Ya La peste es uno de mis libros de cabecera. Su autor (Albert Camus) no escatimó en grandeza literaria al escribirlo. Es novela proverbial. Gigantesca. Purísima. Dos vertientes suyas me han hipnotizado: aquella que perfila la condición humana en tiempos de penuria y pavor (general); y aquella otra que refiere el sentir del hombre individualista en toda época (particular). Ambas suponen para mí una corroboración y decenas de recuerdos. Corroboro la colectivización social en medio de un clima de sufrimiento y opresión generalizados (piénsese en la cacareada crisis actual). Escribe Camus: <<(…) Todo consistía en renunciar a lo que había en ellos de más personal. Mientras que en los primeros tiempos de la peste eran heridos por una multitud de pequeñeces que contaban mucho para ellos y nada para los otros (…), ahora, por el contrario, (…) se interesaban en lo que interesaba a los otros (…)>>. La segunda vertiente es la del amor que da y no recibe quien se ha independizado de todos y de todo. Camus alude al materno y al fraterno. Yo lo hago extensible al carnal, comúnmente denominado “de pareja”. Prestémosle atención a Camus: <<(…) Y ella llegaría a morir –o él– sin que durante toda su vida hubiera podido avanzar en la confesión de su [amor]>>. Espeluznante. Ocurre a menudo; me atrevería a apuntar: más de lo imaginable.
¿Por qué callamos? ¿Qué nos induce a ocultar amor? Camus aventura una causa: <<(…) Vivir únicamente con lo que se sabe y con lo que se recuerda, privado de lo que se espera>>. Y concluye: <<No puede haber paz sin esperanza>>. Perdida ésta en el regreso de un amor que pudo ser o seguir siendo y que no será, es claro, nos entierra en vida. Entonces buscamos crepúsculos con que calmar nuestra ansiedad o textos hermosos con que refutarla. Entretanto hay un hombre o una mujer, ignorantes, que nunca sabrán nuestro desvelo. ¿Merece esto la pena? ¿Es justo? Una revelación de amor no debería incomodar sino, más al contrario, gratificar. Aunque el sentir que la fundamenta no sea correspondido.
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