viernes, 26 de marzo de 2021

351/ Del gobernante (y de la guerra)

Siempre he sostenido que el conductismo no ha muerto. El premio y el castigo siguen siendo animadores o estorbadores de la acción del hombre. Debiera decir del Zóon Politikón (animal político). El tipo (me niego a aceptar, en esto, una generalidad) abunda y por ello es necesario reconocerlo a vistazo fugaz. Lo mismo acontece con el Macho Alfa. Otro espécimen, este, que prolifera en casi todas las geografías del mundo. El Zóon Politikón no es peor que el Macho Alfa. En su poder está arruinarle la vida a alguien si en ello le va algún beneficio disfrazado de altruismo. ¡Ojo! A menudo viste traje y nudo y exhibe una verborrea rayana en lo afable y en lo inefable. Le gusta sobremanera el poder. O hacer creer al otro que no le gusta nada el poder. Que, incluso, lo desprecia. En este caso suele ostentarlo (el poder) sin ostentación alguna. Es más: hasta puede llegar a renunciar a él. 

     Todo es inútil: el Zóon Politikón nunca deja de ser Zóon Politikón. En ocasiones se junta, en un solo individuo, esta doble naturaleza: la de Zóon Politikón y la de Macho Alfa. Permítanme, ahora, un consejo. Aléjense de ambos tipos cuando los vean merodear su hacienda. Créanme: no traen (ni llevan) nada bueno aunque, a vista primeriza, parezca lo contrario. 

     Esa doble (pero no noble) naturaleza de que hablo suele concurrir en los gobernantes. Sobre todo en aquellos que por alguna extraña (o no tan extraña) razón tienen seguidores a mansalva. También en las redes sociales pululan estas aves de rapiña. Y en los blogs. Y en los cenáculos periodísticos. 

     Lo dicho: tengan mucho cuidado con ellos.

     Nada prefiere más un Zóon Politikón y/o Macho Alfa que guerrear. Esto les fascina. Javier Rambaud (pues considero suyo el estilo redactor abajo mostrado, y no de J. A. Marina, coautor de la obra) escribe en Biografía de la Humanidad. Historia de la evolución de las culturas (Ariel) lo siguiente: “Hoffman propone una fórmula propia de la psicología conductista para saber si un gobernante irá a la guerra: el importe del beneficio que se espera obtener, dividido por el coste político que le va a suponer. Si el premio es grande, y el coste es pequeño, por ejemplo, porque ha conseguido movilizar emocionalmente a sus súbditos, iniciará una conflagración. Este planteamiento, que nos parece acertado, exige una aclaración: ¿Quién resulta premiado en una guerra victoriosa? No parece que sea el pueblo. Solo queda como beneficiario un personaje concreto –el soberano– o un personaje abstracto –el estado, la nación, la religión, etc.–. Es una de las paradojas de la evolución cultural que el interés de los soberanos esté con frecuencia tan separado del interés de la gente, y que se haya conseguido muy poco para evitarlo”.

     Sobran añadidos.

miércoles, 24 de marzo de 2021

350/ Interdependencia o cultura del "amae"

En España (en Occidente) nos enfrentamos a un problema de difícil resolución. A saber: el itinerario seguido por nuestra evolución cultural. Este ha podido ser equivocado. Un periodo extraordinario para comprobarlo es la infancia. Pensemos en nuestros niños. Cómo son. Cómo no son. Cómo llegan a (y salen de) la escuela. A ella llegan, creo, con un bagaje cultural heredado de sus ancestros. De ella salen, creo, con ese bagaje cultural (reforzado, en unos casos, en otros remodelado) todavía más "agarradote" a sus constantes vitales. Desde el Australopithecus hasta el Sapiens, pasando por el Homo habilis, han influido en la cosmovisión y en la manera de ser de nuestros niños y niñas. O del futuro hombre y la futura mujer. 

     En Oriente aconteció de otro modo. Me corrijo: aconteció de igual modo pero el resultado fue diametralmente opuesto. Esto aseguran los expertos en Historia de la Evolución de las Culturas. Un españolito no resolverá, siempre, un conflicto cualquiera como un niponcito o un chinito o un tailandesito. Ni que ver. Comparar ambos procederes sería como comparar el agua fresca y caudalosa de la fuente natural de la Sierra Nevada con el agua escupida, no hace mucho, por la grifería marchenera. O el aceite de oliva virgen extra (de Jaén. De dónde si no) con el aceite de palma. ¡Puagh! Qué despropósito. 

