viernes, 27 de junio de 2014

149/ No, no y no...

Leer a Zoé Valdés me ha rentado júbilo. Transcribiré dos pasajes de su novela La nada cotidiana. La herida abierta de ¿mi?/nuestro presente ha supurado por sendos fragmentos. He aquí el primero (pero donde dice La Habana póngase Sevilla y donde América Latina, España): “La Habana está triste, desvencijada, hecha leña. Mira p`allá, un muchacho de treinta años armado de una cuchara hurga en el latón de basura de G y 17. Expurga cuidadosamente en los nailones grasientos y devora sin el menor escrúpulo las sobras podridas que encuentra. No quiero detenerme, pedaleo más fuerte, cruzo peligrosamente la avenida. No quiero ser testigo de esa verdad para la cual no fue educada nuestra generación. Es cierto que en toda la América Latina se pasa un hambre de pinga, pero ellos no hicieron la Revolución. ¿Cuánto no nos jodieron con `estamos construyendo un mundo mejor´? ¿Dónde está que no lo veo?”. Me agencio el subrayado. Ahora el segundo: “Lo que nos unió, lo que hizo nuestra amistad indestructible fue el dolor cotidiano, el terror a sabernos inútiles de repente, el rencor de la nada. Nosotros queríamos trabajar, darlo todo –éramos jóvenes– en esta vida, la única que poseemos. Por el contrario, vivíamos aborreciendo la pausa extrema de la existencia, esa angustia paralizante en la que estábamos sumergidos”. Evoco a desempleados jóvenes y de más allá de la juventud. Evoco a amigos angustiados por la inactividad laboral. Y a mí mismo. Evoco a inmigrantes buscadores de sobras en contenedores verdes (sin esperanza) y amarillos (sin soles a que aferrarse). Evoco todo esto en mi España querida. Tampoco fue educada nuestra generación (acaso no sea la mía…) para tales menesteres. ¡Vive Dios que no lo fue! Por eso “afirmo”: No, no y no… Negación triple contenedora de La Afirmación Absoluta y Única. Sirva la fórmula lingüística onubense “noniná”. Afirmar negando tres veces. Como hiciera Pedro con Jesús. ¡Huy! ¿También a la hora de ir a votar? ¡Precaución! ¡Con la iglesia hemos topado! Solo si uno se auto-define anarco-individualista…         

lunes, 23 de junio de 2014

148/ Mi gratitud para con J.P.O.

Me he dado de bruces con un contemporáneo cuya poesía acaricia y achispa mis oídos y mis ojitos respectivamente: José Pérez Olivares. Nació el poeta en Santiago de Cuba. De un tiempo a esta parte (ignoro el motivo) reside en Sevilla. Tiene 65 años. Atesora madurez y contra-pos-modernismo en cada uno de sus versos. Lo segundo me regocija más. Cuando leo poesía no pos-moderna (de quien vive y colea) brinco por toda la casa. Y canto felicísimo. Y sueño alborozado. Harto de amores líricos y de sexo no menos lírico me hallo. O lo que tanto monta: harto de abstracciones vacuas. ¡Siempre con la misma cantinela estos pos-modernos! ¿Por qué no querrán (¿o no sabrán?) esclarecer sus poemas? ¿Viven en la superficialidad de la inspiración? O, ¿en la inopia del verso? A la mano zurda (de mi Pérez Olivares) contradice lo apuntado. Crudamente transporta al abismo del dolor un poema suyo. Carece éste de metáforas sin agudeza e imaginaciones de dudoso ingenio propias de espíritus pos-modernos. Es el penúltimo de la serie. Se titula: Los niños de la estación Leningradsky. Permítaseme una apostilla: la mentada composición no toca sino roza la sexta cuerda de la política y no roza sino toca el bordón del humanismo y de la humanidad entera. ¡Quién supiera afinar esa guitarra! El autor dedica la composición de marras a los pequeños Roma, Misha, Yula y los demás. Fin de la apostilla. Helo aquí ya el poema: “Los niños de la estación Leningradsky/ también perdieron la guerra./ Mas no como soldados,/ sino como niños/ que un día descubren el horror./ Ellos no conocen más guerra que la de cada día/ –una en la que no hay obuses ni cañones,/ campos minados ni metralla–./ Pero nada recuerda tanto una guerra/ como sobrevivir,/ y nadie se parece tanto a un francotirador/ como una criatura con hambre./ Siento piedad por los niños de la estación Leningradsky,/ por esos cuerpos sucios, esas ropas raídas,/ esos ojos que dan la impresión de no entender./ Siento piedad por Misha, abandonado/ en su orfanato,/ por Roma, cuyos padres bebían y lo azotaban./ Y por Yula, violada en la flor de sus doce años./ Siento piedad por los hombres y mujeres de Rusia,/ noble y bárbaro país/ de popes y mujiks, de Solschenitzin y zares./ En el rostro de sus niños/ –los niños de la estación Leningradsky–/ puede leerse la historia/ (la de todas las guerras perdidas)./ Ellos llevan en la frente la sombra del CULAG/ y la sonrisa de Stalin./ Llevan la herida del vodka y la mirada de acero/ del KGB./ Yo siento piedad por los niños de la estación Leningradsky,/ llena de turistas,/ de policías que odian,/ de trenes que se hunden en los túneles/ como buscándole el alma a la noche.” Sin palabras. Pos-modernos del mundo: ¿Creéis que José Pérez Olivares sabría dilucidar esta composición? ¿La dilucidáis vosotros? Aplicaos el cuento y el mejunje (la moraleja) que de él se deriva por todo lo largo y ancho de vuestra alma. Y ahora (si os place) ponedme verde que te quiero verde y quedémonos todos contentos.    

lunes, 16 de junio de 2014

147/ ¿La vida es sueño?...

