil...
     Yo no fui a la Universidad de Granada. Sí a la de Sevilla. Y yo fui a la escuela en Granada. No en Sevilla. La escuela (¿quien lo duda?) enseña a vivir. Reitero: mi vida subsistió en Granada. Y no en Sevilla. En Sevilla, hoy, prosigue. En Granada, ayer, explosionó (e implosionó): ¡salpicó todo de felicidad!
     Cada vez que regreso a Granada lo hago al (con mayúscula) Paraíso. Escribió Garcilaso (Égloga III): “En el silencio solo se escuchaba/un susurro de abejas que sonaba”. Lo parafraseo así: En Granada solo se escuchaba un susurro de vidas (las de los míos y la mía) que sonaba. Que sonaba por toda la eternidad.                    

jueves, 15 de diciembre de 2016

243/ ¿Una extravagancia?

Tengo la manía de apuntar la fecha de finalización de lectura de libros. No así de revistas ni de periódicos. Leí El Aleph (Borges. 1949. Revisión de 1974) el 27 del 9 de 2004. Lo releo el 13 del 12 de 2016. Doce años median entre la lectura y la re-lectura. Da vértigo pensarlo: ¡doce años! O: ciento cuarenta y cuatro meses. O: cuatro mil trescientos veinte días (el cálculo es inexacto: hay meses que constan de 30 días y otros de 31 y otro de 28, 29, caso de ser año bisiesto). O: ciento tres mil seiscientas ochenta horas. En ese cómputo de horas y días y meses cabe una vida. Pregunto: ¿cómo pueden unas páginas (esenciales) permanecer tanto tiempo sin ser releídas? Máxime cuando el volumen de que forman parte no permanece oculto. Más al contrario: perfectamente lo diviso desde mi silla de trabajo. Para mayor inri: su autor es primordial para mí. He (sin hache) ojeado el cuento de marras decenas de veces. Solo lo he leído, de pe a pa, las dos mentadas.
     Creo haber descubierto la causa del dislate: el horror que me produce no hallar en unas páginas el asombro que me produjeron cuando las descifré por vez primera. No me perdonaría (créanme) algo así. Tampoco a la historia. Hay infinidad de libros que no releo por esta cuestión. Quien lee, sabe de qué hablo, y se lo puede imaginar quien no. Un desengaño de ese calibre es intolerable. Si he cometido “delito de excepción” con El Aleph ha sido porque me he embarcado en una apasionante aventura psíquica: re-descifrar los veintitantos títulos del bonaerense que reposan en las baldas de mis estanterías en tanto preparo oposiciones.
     Ignoro si seré o no capaz de ejecutar tal proyecto. Otros títulos de otros autores me llaman con sus cantos de sirena. Hoy he picado. No diré el autor ni el título: ya daré cuenta de ello. No picar era imposible. Quedarse con la orografía de un planeta, desechando el remanente y la suya, es obviar el universo. Aunque entre unos y otros haya (a veces en demasía) alguna convergencia y muchas similitudes. La repetición prima sobre el ángulo de visión estrecha. O tanto monta: abrir los ojos y ver algo semejante a lo conocido sobre no abrirlos (o cerrarlos) y no ver nada.                  

lunes, 12 de diciembre de 2016

242/ Berrinche lector

La tarde-noche es propicia a la búsqueda de historias. Unas devendrán realistas y otras fantásticas. No importa. Respiro bien en ambas latitudes. Cuando refiero “de historias” estoy queriendo significar: de lecturas (y no de escrituras) variopintas. Juzgo necesaria la apostilla: a escribir me dispongo ahora: ya desmayada la tarde noche y erguida la noche a secas. Son las 19:00 p.m. Es el otoño. He hallado cuatro o cinco. Todas ambientadas en siglos pretéritos. Todas protagonizadas por personajes ilustres de siglos pretéritos. Todas colmadas de belleza. Lo que no hay hoy. Hoy las historias carecen de esos atributos (belleza, ilustración, inactualidad). Son (suelen ser) actuales y triviales y feas. Son (suelen ser) decadentes. Son (pero serán mañana y al otro y al otro) post-modernas. En consecuencia: no las busco. Tampoco las rememoro (una vez leídas por casualidad. Que no causalidad. Sí, tal vez, causualidad). A veces me distraen. Las baldas de mis estanterías acaparan muchas historias así. Yo las miro: entre ellas y yo se yergue la indiferencia. Si alguna vez las frecuento no me solazo. Más me enojo. No puedo entender cómo siguen ahí. Algunas se jactan de reputadas: han recibido algún premio (no siempre trivial). En ocasiones su nombradía (la del premio y la de la obra que lo justifica o viceversa) es absoluta. Rompen aplausos por doquier. Se ciernen felicitaciones sobre el autor o autora. Los periódicos la airean en primera plana. Los informativos se hacen eco del prodigio. Algún presentador de algún programa de libros la da a conocer. Advirtiendo (o no): “se trata de la ópera prima de mengano o de zutano”. El espectador ignora si lo oído es un piropo o un insulto.
      Toda historia deficiente está afectada de contemporaneidad: su padre (o su madre) vive. Las “huérfanas” (de altos vuelos literarios) son obviadas: no engrosan la lista de las más vendidas. Nadie (a excepción de cuatro Colones trasnochados) las descubre. Se convierten en pasto del olvido (y pocos son los desmemoriados…).      

jueves, 8 de diciembre de 2016

241/ De la respiración

Tres días atrás leí lo que sigue: 
     “Existe un conjunto de conocimientos vinculados a disciplinas tradicionalmente desconocidas, pero de las cuales se habla [con asiduidad]. Entre éstas, la que ha recibido mayor atención ha sido el Yoga.
     Aunque no hay una definición oficial de Yoga, todos saben algo al respecto, y muchos creen tener opinión formada. La [mayoría] relaciona el Yoga con formas de gimnasia que él [o ella] o personas conocidas han practicado alguna vez. Para otros, se trata de una especie de `arte de respirar´, venido del Oriente. Para otros, en fin, el Yoga se refiere a desarrollos espirituales muy parecidos a la tradicional `santidad´ de los cristianos, [por lo que] asocian al Yoga con prácticas de devoción y ascetismo” (José Álvarez López. Avances en Yoga. Pág., 129. 2004. Barcelona: Morales i Torres Editores, S.L.). 
     Nota: lo abrazado por los corchetes es de mi cosecha. Discúlpeme el autor: errores de estilo no tienen (ni tendrán nunca) cabida en esta bitácora.
     Me interesa sobremanera el “arte de respirar”. Practico la meditación: sin adoptar posturas estrambóticas. Más al contrario: cómodamente sentado en mi silla de trabajo. Y con el zumbido metálico del calefactor de fondo. Lo cual deviene disturbador (nadie sabe cómo...). Prefiero el ruido de aspas al frío feroz en pecho y pies. 
     Ignoraba que practico Yoga. A mi juicio lo practicado por mí no era sino un mero simulacro de meditación. Creo que la respiración "de asceta hindú" es un arte. Todo arte se nutre de una o de varias técnicas. Lo demás es voluntad (es instinto). Lo demás carece de importancia. El abdomen se infla y desinfla como un globo de látex al insuflarle aire, la mente en calma, convirtiéndose el aire en foco del pensamiento. Un inflado y un desinflado abdominal tras otro casi logran la vaciedad intelectual. He dicho casi: el zumbido del calefactor no se extingue. Sigue erre que erre: metálica y molestosa ventilación...
     Respirar, sí, es un arte. Respirar sin pensar o pensando solo en respirar (en la respiración). Pensares se cruzan por la mente del meditador. Pensares honestos y deshonestos. Crueles e inocentes. Burdos y refinados. Todos inquebrantables y, al par, impertinentes. Éstos interfieren la práctica. Éstos arañan la mente que no se calma. El arte de respirar quizá radique en no pensar uno que está respirando. Quizá, también, en el sueño. Afinando algo más: en la fase R.E.M. del sueño.                             