     La diferencia afloró cientos de años atrás. Hoy sigue en la superficie de una sociedad acaso errada en su evolución. Yo no doy crédito. En tanto nosotros (occidentales todos. No se escapa ni uno. ¡Ni uno!) nos afiliamos al partido de Maquiavelo, un japonés hace lo propio con Confucio, cuyas enseñanzas habrían generado más beneficio que perjuicio a la humanidad entera. Takao Murase, al parecer, escribió: “Al contrario que en Occidente, no se anima a los niños japoneses a enfatizar la independencia y la autonomía individuales. Son educados en una cultura de la interdependencia: la cultura del amae: el ego occidental es individualista y fomenta una personalidad autónoma, dominante, dura, competitiva y agresiva. Por el contrario, la cultura japonesa está orientada a las relaciones sociales, y la personalidad tipo es la dependiente, humilde, flexiva, pasiva, obediente y no agresiva. Las relaciones favorecidas por el ego occidental son contractuales, las favorecidas por la cultura amae son incondicionales” (Marina J. A. y Rambaud J.: Biografía de la humanidad. Historia de la evolución de las culturas. Ed: Ariel. Barcelona, 2018. Pág., 277).

     Con esto, me parece, todo queda dicho.          

jueves, 18 de marzo de 2021

349/ Una aclaración búdica

Lo he pronunciado en público muchas veces: para mí el Budismo es una escuela filosófica inmejorable para no tener necesidad de ser feliz. O mejor aún: para no tener necesidad de nada en la vida. Eliminemos de la cuenta de resultados el deseo y hallaremos el balance, por fin, equilibrado. Y diremos: ya soy feliz. No estoy ironizando. Lo apunto con total rectitud: sin deseos somos inmensamente felices. José Antonio Marina atacaría de frente la frase anterior. Y concluiría: La carencia de deseos es similar a la muerte. Y yo: No, no, sin deseos se vive como un rey. Nada de muerte. Vivo y bien vivo está (y hasta colea) quien no desea más que no tener deseos. Y Marina: Pero ese ya estaría deseando algo. Y yo: No, no, con eso pasa como con la meditación budista. Meditar consiste en “pensar en no pensar”. O con el “aprender a aprender” de la pedagogía actualísima: nunca sabe uno cuándo se da de boca (para más concreción: contra las dos paletas) con el primer aprendizaje. El principio de algo (aprendizaje, meditación, felicidad) a menudo cuestiona lo sustantivado. Eso no le resta un ápice de valor. Eso contribuye a que no desaparezca de nuestro plano espiritual (el del ser humano). Y entonces Marina (con cierto hartazgo): ¡La historia de la humanidad es la historia del deseo de hombres y mujeres a lo largo de miles de millones de años! Y yo (despelucado): ¡Que no, que no, o sea: que sí, que sí, pero eso no es lo que yo estoy hablando! 

     Y así podíamos estar hasta mañana.

     Lo cierto es que el Budismo no es una escuela sino un conjunto de escuelas. Yo, sin duda, diferenciaría entre Budismo laico y Budismo religioso. El primero no obliga a formar parte de ninguna comunidad monacal. El segundo, sí, además coquetea con los ritos y acoge en su seno una jerarquía profesionalizada. Alabo el primero. Sus pilares son: bondad generalizada, compasión ilimitada, amabilidad instaurada y acrecentada. También, alegría infinita, siempre y cuando el practicante logre chafarse de las garras del deseo. Nota: excluyo de la nómina el deseo sexual. Yo solo refiero el aprendido. No el natural. ¡Hasta ahí podíamos llegar! Perdón por la rima.


     Addenda. Lo anterior ha sido una aclaración in extremis. No me gustaría pasar a la historia de mis congéneres con el sambenito de lo antinatural pegado a mi espalda como lapa inmisericorde. Más al contrario: ni un solo hombre en todo el mundo se sentirá más tendente a lo natural que un servidor de nadie (salvo, pero solo quizá, en el arte). Con “natural” vengo a significar esto: aquello que cae por su propio peso. Creo que va siendo hora de naturalizar el Budismo laico, de anunciar por activa y por pasiva su belleza, su humanidad. Y, de paso, desear que el Budismo no sea pesimista sino optimista. Tremendamente optimista.

