viernes, 22 de agosto de 2014

156/ Desconcierto

Ana María Matute ganó el Nadal el año 1959 con Primera memoria. He leído la novela y no salgo de mi asombro. Algo hay en ella que se dice sin decirse. Que se insinúa ocultándose. Que zamarrea y retrotrae hasta la infancia y la adolescencia con sus paroxismos y sus declives. Y ese algo desconcierta. Algunos envuelven esta historia con el papel-regalo de una metáfora genérica: la de la perversión de la inocencia operada en unos chicos de población isleña (e indefinida) en el 36. Pero hay más. No voy a detallarlo todo. Solo mencionaré dos cuestiones de mi des-interés personal. Una: el exceso de descripciones naturalistas vía subsunción de lo exterior por el mundo interior de la narradora-protagonista. Ejemplo: las nubes vaticinan hechos (o pensamientos o emociones o…) sombríos. Otro ejemplo: el sol excesivo castiga las conciencias. Otro: la luz permite pensar lo oculto. Y dos: el análisis de la condición humana inscrito en un halo de misterio a que rehusa el lector racionalista. Incómodo halo. Incómodo y aburrido halo. La trama se presta a otro juego impertinente: el de tiempo y espacio desdibujados. El recuerdo de quien narra la historia se regodea en ello. Algo singular me ha acontecido leyendo esta novela: al principio me elevó hasta el Olimpo (el de la obra maestra) para luego descenderme al Averno (el de la obra convencional). Primera memoria es el segundo título de la Matute a que me enfrento. El otro fue Aranmanoth. Ninguno me ha satisfecho. A  A.M.M. se le ha considerado (y se le considera) una de las más grandes voces narradoras de nuestro tiempo. Ergo: yo debo ser uno de los peores lectores. Ojalá. Cuando se nos cae un mito (yo había mitificado a la Matute sin haberle leído) el sentimiento de orfandad es profundo. El oficio de novelar es arduo. A veces el novelista desconoce cuál es el tempo narrativo exacto e idóneo. Y repite constantes innecesarias una y otra vez. Naturalmente el lector acaba cansándose. Justo lo que me ha ocurrido a mí con Primera memoria. Conozco el oficio. No daré más bombo a mi hastío. De modo que aquí lo dejo.

jueves, 14 de agosto de 2014

155/ Del mal del bien

Yo no sé si Nietzsche tendría o no razón en lo referente al bien o buenismo. ¡La duda me corroe! Andrés Sánchez Pascual señala en su Introducción a Más allá del bien y del mal (Alianza Editorial. Madrid, 2012. Pág., 12) lo siguiente: “Nada queda a salvo de la sospecha, sobre todo lo denominado `bueno´, tras cuya engañosa máscara se oculta, según Nietzsche, el resentimiento, o sea el cristianismo, o sea el platonismo, o sea las `ideas modernas´”. Lo moderno y lo platónico y lo cristiano: puro resentimiento. Pregunto: ¿Resentimiento de qué? ¿Y en qué sentido? ¿En el de flaqueo? ¿En el de pesar? ¿En el de enojo? A mi ver la religión católica es dolorosa y triste (a pesar de la alternancia de la Epifanía con la Cuaresma y la Pascua). Es pasional. Hay quienes argumentan lo contrario: que es alegre y refractaria al dolor. Conjeturo que no hay pasión sin dolor. Y el dolor es triste. Y lo triste no es bueno.      

miércoles, 6 de agosto de 2014

154/ Recuerdo anejo a un soneto

Leyendo los Sonetos completos de Rubén Darío estoy. El nº 98 (“Melancolía”) dice: “Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía./ Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas./ Voy bajo tempestades y tormentas/ ciego de ensueño y loco de armonía.// Ese es mi mal. Soñar. La poesía/ es la camisa férrea de mil puntas cruentas/ que llevo sobre el alma. Las espinas sangrientas/ dejan caer las gotas de mi melancolía.// Y así voy, ciego y loco, por este mundo amargo;/ a veces me parece que el camino es muy largo,/ y a veces que es muy corto…// Y en este titubeo de aliento y agonía,/ cargo lleno de penas lo que apenas soporto./ ¿No oyes caer las gotas de mi melancolía?”. A este soneto tuvimos que enfrentarnos por una vez mis compañeros de Filología Hispánica y yo. Acaeció el hecho en clase de Teoría de la Literatura. Impartía ésta la esbelta Ninfa. Éramos los de entonces Guadalupe, Inés, Jesús, Juan Manuel, Manolo y yo. Cuando leí el soneto de marras ya no sería nunca más un servidor de nadie (como dice F.S.D.) el mismo. Recuerdo los quebraderos de cabeza suscitados por repetidos e inútiles intentos de dilucidar qué había querido significar el poeta con aquello de: “camisa férrea de mil puntas cruentas”. Y a Inés (y su alegría) despotricando contra Machado. Y a Jesús abatido en la décima o undécima fila del aula. Y a Juan Manuel componiendo poemas nerudianos en la misma hilera de sillas que Jesús. Y a Manolo consagrado en alabar sin remilgos a Javier Marías. Y a Guada (dilemas sentimentales aparte…) y su sueño de convertirse en lo que, finalmente, se convirtió: en profesora de Lengua y Literatura. Era la única del grupúsculo (junto conmigo) que adoraba a Juan Ramón: ¡cuántas veces no mencionamos ambos la rosa que no hay que tocar ya más porque es así…! Yo no logré ser filólogo. No era lo que ansiaba. Quería imbuirme de literatura. E hice, guiado por mi querencia, también realidad mi sueño: escribir. El paso por aquellas aulas me ayudó a conseguirlo. Y hallar en ellas afines. Demasiada Lingüística aireaban los planes de estudio para que yo resolviera seguir ligado a esa facultad. Hoy evoco a mis compañeros de entonces: vaya donde yo vaya siempre vendrán conmigo. Los evoco y los querría aquí. Aquí y ahora. Ahora y aquí per omnia saecula saeculorum. Acaso ellos oigan caer las gotas de mi melancolía.