Ignoro dónde radica el
arte de Borges. Si en la trabazón de ideas. Si en el barroco o neobarroco
contenido. Si en la erudición. Si en el modo de puntuar anormalmente melódico.
Si en todo ello a la vez y en nada en particular. Uno solo de sus párrafos
re-presenta todos los párrafos. Una sola de sus líneas, la totalidad de líneas.
Acaso el verbo congregue la genialidad. Ejecutar por hacer. Prefigurar por adivinar. Sojuzgar
por dominar. Redactar por escribir. Inquirir por examinar. Y el manejo del
tiempo. No el literario o textual. Sino el otro: el ideal o especulativo. Una
de sus tesis es: todo escritor erige a sus predecesores. Kafka crea a Nathaniel Hawthorne. No a la
inversa. Francisco Ayala profiere sentido
a Cervantes. Garci enunciaría: “¡Prodigioso!” Borges lo pondera universal. El
cosido de los párrafos no es menos lúcido: el hilo apenas se intuye y es como de
araña: indestructible. Quien lee, casi al final, se percata y piensa: ¡ah, por
esto decía...! En Inquisiciones difiere
del de Otras inquisiciones. No del de
Ficciones o El Aleph. Asimismo se distingue del de El libro de arena o El
informe de Brodie: más ponderado y eficaz. Menos delicioso. Él (distinto a
todos los escritores de todas las épocas y creyente en que la lectura, y no el
texto en sí, es la variable fundamental del conjunto “Literatura”) mudó de
apoco el estilo. A lo primero barroquísimo. A lo segundo neo-barroquísimo. De
ahí a lo sencillísimo no hay un trecho demasiado ostensible. Declarar (en esta
bitácora) la felicidad que me produce cualquier texto borgiano incurre en
pleonasmo. Rehusaré hacerlo. En el transcurso de esta semana remataré mi
lectura de Otras inquisiciones. Quizá
recurra a imaginarla cíclica (interminable). ¿Cuántas veces leería yo la obra
así, cíclicamente, de alcanzar la vejez mis días? La respuesta del bonaerense
no se haría esperar: “Una sola vez”. Toda lectura normalizada es muchas lecturas. Un texto enmarca diversos
textos. Como una novela diversos capítulos. Hay quien llama al prodigio: “líneas
interpretativas”. Agotar esas líneas interpretativas en una única lectura es
posiblemente imposible.
miércoles, 25 de diciembre de 2013
lunes, 16 de diciembre de 2013
117/ Amores ocultos
...a cuantas en busca de paz fueron Ella.
Ya La peste es uno de mis libros de cabecera. Su autor (Albert Camus)
no escatimó en grandeza literaria al escribirlo. Es novela proverbial. Es gigantesca.
Es purísima. Dos vertientes suyas me han hipnotizado. Aquella que perfila la
condición humana en tiempos de penuria y pavor: general. Y aquella otra que
refiere el sentir del hombre individualista en toda época: particular. Ambas
suponen para mí una corroboración y decenas de recuerdos. Corroboro la
colectivización social en medio de un clima de sufrimiento y opresión
generalizados. Piénsese en la cacareada crisis actual. Escribe Camus: “(…) todo
consistía en renunciar a lo que había en ellos de más personal. Mientras que en
los primeros tiempos de la peste eran heridos por una multitud de pequeñeces
que contaban mucho para ellos y nada para los otros (…), ahora, por el
contrario, (…) se interesaban en lo que interesaba a los otros (…)”. La segunda
vertiente es la del amor que da y no recibe quien se ha independizado de todos
y de todo. Camus alude al materno y al fraterno. Yo lo hago extensible al
carnal, comúnmente denominado “de pareja”. Prestémosle atención: “(…) Y ella
llegaría a morir –o él– sin que durante toda su vida hubiera podido avanzar en
la confesión de su [amor]”. Espeluznante. Ocurre a menudo. Me atrevería a
apuntar: más de lo imaginable. ¿Por
qué callamos? ¿Qué nos induce a ocultar nuestro amor? Camus aventura una causa:
“(…) Vivir únicamente con lo que se sabe y con lo que se recuerda, privado de
lo que se espera”. Y concluye: “No puede haber paz sin esperanza”.