martes, 22 de noviembre de 2016

240/ Breve vocabulario

Vagando por las páginas putrefactas del DRAE he hallado deslumbrantes tesoros. Un ejemplo: tetragrámaton. Otro: platinoide. Otro: memorándum. Otro: turíbulo. Otro: tusunco. Otro: vivián. Todos ellos forman parte del español. No solo eso: también conforman el cúmulo de tumbas del cementerio en que se ha convertido el diccionario. Un compendio de palabras muertas. Yo no sé si fue Cortázar quien asimiló el libro de los libros (lo es para cualquier escritor) al camposanto. Sea quien fuere, acertó, maquinando el futuro. Qué lástima.
     Nadie mentalmente sano emplea la voz “vivián” (léase: Persona aprovechada). Nadie “tusunco” (léase: Persona que tiene el pelo recortado). Nadie “turíbulo” (léase: Incensario). Nadie “memorándum” (léase: Librito o cuaderno en que se apuntan las cosas de que uno tiene que acordarse). Nadie “platinoide” (léase: Liga de diversos metales para fabricar bobinas eléctricas de gran resistencia).  Nadie “tetragrámaton” (léase: Palabra compuesta de cuatro letras. Además de: Nombre de Dios).
     Ahí están tales términos. ¿Por qué no se emplean? Todos, exceptuando “platinoide”, admiten sinónimos de uso común. La sinonimia no agota las posibilidades del idioma. A fuer de repetición, una palabra, una idea (verdadera o embustera) se convierte en célebre. Y el populacho la usa. Cuestión distinta es el abuso. Éste conduce al error semántico. Al forzamiento ¿vil? del lenguaje (acción vituperable si no se andorrea por tierras literarias). A la literatura le está permitido todo…
     Juan Ramón Jiménez dejó escrito: "Creemos los nombres.// Derivarán los hombres./ Luego, derivarán las cosas./ Y solo quedará el mundo de los nombres,/ letra del amor de los hombres,/ del olor de las rosas".
     El poeta, sin duda, sabía de lo que hablaba. Yo digo: creemos y usemos los nombres. Y lo hago extensivo a las otras palabras.   

martes, 15 de noviembre de 2016

239/ Una reflexión

Juzgo leer poesía actividad inútil. Ojo: he dicho inútil. No innecesaria. Lo innecesario y lo inútil difieren en esencia. Lo primero pasa inadvertido. Lo segundo puede advertirse y también devenir impracticable. Toda inutilidad tiene algo (puede tener algo) de imposibilidad. Lo innecesario imposible (igualmente se allega a esta cualidad) parece una tautología. Lo innecesario posible, un temor o una esperanza. Ésta y aquél casan (como el amor y el odio). Vengan a mí todos los temores e ignórenme todas las esperanzas. 
     Necesito leer poesía. En ello no hallo ninguna utilidad. Tampoco cabe afirmar que, al frecuentarla, pierda el tiempo. No. Más al contrario: lo gano. De ese modo combato la pesadumbre que resulta de reconocer una vida, la mía, (con i) iliteraria. Quisiera haber nacido personaje de cuento. O de novela. O yo poético de cualquier poema de. Aquí me detengo. ¿El nombre de algún poeta regocijado? Mejor diré: yo antipoético.
     Impresiona el deleite del lector de poesía si se contrasta con la inutilidad de su ejercicio. Es la música implícita en todo verso lo que le sublima. Más que la imagen. Más que la idea. Somos entes musicales. Todo nuestro ser produce música. Un chasquido de dedos. Las palmas que entrechocan. El cabello que es atusado. Los párpados al abrirse y cerrarse y desplazar el aire que los oprime. La tos. El carraspeo que precede a la tos. El estornudo. El roce de la ropa (“(…) como ropa/ sin cuerpo que se cae…”: Dulce María Loynaz) con el cuerpo. Sí: impresiona. Por inútil y necesario al par (acaso por habitual).         

martes, 8 de noviembre de 2016

238/ Nadia y Lamiya

Os hablo: Nadia Murad y Lamiya Aji Bashar. Percibí vuestro rostro contradictoriamente endurecido. Contradictoriamente porque sois jóvenes. Y ya no he podido sustraerme a la extemporánea visión: no debía ser de este tiempo. Lo es (lo sé) por una razón primordial: la iniquidad humana. Lo es (lo sé) por una coincidencia de factores malignos: el destino. 
     Os hablo. Ignoro todo sobre vosotras. Si habéis estudiado o trabajado. Si teníais (¿acaso tendréis?) sueños. Si familia. Si amigos. Si novio. Ninguna de esas ignorancias es óbice para que no os sienta cerca. Ninguna impide lo sustancial del ser humano. Ya lo dijeron Platón y Descartes: homo est anima utens corpore.  
     El pensamiento es libre. También, el sentimiento. Éste no requiere ser explicado. Como la literatura (ay de la que trate de explicarse), hace y dice cuanto quiere decir y hacer, sin rendir cuentas ante nadie. Ni ante nada.
     Os hablo. Y os siento y os digo: os prodigaría abrazos y besos sin parangón. Daros por besadas y abrazadas. Un desconocido os ama sin doblez ni mal fondo: con corazón. Merecéis paz. Merecéis concordia. Y todos los premios del mundo. Y homenajes. Y tributos. Y conciliábulos benignos. Y parabienes. En resolución: buen azar.
     Os hablo. Esta bitácora os habla. Que el mundo os escuche. 

