jueves, 19 de enero de 2017

249/ En el corazón de Ana cabe El Universo

Así es. La conocí el cuatro. Desde entonces me acompaña a todas partes. A la panadería. A la peluquería. A la guardería (cuando el Príncipe de Azulandia se esparcía allá). A la entidad bancaria donde mis números tienen el color de un atardecer de San Jacinto. Al supermercado. Al figón (el sábado en la noche). A dormir. Ella despierta, se despereza como yo, me deja que le prodigue un sonoro beso en la mejilla… 
    He dicho que en el corazón de Ana cabe El Universo. Quiero imaginar El Universo a la manera borgiana: como una biblioteca infinita. Ana es espléndida (léase: generosa). No deja de quererme desde la distancia física y heterogénea y un punto malévola. No hay la otra (la moral. La inmaterial. La del alma…). Yo me solapo con ella. Ella se solapa conmigo. ¿Dónde? En, con mayúsculas, El Libro. Ambos amamos los libros. Ayer (es un decir) le aireé que me gustaría sobremanera releer Confesiones de un comedor de opio inglés (de Thomas De Quincey) y Las flores del mal (de Charles Baudelaire). Hoy (es otro decir: fue anteayer) he recibido un envoltorio de Amazon con sendos volúmenes vírgenes en su interior. El de Baudelaire es florido. El de De Quincey es sepia y re-lindo. De pasta blanda los dos. Cuerpo once. O diez. O nueve. Tales páginas estarán impregnadas de mi imagen mental de Ana sempiternamente. Todavía más. Leí estas obras el uno. O el dos. O el tres. No recuerdo la fecha exacta. Por entonces estudiaba yo Filología Hispánica. Un compañero de clase melómano y, a ratos, poeta (Jesús) tuvo por bien instruirme en Baudelaire y su afición al opio. Mostré interés en lo que dijo: me prestó la obra mentada sin dudarlo. Leyendo Las flores del mal, a modo de añadido (creo), hice lo propio con el librito de De Quincey. Quedé sugestionado en el acto. No sin consternación restituí el libro a su dueño.
     El dieciséis recupero aquellas lecturas. La vida ha querido que yo no las adquiera mediante transacción económica. Ello pensé ejecutarlo muchas veces. Dos motivos me condujeron a no hacerlo. Uno: me amparé en el recuerdo todavía fresco de esas líneas inmortales. Y dos: erróneamente consideré que jamás se marchitaría la flor de mi retentiva (regada con indestructible admiración lectora). La vida ha querido que Ana mercadee y me obsequie con ellos. Ella (Ana. También la vida) me ha regalado tiempo emulsionado (de “emulsión” en su acepción fotográfica: Suspensión coloidal de bromuro de plata en gelatina que forma la capa sensible a la luz del material fotográfico). Y no aniquilado. Me ha regalado la memoria de aquellos días en que fatigaba libros en los corredores de la Facultad de Filología mientras soñaba con ser escritor. La muchacha de ojos grandes, limpios y un punto melancólicos, de cabello de cobre y piel de luna y carácter diamantino y mente erotizada que conociera en la Facultad de Magisterio es (y será) la que fue porque a sus actos los rige una verdad irreprochable: que me quiere y que yo la quiero y que no dejaremos de querernos mientras (en vida o no) nos encontremos en libros… Ella conocerá el significado que encierran los puntos suspensivos. 
     Hay, anexo al envoltorio, el siguiente mensaje de Ana: "Por esta pasión que nos une desde que nos conocimos: la belleza de los libros; que nos acompaña y nos une a través de los años y a pesar de la distancia. Ósculos sentidos, sinceros y profundos. De: Ana". Ella vive en la bota de Europa. De ahí lo de la distancia.             