Perdida ésta en el regreso de un amor que pudo ser o seguir siendo y que no
será, es claro, nos entierra en vida. Entonces buscamos crepúsculos con que
calmar nuestra ansiedad o textos hermosos con que refutarla. Entretanto hay un
hombre o una mujer ignorantes que nunca sabrán nuestro desvelo. ¿Merece la
pena? ¿Es ello justo? Una revelación de amor no debería incomodar sino, más al
contrario, gratificar. Aunque el sentir que la fundamenta no sea correspondido.
miércoles, 4 de diciembre de 2013
116/ Paralelismos
...con Sara y Raquel e Irene en el recuerdo.
Daniel, el Mochuelo, cuenta once primaveras. Once fueron las veces que vi yo amanecer un 17 de abril. Él
debe partir a la ciudad en busca de progreso. Yo tuve que marchar a Granada en
pos de la vida. Su amigo el Moñigo zurra a hombres que están en la veintena. Yo
atizaba a adolescentes. Daniel nace en un valle septentrional. Yo
nazco en otro sureño. La hermana del Moñigo se llama Sara. Yo tuve un amor de
aula: Sara. El Mochuelo y el Moñigo de ordinario se aventuran fuera del pueblo.
Yo indagaba más allá de las fronteras del mío. El pueblo del Mochuelo
dispone de estación ferroviaria. En el mío paran los trenes. En el pueblo del
Mochuelo vive un marqués: Antonino. En el mío vive otro “marqués”: Antonino.
Una mujer responde al nombre de Rita y al sobrenombre de Tonta. Yo conocí a
otra Rita que era un poco tonta. El Moñigo ejecuta flexiones gimnásticas que
congestionan su musculatura. Yo me aficioné al levantamiento de mancuernas y de
placas de hierro auxiliado por poleas. El Mochuelo y sus camaradas Moñigo y Tiñoso tienen
un encuentro con el Manco (“viejo” sabio). El niño co-protagonista de mi
segunda novela lo tiene con otro anciano sabedor. La Mariuca-uca es rubia
con ojos azules. La niña co-protagonista de mi segunda novela es rubia con ojos
azules. El padre del Mochuelo es cazador. Mi abuelo era cazador. El hermano de
la madre del Mochuelo regala a éste un Gran Duque (tipo de búho). Yo veía uno
de éstos en casa de Miguel el de Antonia cada vez que iba allá con mi primo de
visita esporádica y fugaz. Y lo más llamativo de todo: un amigo mío
responde al apodo de Mochuelo. El año
1989 leí por vez primera El camino. Hoy
termino de releerlo. Es uno de los libros de mi infancia. Tuve que examinarme de
él. No me arrepiento (porque me gustó). Lo leí con minuciosidad. Creo que
aprobé. He estado a punto de llorar tres o cuatro veces conforme avanzaba en mi
relectura. Esas letras que conforman palabras que conforman frases que
conforman párrafos que conforman capítulos que conforman la novela son la misma
novela y capítulos y párrafos y frases y palabras y letras que mi cerebro
registró con solo once añitos y que, hoy, vuelven a insinuársele (a mi cerebro)
a modo de sugestión emotiva. ¡Qué disparate el tiempo! Cada término refleja un
sentir gestionado por mí de modo diverso según criterios de infancia y de
adultez. Todos los sentimientos, todos, y no el amor: sigo amando como un niño y como
tal pataleo y lloriqueo disconforme. Todos, todos, hasta la soledad. De niño le
rehuía y la disfrutaba. De mayor la busco. Y la detesto. La llamo. Y la repudio. Incluso le
pongo nombre poético (del portugués): saudade. Todos ellos y ninguno me pasaron
por la cabeza. Siendo niño supe la vida. Me he hecho hombre y solo sé lo que
hay en los libros. He vuelto a mi felicísima niñez con la tristeza de un hombre
no hecho y aún torcido. Corrijo: con la entereza. Largamente suspiro ahora
(todo suspiro es una protesta pacífica). Mi gratitud a Miguel Delibes por ofrendarme El camino. Mi querido y soñado (siempre literario)
Camino.
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