miércoles, 2 de noviembre de 2016

237/ Aphra: la inglesa lucida y olvidada

Una mujer destrozadora de barreras culturales. Bien habría podido añadírsele al sustantivo “mujer” el siguiente complemento: “por venir”. Se ganó la vida con la escritura. Lo hizo cuando ninguna de su género lograba siquiera imaginar tal empresa. Fue modélica. Porque las otras generaciones de escritoras escoltaron sus pasos. Fue dramaturga, poetisa, traductora. Porque no sabía (conjeturo) desempeñar otros trabajos. Refiero: Aphra Behn. Nació en 1640, en Londres, y falleció (también en Londres) en 1689. ¿Quién la invoca hoy? Nadie. ¿Quién refiere sus versos hoy? Nadie. ¿Quién se inspira en ella (en su obra) hoy? Nadie. Todos leemos otras insignificancias. Más exactamente: Literatura post-moderna. Cuentos y poemas banales. Una frase por acá. Un versito por allá. Y en medio: mucho juego. Palabras que se entretejen para, luego, soltarse. O caerse de la memoria. Se desvanece su rastro, dejando humo, heredando polvo...  
     Amigos post-modernos: ¿no os cansáis de hacer el ganso? Leed a Juan Ramón. A Federico. A Poe. A Baudelaire. A Kafka. Observaréis que su quehacer no estaba demasiado alejado del vuestro... Ellos no ganseaban. Al contrario: se acogían al ardor y rigor a la hora de cincelar (de esculpir) un texto. Uno solo de sus versos (o de sus frases) bastaría para ensombrecer toda vuestra obra. Hacedme caso. Prestadme oído: leedlos. No os arrepentiréis. Aprenderéis a escribir. ¿Y quién rehúsa esto?          

martes, 25 de octubre de 2016

236/ Una estulticia

Consígala el que la persiga: lema terapéutico. No hay más que aferrarse a la idea de insistir para acabar logrando lo pretendido. Parece herrumbrada (digo: la idea) por el uso. Todo lo que se propaga y envilece implementándose según los vicios del populacho se apoca y se inhibe. Se desvirtúa. ¿Y no sucede así con el arte de la canción? Los lumbreras de la academia sueca han concedido el Nobel de Literatura a Bob Dylan. Quien, a pesar de los vientos (¿de las brisas?) favorables, no ha escrito nada elevado nunca. O eso y lo que viene más abajo sostienen muchos (aquéllos a quienes yo sigo). Sus letras se propalaron y fueron masticadas y tragadas por la dentada y el tragadero respectivamente de la masa enardecida de ilusorio asombro y se operó el milagro. Desapruebo (con aquéllos) la decisión de los estultos académicos y les aconsejo que se vayan a casa y dejen vacante su puesto con miras a ser ocupado por otras criaturas versadas en juzgar con rectitud técnica y enjundia estética y hondura filosófica el arte de crear con la palabra. Si don Benito Pérez Galdós (pongamos por caso) levantara la cabeza, tomaría ácido acetilsalicílico, aguardaría un instante el ausente efecto del analgésico y regresaría frustrado e irritado a la sombra. 

miércoles, 12 de octubre de 2016

235/ El espejo de Borges

Pongo aquí unas líneas aclaratorias de la significación del espejo en la obra de Borges. Son escasamente ocho pero, creo, suficientes para entender el símbolo. Me corrijo: para vivir el símbolo. La metafísica es arduo trabajo mental. Nunca hay nada esclarecido. Todo parece desvanecerse en una pura ensoñación pasajera y volátil. Todo, menos la codicia de la aprehensión intelectual. La cual no ceja en su empeño de acaparar la realidad circundante sea cual sea. El humo no es ajeno a su circunscripción. 
     Estas son las líneas a que aludo: 
     “ (…) En lo atañente a negar la existencia autónoma de las cosas visibles y palpables, fácil es avenirse a ello pensando: La Realidad es como esa imagen nuestra que surge en todos los espejos, simulacro que por nosotros existe, que con nosotros viene, gesticula y se va, pero en cuya busca basta ir, para dar siempre con él” (Jorge Luis Borges. Inquisiciones. Alianza Editorial. Madrid, 2007. Pág., 130).
     Espero (más deseo) que este post resulte útil a algún lector del bonaerense.  

viernes, 30 de septiembre de 2016

234/ Un patio

Ministrar una pincelada sobre Fervor de Buenos Aires (Jorge Luis Borges. 1923. Y 1969: efeméride de la última corrección) es lo que me propongo ahora. El maestro dedica el poemario “a quien leyere”. Y más abajo: “Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios y yo su redactor”. El subrayado es mío. 
     ¿Ejercicios? Pues yo juzgo felices los versos que conforman el "ejercicio" intitulado “Un patio”. 
     Son estos:  

     UN PATIO

     Con la tarde
     se cansaron los dos o tres colores del patio.
     Esta noche, la luna, el claro círculo,
     no domina su espacio.
     Patio, cielo encauzado.
     El patio es el declive
     por el cual se derrama el cielo en la casa.
     Serena, 
     la eternidad espera en la encrucijada de                                                                              estrellas.
     Grato es vivir en la amistad oscura
     de un zaguán, de una parra y de un aljibe.
     ¿El universo que colma el mundo en que radica el patio de la casa en que mora el poeta Borges? Respuesta sencilla: Buenos Aires. Nadie se equivoque. Tiempo y espacio hispanos y americanos al par. También vida. Y muerte. Pero eso será en otras entregas de ejercicios...
     Sí. La poesía era esto.  

miércoles, 31 de agosto de 2016

233/ Coincidencias

“Nos sentamos y estuvimos conversando cerca de dos horas. Le conté toda mi vida, no la pasada sino la que tendríamos en el futuro, cuando viviera en París y fuera escritor. Le dije que quería escribir desde que había leído por primera vez a Alejandro Dumas, y que, desde entonces, soñaba con viajar a Francia y vivir en una buhardilla, en el barrio de los artistas, entregado totalmente a la literatura, la cosa más formidable del mundo. Le conté que estudiaba Derecho para darle gusto a la familia, pero que la abogacía me parecía la más espesa y boba de las profesiones y que no la practicaría jamás. Me di cuenta, en un momento, que estaba hablando de manera muy fogosa y le dije que por primera vez le confesaba esas cosas íntimas no a un amigo sino a una mujer” (Mario Vargas LLosa. La tía Julia y el escribidor. Alfaguara. Madrid, 2011. Pág., 125).
     El anterior párrafo podía haberlo escrito yo. Con dos permutas. Una: que quise ser escritor a raíz de leer, no a Alejandro Dumas, sino a mi maestro primero: Gabriel García Márquez. El franchute quedaba muy lejos (para ser más exacto: extramuros de la adultez. Lo que, en efecto, era territorio distinto y distante). Y dos: que soñaba con viajar a Latinoamérica (no a París) e imbuirme de su mágico español. La capital de Francia me la repampinflaba entonces y me la repampinfla hoy. ¿Seré un bicho raro? ¿Lo diré solo de boquilla? ¿O (con toda sinceridad) lo diré a boca llena? Créanme que no lo sé.

