miércoles, 22 de agosto de 2018

288/ Nada importa nada

La frase arriba copiada a modo de título la leí por vez primera el año 2002. Fue en el libro El sendero de la mano izquierda (Fernando Sánchez Dragó. Planeta). Quedé deslumbrado. Quedé fascinado. Quedé anonadado. Por la cita y por el libro. Más por la cita. 
     Varias veces la fraccionamos y analizamos, al detalle, Alberto Pareja Campos y yo. Todo mientras nos empinábamos una jarra de tinto con limón o taza de café con mala leche en algún barucho de Sevilla (La `Isla de Baal´: Alfalfa. También en la Alameda de Hércules).  
     Qué tiempos…
     Escribe Dragó en la mentada obra: 
     “Para empezar, y por si acaso, ríete de todo, porque nada importa nada
     (…) 
     (…) Lo dijo o lo escribió, con voz y pluma anónimas, un filósofo presocrático. ¡Bendito sea! (…) 
     Es frase, por cierto, que me sirve de constante (y lenitivo) norte y a la que recurro siempre en momentos de aflicción o tribulación. Lo juro: mano de santo”.
     Muy bien.
     Hoy, leyendo Historias (Juan Ramón Jiménez. Fundación José Manuel Lara), he vuelto a toparme con la frase. El poema en que aparece se titula Retorno crepuscular. La estrofa que a buen recaudo la pone es esta: “Del amor, cobijado en la fronda empolvada/ solo brillan los ojos; como pasa un aliento/ de infinito, y nada importa nada,/ el alma está desnuda, la carne es sentimiento…”.
     Me atribuyo el subrayado.
     Rocío Fernández Berrocal afirma (y confirma) que Juan Ramón Jiménez escribió Historias entre 1909 y 1912. Pregunto: ¿Tomaría Dragó la cita del filósofo presocrático o de Jiménez? ¿Y este? Otra pregunta: ¿Es que nadie ha pronunciado (o pensado) alguna vez la frase de rigor sin haberla leído (tampoco escuchado) antes? Aplico lo dicho a cualquier párrafo. O capítulo. O libro.  
     Ni un solo hombre juzgará disparatado pensar que otro de su especie, en algún tiempo y lugar, esté escribiendo (haya escrito. Escribirá) estas líneas que aquí y ahora escribo yo. ¿Inquietante? Pche. Uno está, ya, curado de espanto.       

miércoles, 15 de agosto de 2018

287/ "Leer cuentos da sueños"

A los niños 
víctimas de una educación
 tirana, racionalista,
sin sensibilidad ni cariño 
ni consuelo adultos en general 
y paternos en particular.

Ahora otra lista feliz... 

A Yago ("Príncipe de Azulandia").

A Álvaro "grande" y Carla.

A Álvaro "chico" y Alejandro.

A Giulia.