miércoles, 11 de enero de 2017

248/ Un micro-cuento

Nathaniel Hawthorne es padre de La letra escarlata. Vino, aquí, el 4 del siglo XIX para irse el 64. En variados e irrepetibles instantes de esos sesenta años tuvo el buen tino de apuntar argumentos de cuentos fantásticos. El que sigue constituye, de suyo, un micro-cuento íntegro. Su título: El testamento. Veámoslo: “Un hombre rico deja en su testamento su casa a una pareja pobre. Ésta se muda ahí; encuentran un sirviente sombrío que el testamento les prohíbe expulsar. Este los atormenta: se descubre, al fin, que es el hombre que les ha legado la casa”. Tan inquietante relato suscita algunas ideas. Una: que toda recompensa exige al recompensado pagar un precio. Otra (derivada de la anterior): que no existe la gratuidad. Otra: que el destino puede ser irónico. Lo asombroso es que un hombre fabrique una narración provista de los atributos de su género creyendo haber fabricado un apunte de la misma. A veces la literatura emerge del instinto (y no del azar). A veces del sueño (y no del ingenio). A veces del deseo (y no del interés).          

domingo, 8 de enero de 2017

247/ Un joven-viejo habla desde la fiebre

A Ana Alba

Hay un desconcierto falso en las postrimerías de la juventud física: la nitidez de las apariencias. Una arruga aquí, una flaccidez allá, una variz acullá. Todo es falso. Lo falso no es el hecho de la aparición de tales hitos en el cuerpo. No. Lo falso es la meridiana nitidez del hecho. No hay tal nitidez. Es prueba que el prójimo no se percata de ello. Solo la última juventud lo percibe. ¿Cómo? Observándose eternamente ante el espejo. ¿Cuándo? Día tras día. Abro paréntesis. Ella no advierte que el espejo le tiende una trampa: la de manifestar lo que solo potencialmente está presente. Cierro paréntesis. ¿Dónde? En el pensamiento distorsionado del joven-viejo. En su voluntad tenaz de envejecer. Y no en otro lugar cualesquiera.
     Lo que la juventud última debería ver frente al espejo no es otra cosa que una certeza: la de acaparar (aún) futuro. Un futuro que se esboza en un recto (o poco combado) espinazo. En unos frondosos cabellos con pretensión de ser blancos pero entreverados de gris y de negro. En unos vivaces ojos azules. En un corazón que no deja de demostrar, demostrándole al par al joven-viejo, tañidos ágiles. En unas piernas fornidas. En unos brazos atléticos. La juventud última solo ve su fingida (por ansiada) decadencia. Cuando alguien se empeña en caer, cae, cae o se tira (¡contra el piso da de bruces de todas todas!). 
     Lo peor de envejecer antes de tiempo es acostumbrarse a ello. En toda costumbre anida la malévola idea de un veredicto que no admite prueba en contra. El hábito se transforma, entonces, en irrefutable verdad. Pero su raíz es falsa. Habría que remover el terruño de la baja autoestima para extraerle al embuste la raíz y sembrar otra flora en ese hueco. La empresa no es baladí y es factible. Solo hay que mudar el pensamiento como quien muda de camisa. O de opinión. Al cabo algo germina… 
    No creo que deba incitarse la vejez. Ese perro muerde de apoco y no una sola vez sino muchas. De eso a irritarlo para que lo haga (morder) va un trecho notable. Se le acopla un collar (anti pulgas o no) y se le encasqueta un bozal y ya está: problema resuelto. O casi. O temporalmente. La ancianidad no perdona. Cierto es. ¿Y no da tregua en tanto que, de forma progresiva, se manifiesta cual fantasma larga y amargamente aguardado? ¿Y no es su manifestación natural una tregua de efectos paulatinos en tanto la juventud se resiste a ausentarse de cuerpo y mente?
     He escrito lo que precede desde la fiebre. Un virus. Lo contraje en el gimnasio. Creo. Tampoco es que él me espetara: ¡ea, ya me tienes, todo tuyo soy! Lo sé por una cuestión radical y acaso errónea: al día siguiente empecé a notar los primeros síntomas. Mucosidad imaginativa. Dolor de cabeza ideal. Flojedad de argumentos musculares. Fiebre. Perdóneseme, por ello, el desvarío.