Nathaniel Hawthorne es padre de La letra escarlata. Vino, aquí, el 4 del siglo XIX para irse el 64. En variados e irrepetibles instantes de esos sesenta años tuvo el buen tino de apuntar argumentos de cuentos fantásticos. El que sigue constituye, de suyo, un micro-cuento íntegro. Su título: El testamento. Veámoslo: “Un hombre rico deja en su testamento su casa a una pareja pobre. Ésta se muda ahí; encuentran un sirviente sombrío que el testamento les prohíbe expulsar. Este los atormenta: se descubre, al fin, que es el hombre que les ha legado la casa”. Tan inquietante relato suscita algunas ideas. Una: que toda recompensa exige al recompensado pagar un precio. Otra (derivada de la anterior): que no existe la gratuidad. Otra: que el destino puede ser irónico. Lo asombroso es que un hombre fabrique una narración provista de los atributos de su género creyendo haber fabricado un apunte de la misma. A veces la literatura emerge del instinto (y no del azar). A veces del sueño (y no del ingenio). A veces del deseo (y no del interés).
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