lunes, 25 de julio de 2016

232/ Picoteo inopinado

Dos pasajes de El cuerno de Maltea (de José Antonio Rodríguez Lozano): 
     “Legazpi lo tomó de la mano y lo hizo bajar a su piso. El piso de Legazpi era un piso pequeñito que mostraba un desorden solo aparente. Él lo desordenaba adrede por un planteamiento puramente táctico que le llevaba a suponer que sólo fuera de su sitio podían las cosas ser creativas. Así que tenía la cama hecha sobre la mesa, un tenedor en el florero, la cafetera llena de azúcar, un pijama con corbata y en la pecera varios relojes de colores”. 
     Y: “(…) Lupino dio por seguro que se trataba de un diablo. Artemón andaba a saltitos (…) y dejaba entrever bajo la pernera de sus pantalones (…) una pezuña caprina propia de un sátiro.
     –¿Y la cabra? –le preguntó–. ¿Es tuya o la robaste?
     –Es mía. Se llama Maltea.
     –Buen ganado ese. Te la compro –le propuso el diablo. 
     –No puedo venderla. Es como si fuese de mi misma sangre –se excusó Lulino, tratando de no contravenirlo”. 
     Atreverse a romper con el orden establecido: diapasón que regula la voz de esta historia. Toda ella es una reivindicación de la libertad de movimiento y de pensamiento. Un juego surrealista. Surrealista a veces. Un juego siempre. La Alicia de Carroll no quedaría lejos. Hay una desmitificación del mal (del diablo. De Legazpi. De Artemón. El uno podría ser el otro. El otro podría ser el uno). Un delicioso garbeo por la adolescencia. Un picoteo inopinado. 

sábado, 18 de junio de 2016

231/ ¿Belleza vs. Ideología?

Pregunto: ¿cuál es el móvil de Rebelión en la Granja? La respuesta a este interrogante la formula George Orwell en una (existen dos) introducción a su obra. Siempre según Christopher Hitchens. Transcribiré el pasaje de la misma que Hitchens airea en una página (aclaratoria) de una edición de bolsillo del título mentado que el abajo firmante (o sea: un servidor) maneja. Es el que sigue…
     Pero, antes, permítaseme una apostilla. El presente post carece de toda intención ideológica. Su autor no posee ideología. No. No la posee. Solo posee ideas. Unas nimias. Otras sofisticadas. Casi todas inútiles. Nada en el mundo le aburre más que la política. De raigambre anarquista individualista es. No de izquierdas. No de derechas. Tampoco de centro. ¿Es que hay que ser de algo quiéralo o no uno? ¡Bah! Fin de la apostilla. 
     …ahora sí. El pasaje: 
     “Los últimos diez años he tenido el convencimiento de que la destrucción del mito soviético era esencial para la resurrección del movimiento socialista.
     A mi regreso de España me propuse denunciar el mito soviético en un relato que pudiese entender casi cualquiera y que pudiera traducirse fácilmente a otros idiomas. No obstante, los detalles concretos de dicho relato no se me ocurrieron hasta que un día (en aquel entonces yo vivía en un pueblecito) vi a un niño de unos diez años que conducía un enorme carro tirado por un caballo por un sendero estrecho, y le golpeaba con la fusta cada vez que intentaba desviarse del camino. Pensé que si los animales llegaran a ser conscientes de su fuerza, no tendríamos poder sobre ellos, y que los hombres los explotan del mismo modo que los ricos al proletariado.
     Así que me apliqué a analizar la teoría de Marx desde el punto de vista de los animales”. 
     Orwell luchó en la guerra (in)civil española en el bando antifascista. Tuvo que salir por patas de la piel de toro debido a que fue perseguido por los afines a Stalin. Sostuvo que el régimen soviético representaba el infierno. No el paraíso. Rebelión en la granja se presta a una lectura ideológica. Quien la acometa (con exclusividad) se estará perdiendo la belleza implícita y explícita en ella. Se trata de una fábula magistralmente narrada de la que no puede uno desprenderse con facilidad. Es sabido: la belleza encandila y atrapa. De ella es de lo que más carece la política. La cual, en puridad, es fea. Un vodevil de los instintos. Un adefesio de la voluntad. Un astracán de la inteligencia.     

martes, 7 de junio de 2016

230/ Tres citas

Vayan, aquí, tres citas extraídas de La verdad de las mentiras (Alfaguara. Madrid, 2011).
     Una: “Eran años de bonanza y francachelas, de alegre inconsciencia y espléndida creatividad. Florecían todas las vanguardias estéticas y los surrealistas encantaban a los modernos con su imaginería poética y sus `espectáculos provocación´.”
     ¿Y no es esto lo mismo que sucede hoy a cuento de los gustos e ideas y perspectivas tristemente derivados de la post-modernidad? Por ejemplo: los que atesoran aquellos poetas veinte y treintañeros que publican en sellos humildes. Todos geniales.  
     Dos: “(…) en él [en Nabokov], como en Borges, había un escéptico, desdeñoso de la modernidad y de la vida, a las que ambos observaban con ironía y distancia desde un refugio de ideas, libros y fantasías en el que permanecieron amurallados, distraídos del mundo gracias a prodigiosos juegos de ingenio que diluían la realidad en un laberinto de palabras y de imágenes fosforescentes”. Y como cola: “En ambos escritores, tan afines en su manera de entender la cultura y practicar el oficio de escribir, el arte eximio que crearon no fue una crítica de lo existente sino una manera de desengranar la vida, disolviéndola en un fulgurante espejismo de abstracciones”. 
     Celebro que así fuera. La vertiente crítica me la repampinfla. En la abstracción (con lógica) radica el divertimento. Ella exalta la imaginación del lector. Hay que buscarle los tres pies a cada pasaje. Y no lo que fabrican los post-modernos. A saber: abstracciones sin pies ni cabeza cuyo sentido se oculta porque no existe. ¡Bah! Reniego de esa ralea. Tan urbanista ella. Tan superficial. Tan afín al "postureo" intelectual y artístico. Tan “cultureta”.  
     Y tres: “Espejismo, no espejo de la vida, una novela puede (…) traicionar la realidad que conocemos embelleciendo alguno de sus aspectos y ennegreciendo otros, embrollando sus jerarquías y otras manifestaciones. Ese espejismo nos enriquece pues aumenta nuestras vidas y haciéndolas soñar (…) empobrece la vida que vivimos y nos enemista con ella. Sin esa enemistad que agudiza nuestras antenas hacia los defectos y miserias de la vida, no habría progreso y la realidad sería (…) un hermoso paisaje inmóvil”. 
     La tesis central del libro. También es mala pata (de palo) que no podamos progresar si no descreemos de nuestra propia vida. Qué dolor. Ay.
     La primera cita transliterada se encastilla en la página 166. La segunda en la 333. La tercera en la 348. El autor de tamaño ensayo no es otro que Mario Vargas Llosa. Éste desgrana en él treinta y cinco comentarios metaliterarios. Cada uno de ellos se refiere a una novela escrita (o publicada) entre 1902 y 1994. Abre la lista El corazón de las tinieblas (Joseph Conrad). La cierra Sostiene Pereira (Antonio Tabucchi). ¿Y en medio? Un mundo. 
     Leyendo esta obra he visto, de nuevo, la luz. Ya empezaba a descreer de la literatura “moderna”. Tanto cliché. Tanto tópico. Tanto entretenimiento. Tanta historia. Tanto vampiro. Tanto Grey. Tanto espectáculo. Tanta vaciedad. Tanta nimiedad. Tanta espontaneidad. Uf. Qué hartazgo. 
     Menos mal que siempre nos quedará París. El de las letras (¿cuál si no?). Lo conjeturo. No: lo espero. Mejor: lo deseo fervorosamente.   