Estoy en contra de la pedagogía del rigor. No me cansaré de elogiar el efecto del afecto en la educación infantil. Los seis primeros años de vida se me antojan cruciales. No menos los seis siguientes. Un niño educado con disciplina y en una jerarquía “castrense” o "cuasi-castrense" verá de por vida su vida castrada y vivirá a disgusto consigo y con los demás. Uno al que tratan con afecto y cuyo comportamiento es juzgado con relativa flexibilidad no se convertirá en carne de frustración cuando sea adulto (horrible término este: adulto. ¡Puagh!) porque sí y punto. Entre ambos nefastos e irreconciliables extremos salta, loca, la “adulancia”.     
     Ilumi (El otro sol). Ilumi (El otro sol), novela de Elías Hacha, autor poco conocido: nada posmoderno. Creo. Elías es (o fue. Lo desconozco) profesor de Secundaria en no sé qué instituto andaluz (no de la mujer. De ella y del hombre. Oh: ¿Habemus machismo?). He leído Ilumi (El otro sol) y quedado satisfecho y recomendado su lectura y re-lectura. El protagonista es inolvidable: un niño que cursa 5º o 6º de Primaria y sufre acoso escolar y, casi, al mismo tiempo sueña sueños lúcidos. 
     Alejandra Quintanal Fernández-Escandón refiere una frase ingeniosa que viene como anillo al dedo: “Leer cuentos da sueños”. Esta novela (este cuento) los da (sueños) literalmente. Los sueños de Iluminado (el protagonista) dan esta novela. Sueños afectados de realidad por medio del soñador que es bisagra entre esta y aquellos. Ilumi (El otro sol) es novela poética. Rectifico: algunos pasajes lo son (poéticos). Ilumi (El otro sol) es novela tierna. Rectifico: la mayoría de los pasajes lo son (tiernos). Ilumi (El otro sol) es novela bien escrita. Rectifico: una que otra frase (mejor: palabra. Mejor aún: “enganche” de palabras) podría revisarse un punto. No importa.  
    Ignoro quién es Elías Hacha. Elías: mi gratitud por haber escrito una novela breve de recomendable lectura para quienes quieran saber qué piensa y siente un niño nómada acosado por otros sedentarios que acaban amistándose con él. 
    Yo no sé qué cosa es el acoso. Nunca lo sufrí. A nadie acosé nunca. Llama mi atención la ignorancia rayana en inaptitud en que viven los padres del acosado. En vez de “inaptitud” (con pe) podríamos decir “inactitud” (con ce). A una u otra, conjeturo, llegan los adultos por la revirada senda de la adultez. La etapa más tonta del hombre. La negación insistente del espíritu salvaje y bonachón que todo ser humano tiene por haber sido, antes, niño. La meditación encumbrada al monte de la inocencia más extrema de cuantas hay. No paran mientes en entender al niño porque son inaptos (también ineptos) e incapaces de retomar de sus adentros el que ellos fueron. Este es el quid de la dramática cuestión. Adultos. ¡Bah! 
     Un pasaje memorable de Ilumi (El otro sol) es aquel en que el padre da rienda suelta a su pensamiento mientras contempla al hijo dormido sobre el catre. Alguien dijo: “La contemplación es la forma más elevada del amor”. O algo así. Yo lo apruebo de cabo a rabo. A menudo, estimo, se desvalorizan los sentimientos paternos. Un padre siente y padece. No es un robot. Un padre es hombre. Un hombre no es un robot. Los cortocircuitos que sufre (como la mujer. Tampoco ella es un robot) lo demuestran. No quiero meterme en berenjenales de género, aquí, innecesarios. Machismo y feminismo me aburren y escaman a partes iguales. Yo apuesto por el humanismo (filosofía y literatura anti-machista y anti-feminista. No es paradójico). Quizá por el humanitarismo (ética filosófica. Y/o literaria). Para ser humanista hay, primero, que poder pensar con libertad. Esto se logra leyendo, pero no la prensa, y rehusando ver TV y meditando en la postura del loto a media tarde y amando porque sí (porque me da la gana) al prójimo más prójimo de todos los prójimos que hay: mi igual (¿cometo delito obvio de machismo si no añado: “hombre o mujer”?). Sea: hombre o mujer.    
     El mentado pasaje es este: Ilumi… chiquillo… si tu supieras cuánto… pero es que tú… no paras, hijo mío… no paras ni un segundo… y a veces uno… en fin… no siempre se tiene la paciencia… el temple suficiente… yo no soy perfecto, ¿sabes?… que sea tu padre no significa que yo… y tú… es que no paras, chiquillo… ahora mismo, ahí, dormido… te miro y me parece que te sigues moviendo… con toda la cabeza mojada de sudor… esos pelos pegados a la frente… te miro y… en realidad, eres lo más precioso… lo más vivo que… hace un momento, cuando se acostó mamá, yo… bueno, leía una partitura en el salón… y de pronto… pensé en ti… me sentí mal… me sentí… culpable… ya ni veía las notas de la partitura… por eso estoy ahora aquí… velando tu sueño… no se me ocurrió otra cosa… y no puedo… no dejo de darle vueltas a la cabeza… ¿cuántas veces te he reñido hoy?… ¿cuántas han sido?… recién levantado, porque te hiciste el lavado del gato… después, te llamé vago porque no querías limpiarte las botas… te volví a gritar porque te enganchaste en el cable de mi radio cuando fuiste por fin a coger el cepillo… ya ves, todo por haberme perdido diez segundos de las noticias de la mañana… desayunando, también… derramaste el azúcar… untaste demasiada margarina a la tostada… te la tragaste a lo palomo, sin masticar… “¿Es que no te fijas, niño?”…, “¡Pero, niño!”, te repetía… como si esa palabra fuera una palabra maldita… casi como un insulto… ¡niño!… pero lo peor fue a mediodía… tu maestro que me llama… que te habías peleado con un compañero… y tú que apenas te explicas… y yo que vuelvo a reñirte sin dejar que te aclares… y más tarde, en el coche… con toda mi seriedad de adulto… tú ni siquiera te defendías ya… y para colmo, por la tarde… la madre del otro niño… y vuelta a empezar… hasta que te plantaste y te negaste a cenar… ¡dos veces estuve a punto de llevarte por la fuerza hasta la mesa!… y lo hubiera hecho si no es por mamá… sentí deseos de agarrarte por la oreja… de zamarrearte… es así, lo confieso… ¿ves lo que te digo?… no sé en qué me estoy convirtiendo… en qué me está convirtiendo esta costumbre de encontrarte siempre defectos… no es que yo no te quiera… es que espero demasiado de ti… demasiado… te miro con mis ojos de hombre y olvido que eres un niño… y aquí me tienes ahora… avergonzado… de poco sirve, ya lo sé… sin embargo, te prometo que mañana cambiarán las cosas… te lo prometo… no voy a olvidar tan fácilmente que eres un niño… viéndote ahora… aquí en tu catre… tengo la impresión de que eres un bebé todavía… hace un momento, tu madre te traía en brazos, con tu cabeza en su hombro, como tantas veces… he sido tan… injusto, hijo mío… ahora solo quisiera poder entrar en tus sueños… y ser allí tu amigo… tu verdadero amigo…
     Y lo fue. 
     Fin de la historia.