Una ¿personificación? esta: “(…) sí, cara de niño desgraciado, ojos al suelo, manos desesperadamente hundidas en los bolsillos, palabras de obrero que echa de menos el trabajo los domingos, y, por dentro, la bola del orgullo que se agranda y agrieta entre chasquidos (…)” (José María Requena. El cuajarón. P. 131. Biblioteca al Sur. Barcelona, 2002), leitmotiv de la mentada novela. Poco más cabe añadir. Ópera prima construida con la argamasa del monólogo interior. Obra maestra de Requena, publicada el año 1972, galardonada con el Nadal: catapulta a la gloria de la fama y del prestigio gremial de tantos y tantos escritores. Uno llega a odiar al héroe (pero también antihéroe) con similar fruición con que, a la postre, lo amará. Destacable resulta el dominio pleno del espacio-tiempo narrativo. El cual deviene onírico. Más de pesadilla que otra cosa. La sombra de la locura es alargada. Aquí hace acto de presencia repetida veces. El esfuerzo que el lector debe ejecutar en la lectura halla sobradas recompensas. Verbigracia: conocer un análisis (discursivamente pormenorizado) del alma de quien está abocado a la soberbia desde la cuna. Constituyéndose ésta (la cuna) en detonante fundamental de aquélla (la soberbia). Reléase, si no, la ¿personificación? copiada arriba. Lectura laboriosa. Lectura recomendable e inexcusable para aquellos que anhelan zamparse el mundo sin percatarse de que es el mundo el que probablemente acabe por zampárselos a ellos. 

martes, 10 de junio de 2014

146/ Dorka Cervantes o la honda sencillez

Quisiera escribir como la mamá grande de mi amiga Irene. Escribir: “Con palabras sencillas te invito/ a mirar más allá de lo palpable/ y ahondar en los sentimientos/ que te invaden.// Con palabras sencillas te pregunto:/ ¿Has querido alguna vez alcanzar/ con tus manos una quimera?// Si esto no sucediese…/ sencillamente, abrázame.” Escribir: “La espera tiene nombre de inercia./ En las vacías horas del hastío,/ me cobijo bajo nubes de acuarelas grises/ buscando gotas que me liberen”. Escribir: “Acepto la vida tal como es/ con sus brumas y su luz,/ sus alegrías y sus tristezas,/ ¿quién me prometió un camino de rosas?”. O que las caracolas marinas son cisnes lacustres que surcan con su nado aguas calmas. O que el anciano es un árbol viejo y el niño gota de lluvia que hace temblequear las hojas de ese árbol. O que los antojos son viñas que acaparan blancas palomas en su seno. Me hubiese gustado parir tales Versos imperfectos. Quien los alumbró fue la mamá grande de Irene: Dorka Molina Pichardo. O: Dorka Cervantes. O: la viuda de Francisco Cervantes López (papá grande de Irene). Airearé aquí qué supone para mí Versos imperfectos: Poesía sencilla mas no simple. Tú, Dorka, has ido a la hondura (a la caricia del alma) por la sencillez. Tal hiciera Mercedes de Velilla. Mi Juan Ramón dejó escrito que “la perfección se halla en la espontaneidad y en la sencillez” (o algo así. Cito de memoria). Versos imperfectos son, a mi juicio, versos perfectísimos. Y he de agradecerte, Dorka, que des (que hayas dado) a la amistad el hueco anhelado por mí para ella siempre. Cuando escribes: “Desaparecerá la luz de mis ojos,/ mis vivencias se harán anónimas;/ quizás algunos me recuerden/ aquellos que enriquecieron mi vida/ con su amistad”. La primera estrofa del poema intitulado Últimas palabras es, así lo siento yo, un canto a la amistad. Imposible no memorar durante su lectura a Irene, a Juan Diego, a Rebeca, a Ana Alba, a Alejandra, a Juan Francisco Núñez, a José Manuel Cabrera, a David Rebollo, a Gonzalo Onieva, y a tantos otros. Versos imperfectos aborda el paso del tiempo con sus alegrías y sus tristezas. También uno de sus residuos (del tiempo) fundamentales: la quimera. Aquí expones tu alma como piel nívea de niño al sol achicharrante del estío. Evocas el amor pasional y el romántico. Evocas el deseo satisfecho o insatisfecho dependiendo de las telarañas del tiempo que proliferen por el cuerpo. En tu expresión hay algo incombustible. Tus poemas son (creo) tu expresión. Tu vida ha sido (creo) tus poemas. Vida y obra en ti están (creo) amalgamadas. Acaricias la ambivalencia de la alegría y de la tristeza. Del amor y del desamor. De la pasión y de su antinomia. De la vida y de la muerte. Epílogo, poema que cierra tu libro, reza: “Floreció mi cuerpo dos veces,/ se entregó sin medida al amor,/ lentamente el tiempo pasa páginas/ y apaga la flor encendida de mis deseos,/ el invierno se instala en mi alma/ sólo sigue latiendo mi corazón”. Lo puesto en versal me ha noqueado. Conjeturo que la ancianidad es una edad ardua. Todo lo que sé se lo debo a los libros y a mis mayores. A eso lo llamo yo “raíces del alma”. O (tanto monta) alegría de aprender tal un epígono. Los espíritus joviales tienen muelle y cuerda para rato. El tuyo lo es. Ergo: ¡quedo a la espera de tu próximo (no sé si pronto o tardío) libro! Y que Buda Misericordioso me dé salud para leerlo.