miércoles, 25 de mayo de 2016

229/ Un lumbrera (ya difunto)

John Gardner escribió la siguiente soplapollez: “La escritura amanerada –como el sentimentalismo y la frigidez– surge (…) de un carácter defectuoso. En los círculos críticos se considera un error trazar relaciones entre los defectos literarios y un carácter defectuoso, pero para el profesor de Escritura Creativa esas relaciones son imposibles de pasar por alto. Si un alumno varón se pone a atacar al género femenino en pleno, escribiendo una ficción que incluso avergüence al resto de la clase, el profesor no estará a la altura de las exigencias de su trabajo si limita sus críticas a comentar el empleo excesivo de los `detalles góticos´, la tendencia sentimentaloide que presenta el ritmo de la frase o el efecto de distracción que pueda tener su dicción por ser sumamente escatológica. Lo máximo que se puede conseguir con esas críticas timoratas es una pieza de ficción revisada y libre de errores técnicos, pero no por ello menos vergonzosa. Para ayudar al escritor, ya que ese es su cometido, el profesor ha de capacitarle para ver –en parte enseñándole cómo delata su ficción la visión distorsionada que tiene de las cosas (tal como sucede siempre con la ficción cuando se examina a fondo)– que su carácter personal cojea bastante” (El arte de la ficción. Ediciones y Talleres de Escritura Creativa Fuentetaja. Madrid. 2001. P., 153).
     John confundía los términos del binomio autor-narrador. ¿Quién se habría creído él para determinar que el carácter de alguien es (o no es) defectuoso? ¿No sería su cerebro, por patinador y colador y por vaina quien lo portaba, el defectuoso? ¿Y qué es esa tontuna de que una ficción puede llegar a avergonzar? ¿Es que toda ficción “vergonzante” (no por la calidad que atesore o deje de atesorar. Sino por su contenido “escatológico”) es inútil? Yo habría aconsejado a este profesor de Escritura Creativa de tres al cuarto de chóped que leyese (y que aprendiese de memorieta) La verdad de las mentiras. Genial ensayo (pero metaliterario) de Mario Vargas LLosa. Quien en esta ocasión no aburre. No a mí. De justos es reconocerlo. Y que no sirva de precedente. Leyéndolo habría podido percatarse de lo zopenco que podía ser y del valor de la buena literatura. ¿Cuál? Por ejemplo: “avergonzar” al lector. ¿El motivo? Conocer éste la condición humana frecuentando novelas y poemas y ensayos y exorcizar sus fantasmas. Los rasgos de éstos. Sus cortapisas. Su materia intramolecular.
     Lo más maravilloso del arte literario es la visión “distorsionada” de la realidad que airea quien lo ejecuta. La literatura no emula a aquélla. Solo la recrea. De re-crear. O sea: volver a crear. ¿Cómo? Según el libre albedrío sensible e imaginativo de quien la fabrique. Debía haberse metido esto en la mollera y dejar en paz a tantos (¿y tan apocados?) alumnos y alumnas. No reventar futuros proyectos humanos de escritor y de escritora. Los reventaría usted. Seguro estoy de ello. Pobres criaturas y creaturas (repárese en la “e” de este segundo término) aquellos que recalasen y aquellas que fuesen concebidas, respectivamente, en sus magistrales clases. De todos ellos y ellas me apiado. ¿Habrán logrado ser escritores? ¿Ser leídas? No añadiré nada. Le dejo (tranquilo. Ojalá) en el empíreo. Y excúseme el atrevimiento.   

lunes, 18 de abril de 2016

228/ La primera en la frente

Un brillo especial aflora a las niñas oculares del lector cuando éste se topa con una obra maestra. Y su viejo mundo se desmorona. Los cimientos que lo sustentan se resquebrajan y oscilan sus pilares fundamentales. En cualquier lapso puede venirse abajo la estructura. Los ojos no dejan de barrer la página. De izquierda a derecha. De arriba a abajo. Y vuelta a empezar en la siguiente. Con cada nueva página, exaltado ya, su mundo que de apoco se resquebraja empieza a perder aristas. Salientes. Esquinas. Esos fragmentos caen al piso y se convierten en polvo. Dura es la caída. La distancia habida desde el voladizo superior hasta el suelo de tal mundo es notable. Los cascotes precipitados suman dígitos. El piso es un polvero. Del polvo resurgirá otra estructura. Otro mundo. Otro lector. Otro hombre.
     Lo metafóricamente arriba expuesto he podido experimentarlo al leer Los confines (Andrés Trapiello. Booket). Mi horizonte psicológico ha mudado en anchura y hondura: ya no es (ni será) el que fue. El tema es el incesto. Entre hermanos. El tema es el amor. El tema son las relaciones de pareja. El tema es el poder que tiene el dinero de transformarlo todo. El tema es la ética. El tema es la moral. El tema son los prejuicios sociales. El tema es el instinto. El tema es la sombra alargada de la tradición. Dos sub-historias emergen en pleno desarrollo de la Historia (con mayúscula) de la novela. Ambas dramáticas. Cada una con sus dimes y diretes pero en ningún caso indignas de la principal. Sabia técnica la manejada por el autor: entrelazar argumentos sin velar la columna vertebral de la trama novelística. Ésta se envuelve en uno (un argumento) que es bisagra de los otros dos.
     Me congratula el respeto con que Trapiello trata tan temido tema. No se deja influir por el loco placer de narrar, en tan delicado extremo, escenas de cama. Es lo emocional lo que prima y seduce. Lo intelectual. Acciones concretas de uno que otro personaje despuntan. Pero el peso y poso del discurso narrativo recae en los pensamientos y en la perspectiva vital de la narradora protagonista (hermana del protagonista). Incestuosa pareja, ésta, que obliga al lector a zamarrearse. A convencerse de lo erróneas que resultan sus prevenciones psicológicas. El resto de personajes no son meros comparsas: dejan su huella indeleble en quien lee sus peripecias. He aquí otro acierto de la novela: el equilibrio logrado entre actores y anécdotas que brilla en una atmósfera progresivamente desangelada y opresiva y gris. 
     Tampoco desmerece la metaliteratura implícita en la obra. Ficción versus realidad. Jugoso juego. Algo manido ya. Siempre recurrente. Al lector (idealista) que se cree lo que lee bien le sabe. Por más que se haya enfrentado a ello repetidas veces. Al lector (realista) que no suele creerse lo que lee le magullará sus adentros. Suerte que uno no pertenece a tan viciado grupo porque es unamuniano: Niebla. Borgiano: Ficciones. Y cervantino: Don Quijote de la Mancha. Suerte.                     

jueves, 14 de abril de 2016

227/ El mundo boca abajo

Amado Nervo nos legó esta joya:
     
     Atiborrado de filosofía, 
     por culpa del afán que me devora, 
     yo, que ya me sabía 
     dos gramos del vivir, nada sé ahora. 