viernes, 10 de agosto de 2018

286/ Arte y oficio

El 24 de abril de 1994 El País publicó el discurso de recepción del Premio Cervantes que escribiera un hombre drástico, sarcástico, encomiástico. Aquí las últimas líneas: “No puedo arrepentirme de haber visto pasar la vida entera con la pluma en la mano, yo ya no puedo dar marcha atrás por haberme pasado la vida escribiendo, tampoco quiero ni debo hacerlo y proclamo mi lealtad a mi oficio. Me reconforta pensar que la palabra tiene su mejor premio en sí misma, y doy gracias a Dios, también a los hombres, por no haberme querido mudo ni muerto”. La firma estampada pertenece a Camilo José Cela. 
     Vaya, ahora, una reflexión fugaz. El escritor se duele de haber vivido poco por escrito mucho de un modo excluyente. Esto le ocurre al de raza. Al vocacional. Al que desconoce cualquier forma de vida más allá de la metódica escritura. Al que no desperdicia la menor oportunidad para estampar en negro sobre blanco cualquier frase (o verso) por inoportuno (o no) que sea. En un folio. ¡Va! En un trozo de cartón. ¡Va! En una servilleta. ¡Va! Dónde da, un poco, lo mismo. La cosa (y el caso) es escribir. Qué no da, ni un poco, lo mismo. La cosa (y el caso) es escribir algo “que merezca la pena”. Traduzco el entrecomillado: digno de ser leído. El lector no querrá perder el tiempo.
     Juzgo triste la verdad acuclillada en el inextinguible temor del escritor. A saber: que mientras escribe no vive (y viceversa). Opino que escribir podría equipararse a vivir dos o más veces. Yo no le atribuyo al tiempo un carácter pasajero. Vivir para escribir conlleva una carencia inevitable: vivir para (no) contarlo. Vivir libre. Vivir fuera de sí uno. En su extrarradio.  
     El escritor permanece ensimismado. Se trata de un ensimismamiento productivo. Los abstraídos no están libres de auto-reproches. Un botón de muestra: “debería salir y mezclarme con la gente”. Otro: “¿me volveré majara?”. Otro: “no sé si alegrarme de no necesitar ocio”. Hay escritores como cencerros (Panero). Los hay mundanos (Llamazares). Los hay distraídos con otros oficios (Savater. O Trueba). Su obra literaria es (será) breve. Uno que otro título sacará a relucir éxitos. Vale. Pregunto: ¿qué es recomendable: vivir poco y escribir mucho y bien o escribir menos y mal y vivir más? Téngase en cuenta que cantidad y calidad, hoy, traban. 
     Camilo José Cela logró ambas aspiraciones. Escribió mucho. Escribió bien. Todavía ironizó más y mejor. Que se duela (por lo bajini. A lo gallego...) de haber dedicado su vida a la escritura, negándolo, no sorprende. Yo le alabo el gusto. Yo, mal o bien que me pese, vivo para escribir.           

