Deseo dar muestra de un trepidante estilo literario cinematográfico. No mío. Pedro Antonio de Alarcón es su artífice. Y El final de Norma la novela donde éste ejercita esa escritura. Expresar, aquí, lo que a nivel técnico supone esta obra lo juzgo un punto inapropiado. Demasiado extenso sería mi excitante discurso. Quédense tranquilos los lectores de esta pobrecita bitácora. No lo haré. Sin embargo apuntaré algo. Uno: la sencillez lingüística empleada por quien fue un gran intelectual de su época y miembro de la Real Academia de la Lengua Española. Ignoro si esto último refuerza mi impresión sobre el autor o la debilita. Dos: la plena ejecución de una trama y un argumento sencillamente perfectos. Esto es crucial y solo comparable a los que fabricara Pío Baroja en Las inquietudes de Shanti Andía. Nota: no mencionaré novelas largas para ejemplificar lo que quiero decir. Imaginar un argumento impecable sin desquerer a la psicología o a la filosofía o a la cultura (no de masas. Sí de escasa recepción) lo entreveo como un milagro. Y tres: la construcción de un equilibrado tiempo interno. Hacía mucho que no leía algo parecido. He tenido la impresión lectora de que un día narrado en un puñado de líneas se corresponde exactamente con un periodo de 24 horas. Un día u otras unidades de tiempo. Algo así solo lo logran los grandes novelistas. Algo así se llama: “literatura de altos vuelos técnicos”.
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