     De tanto preguntar 
     el camino a los sabios que pasaban, 
     me quedé sin llegar, 
     mientras tantos imbéciles llegaban…
     
     Su título: En panne. Léase: Averiado. O escacharrado. O estropeado. O estancado. El franchute no es lo mío.
     Vislumbro, aquí, dos causas del pesar del yo poético. Una: que los sabios no son tales. Y dos: que el tonto soy yo (con mi filosofía y todo) por preguntar repetidas veces y no aclararme lo suficiente o nada de nada. 
     ¿Será que habemus sobre-información?  
     El imbécil resulta ser el que sabe. No cuestiona. Él (o ella) arriba al final del camino. Dos substancias entreveo ahora. Una: que aquél no es tan imbécil. Y dos: que aquél lo es (imbécil) sin saberlo. Saber significaría detenerse. ¿Y el afán? ¿Pero afán de qué? ¿De saber? ¿De conocer? ¡Tate!: de hacer. Aquel que hace (no tanto aquel que piensa) acaba conquistando su mando en plaza y lo que le echen por delante y por detrás.
     Eruditos del mundo: mi enhoramala. 
     Indoctos e incultos del mundo: vuestro será el reino de los cielos. Mi enhorabuena.

miércoles, 23 de marzo de 2016

226/ "La vida secreta de las palabras"

Lo que más reconforta es el perdón valorado y la promesa posterior cumplida. Lo que más reconforta es la aceptación, sin miedo, de la culpa. Lo que más reconforta es besar y abrazar el entusiasmo. Lo que más reconforta es no cometer falta alguna y no recibir, por ello, ningún puntapié. Lo que más reconforta es enterrar la semilla del cariño para recoger el fruto del aprecio. Lo que más reconforta es no verse obligado a dejar ir con la finalidad de no ser esclavo de las emociones. Lo que más reconforta es percatarse de que alguien es quien se creía que era. Lo que más reconforta es saberse a salvo de la propia ignorancia. Lo que más reconforta es darse al ciento por ciento a quien solo se da al veinte o al treinta, pero ¡qué veinte!, pero ¡qué treinta! Lo que más reconforta es la paz entre los sexos. Lo que más reconforta es el encanto producido por un comportamiento inmaduro e inocente. Lo que más reconforta es la felicidad que se deriva de verlo y de oírlo todo y hacer pensar al par que no se oye ni se ve nada. Lo que más reconforta es querer sin el artificio del querer querer por el hecho de que las circunstancias sean desfavorables. Lo que más reconforta es la voluntad aplicada a la búsqueda de un compromiso. Lo que más reconforta es la perturbación que se erige contra la imperturbabilidad. Lo que más reconforta es el respeto. Lo que más reconforta es la confianza. Lo que más reconforta es subir peldaños hasta el rellano de la última planta del bloque de pisos de las relaciones humanas. Lo que más reconforta es la vida secreta de las palabras que, al cabo, se muestra con cada gesto. Lo que más reconforta es la comunicación. Lo que más reconforta es una mirada que no rehuye (pudiendo rehuir) y una palabra que se pronuncia (pudiendo no pronunciarse). Lo que, con diferencia, más reconforta es la lealtad de una amiga.  

jueves, 17 de marzo de 2016

225/ Injusticia literaria

Sostiene Julio que los indios son unos fanáticos religiosos. Sostiene Julio que los chinos son (al igual que los indios) unos incivilizados. Sostiene Julio que los norteamericanos son unos cabezotas temerarios. Sostiene Julio que los ingleses son unos preceptivos y unos flemáticos. Todo lo dicho sostiene Julio Verne en La vuelta al mundo en ochenta días. Obra menor. Obra insulsa. Obra elevada al Olimpo de las obras, a mi juicio, inmerecidamente. 
     En la página 155 no llevo “vividas” más de cuatro aventuras. Nota: el total de carillas del volumen que manejo es 200. El resto, selva. La de los trayectos en paquebote y en tren. No hay reflexiones. Acaso una. O dos. No más. No hay frases sugerentes. Acaso ninguna. No más. Tres aciertos hay. Uno: el perfil psicológico de Fhileas Fogg y el de Passepartout (formidable Cantinflas… El mejicano interpretó al sirviente de Fogg en el cine). Dos: la representación del valor de la lealtad en la amistad. Y tres: la inducción al viaje. Leer esta historia y desear viajar es todo uno. Pero viajar sin haber leído esta historia es factible. Innecesaria resulta. También sobrante. También cargante. También mareante. Tanto como las descripciones paisajísticas en que abunda. Por más que éstas sean breves. Al lector (digámoslo así) le importan un bledo. No añaden nada a la historia. ¡Nada! Un mero relleno con, a veces, fechas y datos históricos como colofón del pastel. 
     Concluyo: ¡chasco grande!    

lunes, 14 de marzo de 2016

224/ Un recuerdo

Surge, el mismo, de aquí: “El buen chico había comprado unas cuantas docenas de mangostanes, grandes como manzanas, de un marrón oscuro en su exterior y de un rojo resplandeciente en su interior, y cuyo blanco fruto, al fundirse entre los labios, procura a los auténticos sibaritas un placer inigualable” (Julio Verne. La vuelta al mundo en ochenta días. Ediciones Rueda. Madrid, 2001. P., 86). 
     Me explicaré: los sábados o domingos mi padre y yo, tras una larga travesía matutina en bicicleta, rendíamos itinerario en el aeropuerto de Granada. Por el camino nos proveíamos del fruto que da nombre a la ciudad andalumora. Había en la linde de la carretera unos (del todo extraordinarios) Punica granatum en sempiterna florescencia. Explosión de agridulzura en la boca. Contemplábamos, allí, despegues y aterrizajes de aviones de Iberia y de Aviaco absolutamente extasiados. Él y yo. Nadie más. 
     Luego eran los renacuajos de la fuente aeroportuaria. Éstos constituían mi máxima ilusión. Verlos nadar como espermatozoides turulatos. Tenía yo ocho o nueve abriles y el mundo era maravilloso.
     Los mangostanes de Verne me han traído a la memoria las granadas de mi padre y mías. Y de éstas a todo lo demás hay un trecho solo: el de la infancia vivida. ¿He de aclarar que la que firmo yo queda enmarcada en los reflejos de un cielo granadí? 
     Pues eso.  