     Esto último me ha sublevado cuando en la mañana he abierto el libro Biografía de la humanidad. Historia de la evolución de las culturas (Ariel), de mi querido y admirado José Antonio Marina, por la página 217. En ella se lee: “Los `optimistas´ ideales confucianos de activa vida social y servicio a la familia y a la comunidad parecían oponerse al mensaje budista, aparentemente pesimista, de retiro de un mundo lleno de miserias (…)”.

     El subrayado de la palabra "pesimista" es mío.

     Nada más. O mejor: Namasté.

lunes, 15 de marzo de 2021

348/ Amor erróneo

El hombre, a veces, se cree Dios. Huidobro habló del “pequeño Dios”. Juan Ramón, del Dios “deseado y deseante”. Huidobro nació el 93 del s. XIX. Juan Ramón, el 81 del mismo siglo. Creerse el hombre Dios podría juzgarse vulgar. Pero no es vulgar. Es primigenio. Es antediluviano. Como, por cierto, lo es el machismo. Podría pensarse que quien afirma lo aquí afirmado exagera un punto. Pero no exagera un punto. Acierta de largo. Lo peor de todo, conjeturo, es que la mujer junto con el hombre ha contribuido a que el estado de cosas actual sea el que es y no otro (y no otro mejor). Podría pensarse, repito, que lo traído aquí a escena no es más que una antigualla a la que no hay que prestarle atención. Con toda franqueza: lo dudo. Un fogonazo de asombro con mala sombra me ha cegado el pensamiento esta mañana. Léanse estos versos: 


     Soy tu amada, la mejor,

     te pertenezco como la tierra

     que he sembrado de flores.

     Tu mano reposa sobre mi mano,

     mi cuerpo es feliz,

     mi corazón se llena de alegría,

     porque caminamos juntos.


     Refiero lo siguiente: el sentimiento de pertenencia a otros que algunos seres humanos experimentan con independencia de su estatus social.

     El poema arriba copiado data de 2.000 años antes de nuestra era. Se encastilla en el papiro Harris 500. Su autor (o autora) es anónimo. Su actualidad, pasmosa. 

     Nadie pertenece a nadie. Digámoslo con claridad, sin arrogancia, sin miedo. Ni siquiera los hijos pertenecen a sus padres. El ser humano no es una trozo de carne (aunque lo parezca en ocasiones. Y añadiéndole ojos…) con que poder traficar. Ni un objeto arrojadizo. El ser humano (cada ser humano) es, sencillamente, un milagro. 

     Pues eso.      

martes, 9 de marzo de 2021

347/ Filosofía que ni pintada...

Ortega divagó sobre las relaciones existentes entre `marco´, `traje´, `adorno´.  Y yo, lector de tales divagaciones (¿habemus extravagancia?) me he quedado pensando. El filósofo tituló su escrito así: Meditación del marco. Meditar no es equivalente a pensar sino todo lo contrario: a no pensar para, luego, mejor pensar. Cita obligada aquí: "Mente clara, corazón tierno" (Buda dixit). Ramiro Calle ha utilizado estos cuatro términos para titular uno de sus libros. Yo lo celebro. Y, a los cuatro vendavales, grito: ¡Albricias! Pasemos por alto el despiste de don José Ortega y Gasset. Idéntico, por cierto, al de la Real Academia Española. Meditar (según la RAE) significa: `Pensar atenta y detenidamente sobre algo´. Como a menudo dice Jodorowsky: “Para qué seguir”...  

     Escribió Ortega: “Viven los cuadros alojados en los marcos. Esa asociación de marco y cuadro no es accidental. El uno necesita del otro. Un cuadro sin marco tiene el aire de un hombre expoliado y desnudo. Su contenido parece derramarse por los cuatro lados del lienzo y deshacerse en la atmósfera. Viceversa, el marco postula constantemente un cuadro para su interior, hasta el punto de que, cuando le falta, tiende a convertir en cuadro cuanto se ve a su través.

    La relación entre uno y otro es, pues, esencial y no fortuita; tiene el carácter de una exigencia fisiológica, como el sistema nervioso exige el sanguíneo, y viceversa; como el tronco aspira a culminar en una cabeza y la cabeza a asentarse en un tronco” (F. Lázaro y E. Correa: Antología Literaria Española Contemporánea. Ediciones Anaya. Pág., 250. Salamanca, 1967).

