A Ana Alba
Hay un desconcierto falso en las postrimerías de la juventud física: la nitidez de las apariencias. Una arruga aquí, una flaccidez allá, una variz acullá. Todo es falso. Lo falso no es el hecho de la aparición de tales hitos en el cuerpo. No. Lo falso es la meridiana nitidez del hecho. No hay tal nitidez. Es prueba que el prójimo no se percata de ello. Solo la última juventud lo percibe. ¿Cómo? Observándose eternamente ante el espejo. ¿Cuándo? Día tras día. Abro paréntesis. Ella no advierte que el espejo le tiende una trampa: la de manifestar lo que solo potencialmente está presente. Cierro paréntesis. ¿Dónde? En el pensamiento distorsionado del joven-viejo. En su voluntad tenaz de envejecer. Y no en otro lugar cualesquiera.
Lo que la juventud última debería ver frente al espejo no es otra cosa que una certeza: la de acaparar (aún) futuro. Un futuro que se esboza en un recto (o poco combado) espinazo. En unos frondosos cabellos con pretensión de ser blancos pero entreverados de gris y de negro. En unos vivaces ojos azules. En un corazón que no deja de demostrar, demostrándole al par al joven-viejo, tañidos ágiles. En unas piernas fornidas. En unos brazos atléticos. La juventud última solo ve su fingida (por ansiada) decadencia. Cuando alguien se empeña en caer, cae, cae o se tira (¡contra el piso da de bruces de todas todas!).
Lo peor de envejecer antes de tiempo es acostumbrarse a ello. En toda costumbre anida la malévola idea de un veredicto que no admite prueba en contra. El hábito se transforma, entonces, en irrefutable verdad. Pero su raíz es falsa. Habría que remover el terruño de la baja autoestima para extraerle al embuste la raíz y sembrar otra flora en ese hueco. La empresa no es baladí y es factible. Solo hay que mudar el pensamiento como quien muda de camisa. O de opinión. Al cabo algo germina…
No creo que deba incitarse la vejez. Ese perro muerde de apoco y no una sola vez sino muchas. De eso a irritarlo para que lo haga (morder) va un trecho notable. Se le acopla un collar (anti pulgas o no) y se le encasqueta un bozal y ya está: problema resuelto. O casi. O temporalmente. La ancianidad no perdona. Cierto es. ¿Y no da tregua en tanto que, de forma progresiva, se manifiesta cual fantasma larga y amargamente aguardado? ¿Y no es su manifestación natural una tregua de efectos paulatinos en tanto la juventud se resiste a ausentarse de cuerpo y mente?
He escrito lo que precede desde la fiebre. Un virus. Lo contraje en el gimnasio. Creo. Tampoco es que él me espetara: ¡ea, ya me tienes, todo tuyo soy! Lo sé por una cuestión radical y acaso errónea: al día siguiente empecé a notar los primeros síntomas. Mucosidad imaginativa. Dolor de cabeza ideal. Flojedad de argumentos musculares. Fiebre. Perdóneseme, por ello, el desvarío.
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