martes, 8 de marzo de 2016

223/ Rafael Porlán

En Ensayos, aforismos y epistolario (Alfar), leemos: “Dotado de fina ironía y sagaz humor, Porlán muestra, en determinados momentos, cierto distanciamiento respecto a algunos aspectos de la vida. Su hermano así lo certificó en 1997: `Además de contarnos estas desconcertantes anécdotas, solía expresar observaciones humorísticas, de carácter irónico, con las que trataba de ridiculizar todo lo que le parecía mediocre o falso. Sin embargo, estas ocurrencias eran de tan poca acritud, que pocas veces se dio el caso de que alguien se sintiera molesto por ellas. De todas formas, el uso del humor que era una de sus peculiaridades más destacadas, constituyó para él una especie de compensación que le ayudó a soportar una existencia que le había defraudado por no estar de acuerdo con su sensibilidad´”.
     Hago mío (sin ser mío) lo escrito desde el último punto y seguido hasta el punto final de este pasaje. Una frase absoluta. Un cúmulo de palabras hilvanadas con el hilo del coñazo. Que no del cañamazo. Pues bien: lo hago mío. 
     Ni de mentas conocía yo a Rafael Porlán. No. Tampoco he abarcado su obra literaria con ojos ni alma ni, mucho menos, corazón. ¿Quién o qué tendrá la culpa? Era poeta y novelista. Era ensayista y dramaturgo. Hijo natural de Córdoba y adoptivo de Sevilla y de Jaén. Perteneció a la generación del veintisiete. ¿Alguien lo recuerda? Nadie. Una pena. Hay quien indaga a los jóvenes letraheridos de la postmodernidad al tiempo que echa en el olvido a quienes abrieron camino al modo de crear hoy. Que los postmodernos me perdonen. No soporto su prosa. No soporto sus versos. Solo juzgo irreprochables sus dibujos (ni siquiera su pintura me satisface). Son, todos, espléndidos ilustradores. ¿De qué? De libros de poesías y de gacetas. Dejan al poeta y al articulista en pañales. Ignoro si esto lo sabrá el plumilla y el periodista de turno.
     Rafael Porlán plantó la semilla. Léasele. Indágasele. Désele la oportunidad que tanto y tan acuciosamente merece. Es uno de los mentores del mal. Sí. Pero no del mal hacer. Belcebú también tiene asignado un lugar en la historia de los ángeles. Aunque cayera. Porque cayó. Quienes mal hacen son los escritores y los editores postmodernos. ¿Sus productos? Superficiales y simples y bellos y anodinos y oscuros (casi negros). Con su pan se lo coman. 

jueves, 3 de marzo de 2016

222/ Montaña rusa de los primaverales

A María José Bullock

Pau Donés: “Primavera que no llega…”. Sí. No llega. Pero llega. Ésta es un estado de ánimo. No una estación meteorológica. Vivo yo en impertérrita primavera. No digo que sea bueno. Más al contrario: acaso sea malo. ¿Por qué? Por la inestabilidad que caracteriza a dicho estado interior. Por sus claroscuros. Por sus ángulos muertos. Por su luz y su olor. Mortecina la primera. Desde luego. Agridulce el segundo. También. Por su atmósfera suspicaz. Por su aire ansiolítico. Me explico: produce, ella, en el individuo una hecatombe sentimental y una abulia terribles. Nadie escapa a su influjo. Quienes cumplen primaveras en primavera saben a qué me refiero. Ineluctablemente marca el día del nacimiento. Los arrojados al aire en primavera somos gentes dadas al altibajo emocional. Montaña rusa de los primaverales. Vivimos en continuo conflicto con nosotros y con los demás. Con la vida. Nos encanta la vida. Amamos la vida. Tememos a su antagonista. Me corrijo: a su adlátere. No otra cosa es la muerte que una parte de la vida. Aún así le tememos. Grande incoherencia. Rezumamos vida por los cuatro costados de nuestro ser. Al mismo tiempo caemos en picado por la montaña más arriba enunciada. Somos así. No podemos evitarlo. Nos hallamos en continua exaltación poética. Aunque nada sepamos de poesía. La poesía somos nosotros. Nuestros actos son los versos del ayer y del hoy y, quizá, del mañana. Escribió Pedro Salinas: “Tú vives siempre en tus actos. Con la punta de tus dedos/ pulsas el mundo, le arrancas/ auroras, triunfos, colores,/ alegrías: es tu música./ La vida es lo que tú tocas”. Y en medio de esa alegría, la primavera. Su aire ansiolítico. Su atmósfera suspicaz. Su agridulce olor. Su mortecina luz. Sus ángulos muertos. Sus claroscuros. En resolución: su inestabilidad. Que me digan, ahora, quién dijo que lo contrario es vida y esto no y quién que las tardes de prímula no cercenan los convencionalismos individuales de un solo tajo. Ya sé: las cifras de suicidio suman dígitos en primavera. También sé que te escribo (que te seguiré escribiendo) porque te quiero. Y que eres mi amiga del alma gemela. Y que tal vez nunca leas estas líneas. Y que te debo mi voz.  

miércoles, 24 de febrero de 2016

221/ Cualquier tiempo pasado fue mejor

Vérselas con el realismo sucio de Bukowski. Adentrarse sin remisión ni prejuicios en Se busca una mujer. Quedarse extasiado con la densidad de esos cuentos y sus, en ocasiones, abruptos desenlaces. No querer dejar de leer aunque la repulsa que algunos pasajes suscitan vaya siempre a más. Todo, digo, es una. La de la buena literatura. Esa de altos vuelos. Esa que a pasos agigantados se aleja de lo postmoderno siendo ella lo postmoderno. Mejor: acaparando (solo acaparando) reflejos de la postmodernidad que va a lo fácil como quien va a un precipicio a divisar la lejanía que otros ya conquistaron.
     Lo sucio y real no queda tan apartado de nuestra zona de confort. Ni ésta de aquello. No hay más que acudir a la calle y observar la inmundicia que desborda nuestros afectos. Tantos sueños rotos. Besos que no se arrojan. Abrazos que no se profieren. Caricias a mitad de camino entre la dulzura y la hostilidad. Y un sinfín de parabienes que en vez de alentar al individuo lo sumen en la desesperación más ardua por no ser original sino protocolario. 
     (Violencia visual, no sólo táctil, por todas partes. Charles Bukowski apostado en cada esquina...). 
     He de decir que me estomaga la intrascendencia que atesora el arte de nuestros días. La búsqueda de la superficialidad en que, por ejemplo, ha caído el poeta. Algo así era lo último. Ya ha acontecido. Vivimos, ¡oh, Fabio!, tiempos difíciles para la lírica. Y miente quien diga que siempre ha sido así. Es más raro, ¡fíjate bien, Fabio!, toparse con un buen poema escrito entre hoy y mañana que con un unicornio o un trasgo. Más raro y más futurible (que no futurista: Marinetti, ¡ay!, siempre está en auge). Más futurible y más imprevisible. Más imprevisible y más extemporáneo… 
     Yo también lo creo: cualquier tiempo pasado fue mejor.              

jueves, 18 de febrero de 2016

220/ A batallas de amor, campo de...