     Cabe, en este punto, pararse y ejemplificar. No caigamos en la simpleza: evitemos pensar en el alma y el cuerpo. Yo me inclino más hacia este otro ejemplo: libertad individual y colectiva Vs. ley (o marco legal ¿ético?). Barroco asunto. Solo apto (quiere decirse: su desentrañamiento) para políticos en ejercicio. Nuestra clase política, ahora, se ha metido a filósofa moralista. En este caso juzgo mejor el lenguaje no inclusivo. Pues eso: a filósofa moralista. Y, claro, así nos luce.

     Es la grandeza de la literatura. Sí, he dicho: literatura, no filosofía. La filosofía es un género literario `peculiarísimo´. Ortega fue, creo, un gran literato. Esto lo traslucen sus escritos menos heterogéneos que estéticos.

     El texto de Ortega continúa de este modo tan suyo: “La convivencia de marco y cuadro no es, sin embargo, pareja a (…) la del traje y el cuerpo. No es el marco el traje del cuadro, porque el traje tapa el cuerpo, y el marco, por el contrario, ostenta el cuerpo. (…)

     Pero tampoco es el marco un adorno. (…)

     Todo adorno (…) atrae sobre sí la mirada, pero es con ánimo de hincarla sobre lo adornado. Ahora bien: el marco no atrae sobre sí la mirada (…) No solemos ver un marco más que cuando lo vemos sin cuadro en casa del ebanista; esto es, cuando el marco no ejerce su función, cuando es un marco cesante” (Op. cit. Pág., 250-251).

     Me reitero en lo apuntado más arriba. Sé que Ortega situó su texto en la órbita del arte y de la estética. Yo entreveo una suerte de nostalgia normativa en él. Un deseo de ley acatada y no de ley quebrantada. Un convencimiento de Ordenamiento Jurídico moral y no de Desorden Jurídico inmoral (o, incluso, amoral). 

     Acaso este texto de Ortega no haya siquiera cumplido los dieciocho...

miércoles, 3 de marzo de 2021

346/ Parvo homenaje

Uno lee a Cortázar y ya nada sigue siendo igual. Olvida esa lectura excepcional y acomete otras menores: artísticas, literarias, filosóficas. Los días con sus noches transcurren entre renglones poco aprovechables acaso por haber sido, estos, poco (o nada) aprovechados. Los días y las semanas y los meses y los años. Y un buen año enmarcado en un buen mes enmarcado en una buena semana enmarcada en un buen día enmarcado en un buen cuento enmarcado en un universo personalísimo, estético (asimismo ideológico. Nadie es perfecto), uno regresa a Cortázar y corrobora lo del principio: nada seguirá siendo lo mismo. Yo no sé qué resorte se activa en la mente del lector cuando este lee a Julio. Un Julio triste. Un Julio perspicaz. Un Julio politizado. Un Julio genial. Un Julio inequívocamente controvertido. El misterioso resorte, digo, se activa y la literatura en su más amplio sentido de contundencia y zamarreo de adentro entra por las venas abiertas del lector del sur y arrebata con todo lo que halla a su paso. Esto, visto desde el epílogo. Situémonos, ahora, en el prólogo. Nada sucede de golpe y porrazo en Julio. Al contrario: todo es progresivo y corrosivo e implosivo en vez de explosivo porque el petardeo final a menudo se encastilla en la última línea (o párrafo. O página) de la narración. Y en ese proceso de intriga evolutiva, de tensión psicológica in crescendo, existe un lenguaje perfectamente hilado cuyos términos sencillos (alguno difícil hay) crean en sí y por sí mismos una atmósfera no menos perfecta que el mentado hilado y con ínfulas de paisaje digno de Santiago Rusiñol, pero del alma. Entonces uno queda estupefacto. Entonces uno queda (mal que le pese) sin palabras. Todas ellas se las apropió Julio para estructurar y escribir su cuento. Es el caso de Todos los fuegos el fuego. Refiero el cuento y el libro (Penguin Random House. Barcelona, 2016) cuyas páginas recuerdan la fisonomía de la literatura de altísimo vuelo (sí, sí, también imaginativo este) que hoy tanto escasea. Leer a Julio Cortázar no es un acto de lectura más. Gabriel García Márquez hablaba de `devoción´. No exageraba. Doy fe.