domingo, 9 de julio de 2017

270/ Altos vuelos técnicos

Deseo dar muestra de un trepidante estilo literario cinematográfico. No mío. Pedro Antonio de Alarcón es su artífice. Y El final de Norma la novela donde éste ejercita esa escritura. Expresar, aquí, lo que a nivel técnico supone esta obra lo juzgo un punto inapropiado. Demasiado extenso sería mi excitante discurso. Quédense tranquilos los lectores de esta pobrecita bitácora. No lo haré. Sin embargo apuntaré algo. Uno: la sencillez lingüística empleada por quien fue un gran intelectual de su época y miembro de la Real Academia de la Lengua Española. Ignoro si esto último refuerza mi impresión sobre el autor o la debilita. Dos: la plena ejecución de una trama y un argumento sencillamente perfectos. Esto es crucial y solo comparable a los que fabricara Pío Baroja en Las inquietudes de Shanti Andía. Nota: no mencionaré novelas largas para ejemplificar lo que quiero decir. Imaginar un argumento impecable sin desquerer a la psicología o a la filosofía o a la cultura (no de masas. Sí de escasa recepción) lo entreveo como un milagro. Y tres: la construcción de un equilibrado tiempo interno. Hacía mucho que no leía algo parecido. He tenido la impresión lectora de que un día narrado en un puñado de líneas se corresponde exactamente con un periodo de 24 horas. Un día u otras unidades de tiempo. Algo así solo lo logran los grandes novelistas. Algo así se llama: “literatura de altos vuelos técnicos”.   

sábado, 1 de julio de 2017

269/ Oficio difícil

“Quiero reflexionar. ¿Pero sobre qué? Veamos… Sobre la vida. Poco original. ¡Da lo mismo! La vida (firmado: yo). Puedo reflexionar sobre la vida porque estoy vivo. Condición, ésta, indispensable para el propósito que me he impuesto. Un muerto no reflexiona. O sí. ¿Quién sabe? Dudar. Expresar. Sentir. Todo esto forma parte de la vida. Es una reflexión sobre la vida. Una cosa está clara: el individuo que siente o expresa o duda, para lograrlo, tiene que pretender dudar o sentir o expresar. ¡Ya no quiero seguir reflexionando! 
     ...Y despertó al tumbarse en la cama”.
     El escritor vive en un continuo estado onírico. Se cree dormido cuando está despierto y despierto cuando está dormido. ¿Pero a quién le interesa? ¿Y a quién contárselo? Fácil: a otros escritores. El resto de la humanidad no lo entendería. Mejor: no querría entenderlo. 
    Otra marca del oficio: la soledad. Dicen: “los escritores son solitarios sin remedio ni afán de rectificación”. Pregunto: ¿y por qué iban a rectificar? No. Solitario será el que lo sea y bien hará en regar (en cuidar) su soledad: terreno abonado con la semilla de la evolución interior. Geneviève Rodis-Lewis ha escrito: “(…) Descartes anheló pronto retornar a su soledad para mejor `progresar en la búsqueda de la verdad´". Descartes (¿alguien lo niega?) era escritor. 
     ¿Escribir acompañado? No. ¿Escribir solo? Sí. El “haraquiri” (símil de la escritura) es el acto individual e intransferible a que debe enfrentarse el escritor una y otra vez. ¡Cuidado!: si pretende escribir como Buda manda, si no, siempre puede rodearse de gentes y procurarse cosquillas en la barriga. ¿Y qué texto fabricará entonces? Habrá quien responda a esto: “al menos se reirá”. ¿Añadiré yo: “lo que ya es mucho”? Sencillamente no.