martes, 7 de agosto de 2018

285/ De la deslealtad

Rechazar una realidad adversa y optar por convertir esa realidad en un ideal. Transformar, luego, ese ideal en una realidad adversa. ¿Uroboros? No. Todo escritor es humano. Aunque existen, ya, novelas escritas por robots. Hay que decirlo. Todo humano no es escritor necesariamente. La obviedad viene a cuento. Los quisquillosos somos legión. El escritor piensa y siente distinto y distinto actúa o sobreactúa. Sus personajes hacen lo mismo.
     Léase lo que sigue: “Pensó que tendría que adoptar medidas urgentes para sobrevivir, pero cuáles, comenzando por dónde, puesto que todo el mundo adoptaba máscaras, sonrisas, pieles de ovejas, y ni siquiera supo, de pronto, si Demetrio Paredes, el escultor, era su amigo, o si era otra versión, hipócrita, de su enemigo. Se le vino a la cabeza, entonces, la idea extraña de que la única persona en el mundo a quien podía recurrir era Gertrudis, la de carne y hueso, pero descartó esa idea de inmediato, con una sacudida brusca de la cabeza, como si se tratara de una insinuación demoníaca. Con la instalación de su réplica en el salón de música, Gertrudis Velasco, la de carne y hueso, había sido suprimida de la realidad. Ése, por lo menos, había sido el propósito del marqués de Villa Rica. Había procurado confinar la realidad en la reproducción en cera, y reducir el personaje vivo a la condición de fantasma. Pero ese fantasma, ahora que los demás lo habían dejado solo, empezaba a revolotear en su cerebro con inusitada fuerza, haciendo que crujieran las paredes y que volaran plumas por todos los rincones” (El museo de cera. Jorge Edwards). El subrayado es mío. 
     Un proceso paralelo al arriba expuesto...
     Uno: perder la confianza en alguien. Dos: temer su deslealtad. Tres: sospecharla. Cuatro: corroborarla. Cinco: ahogar el resquemor producido por tal deslealtad en uno que otro texto “líquido”. Seis: renacer a modo de Fénix. Siete: hacer poesía con el mentado resquemor. Ocho: despejar las dudas suscitadas por el desleal (por la desleal). Nueve: hallar soledad en ello. Diez: hallar calma. Once: hallarse uno a sí mismo (a posteriori). Doce: perdonar la deslealtad. Trece: perdonar al desleal (a la desleal). 
     Fin del proceso.
     La amistad no es el eje sobre que gira la trama en la novela de Edwards. Sino el amor. La amistad dinamiza el argumento. El amor lo agrava. Gravedad deslucida. También el humor (culto. La ironía) está y se le espera. Acaso las líneas que preceden sean irónicas. Acaso ni tuve amiga ni fui traicionado ni rechacé, idealizándolo, nada luego.