Parafrasearé a Caballero Bonald. Hummm, no, mejor lo dejaré para el final. Decidido.
     Nadie se altere. No voy a poetizar. Únicamente deseo poner al aire un poso de reflexiones de La señora Dalloway que es vasija de extraordinaria porcelana inglesa. Una navaja. Una navaja simboliza el afán del hombre por vivir al borde de sí mismo. O de sus emociones. Lo que, al caso, viene a ser ídem. ¿La abro o no la abro? ¿La cierro o no la cierro? El miedo de una mujer a sentir lo que siente (o a volver a sentir lo que sintió) cabe convertirse en el sueño del hombre que propicia en ella tales sentimientos. Con un añadido: la creencia de que el potencial soñador es superior a quien desencadena su sueño. O sea: él quedaría por encima de ella. Justamente eso cree la mujer. Inquiero: ¿Vivir la vida verdadera o la inventada por nosotros? Acaso la primera nos depare felicidad enclaustrada en tanto que la segunda, no. La segunda podría acarrearnos una infelicidad libre. ¿Solo podría? Léase, si no, lo que sigue:     
     “Qué costumbre tan singular, pensó Clarissa; siempre jugueteando con una navaja. Y consigue además, como antaño, que me sienta frívola, con cabeza de chorlito, una simple parlanchina estúpida. Pero ahora me toca a mí, pensó; y, empuñando de nuevo la aguja, llamó en su auxilio –como una reina cuya guardia se ha dormido, dejándola desprotegida (la visita de Peter la había desconcertado por completo, trastornándola), de manera que cualquiera puede acercarse y verla donde está tumbada con las zarzas formando una bóveda–, llamó en su auxilio las cosas que hacía, las cosas que le gustaban, a su marido, a Elizabeth, todo lo que era ella, en resumen, y que Peter apenas conocía ya, para que se congregara a su alrededor y pusiera en fuga al enemigo”.
     Y aquí entronco con mi propio ser. Porque todo viene de atrás (pongamos dos años)... Y también porque todo puede enmarcarse en una amistad profunda e intensa... Y entonces, ¡oh!, se complica todo... Y todo se dispara... La navaja se abre. Con ella se tajan las briznas del tiempo. 
     Pero no quiero poetizar. Solo convenir las bases de un diálogo interior conmigo mismo y con la novela de Virginia Woolf. Con Ella (aquí Ella no es La Joven de la Perla). Digo Ella, la mía. No la otra. Es decir: esa que no me pertenece. Esa que queda fuera del ámbito de mi imaginación. De este modo tan prosaico funciona la mente de aquel que sueña: le duele lo real, le place lo fantástico, lo literario. La hipersensibilidad (cercana, ésta, al sueño) es muy puñetera. Cualquier rocetón con alguien puede derivar en un melodrama psíquico y aún físico. No así su imagen mental (la del rocetón). Ésta siempre es positiva por muy difuminado que quede el borde de la misma. Y por mucho que sintamos hastío o dejadez o sueño a la hora de representárnosla. Por mucho y por muy. Sí. Por mucho y también por muy. Y ahí está otra vez la imagen de la mujer (o del hombre) que suscita todo eso en la mente del pobrecito soñador. Qué grande delicadeza tocar con los dedos de la fantasía el sentimiento puro. Pero no quiero poetizar. Léase, mejor, lo que sigue:  
     “Al repasar su larga amistad –treinta años casi–, la teoría de Clarissa encontraba, hasta cierto punto, confirmación. Aunque sus entrevistas habían sido breves, fallidas, a menudo dolorosas, a lo que había que añadir ausencias (las de Peter) e interrupciones (aquella mañana, por ejemplo, se había presentado Elizabeth –bien parecida, muda, semejante a una potranca de largas patas–, precisamente cuando empezaba de verdad a hablar con Clarissa), el efecto sobre su vida era inconmensurable. Había un misterio en ello. Se recibía una simiente cortante, puntiaguda, incómoda, la entrevista misma, terriblemente dolorosa la mitad de las veces; con la ausencia, sin embargo, en los lugares más insospechados, germinaba, se abría, perfumaba el ambiente; era posible tocarla, gustarla, situarla, sentirla y entenderla, después de años de olvido. De esa manera Clarissa había vuelto a él a bordo de un buque, en el Himalaya, sugerida por las cosas más extrañas (de la misma manera que Sally Seton, aquella boba generosa y exaltada, pensaba en él cuando veía hortensias azules). Clarissa había influido en su vida más que ninguna otra persona. Y siempre presentándose cuando él no la buscaba, fría, señorial, crítica; o seductora, romántica, evocadora de un prado o de las mieses en Inglaterra. La veía casi siempre en el campo, no en Londres. Una tras otra, las escenas en Bourton…”.
     Ahora sí parafrasearé a Caballero Bonald. Y lo haré del siguiente modo: A batallas de amor, campo de olvido. Y no de pluma
     Ea. Dicho queda. ¡Ojalá no tenga que arrepentirme! 

lunes, 8 de febrero de 2016

219/ Las fuentes II

¡ALBRICIAS!

Escribió Woolf-Millás: “Todo se había detenido. La vibración de los motores sonaba como un pulso que repiqueteara irregularmente por todo un organismo. El sol empezó a calentar con mayor intensidad porque el automóvil se había detenido frente al escaparate de la floristería; en la imperial de los ómnibus las ancianas desplegaron sus parasoles negros; aquí y allá se abrieron con un suave chasquido uno verde y otro rojo. La señora Dalloway, acercándose al escaparate con los brazos cargados de guisantes de olor, examinó la calle con sus delicadas facciones sonrosadas contraídas por la curiosidad. Todo el mundo contemplaba el automóvil. Septimus miró. Los chicos se bajaron de sus bicicletas. El tráfico se acumuló. Y allí seguía el automóvil, con las cortinillas corridas, y en ellas un curioso dibujo con forma de árbol, pensó Septimus; Y aquel gradual acercamiento de todo hacia un centro ante sus propios ojos le horrorizó, como si algo espantoso hubiera llegado casi a la superficie y estuviera a punto de estallar en llamas. Soy yo quien impide el paso, se dijo. ¿No lo estaban mirando y señalando con el dedo? Si estaba allí, inmovilizado, si había echado raíces en la acera, era por una razón, pero ¿cuál?”.
     Bromas aparte, el fragmento transliterado pertenece a La señora Dalloway, de Virginia Woolf. Al leerlo mi mente ha aducido la figura de Juan José Millás y no la de Gabriel García Márquez. La literatura de Juanjo superpone dos planos: el de lo concreto-literal y el de lo metafórico-general. He subrayado el segundo. Ese juego de ámbitos que se mezclan lo lleva Millás a un extremo en tanto que Woolf solo salpicaba, con ello, sus textos (¿sus textos? Yo no sé. Al menos este texto…). Aunque reiteradamente. Muy reiteradamente. Episodios lectores, como este, de averiguación de similitudes entre creadores de diferentes épocas y lugares me obligan a reflexionar sobre el arte y sobre la vida. Sobre cómo nutrimos nuestros patrones conductuales con los de los otros. Somos un circuito cerrado de ida y vuelta. La vida es la novela más sorprendente que podremos escribir jamás. El escritor, por suerte, no es ajeno a esta realidad. ¿Y el viviente? ¿Lo es el viviente (ajeno, digo)?
     Permítaseme, ahora, que exclame: ¡Albricias!, y que acto seguido me quede tan pancho.