Quisiera escribir como la mamá grande de mi amiga Irene. Escribir: “Con palabras sencillas te invito/ a mirar más allá de lo palpable/ y ahondar en los sentimientos/ que te invaden.// Con palabras sencillas te pregunto:/ ¿Has querido alguna vez alcanzar/ con tus manos una quimera?// Si esto no sucediese…/ sencillamente, abrázame.” Escribir: “La espera tiene nombre de inercia./ En las vacías horas del hastío,/ me cobijo bajo nubes de acuarelas grises/ buscando gotas que me liberen”. Escribir: “Acepto la vida tal como es/ con sus brumas y su luz,/ sus alegrías y sus tristezas,/ ¿quién me prometió un camino de rosas?”. O que las caracolas marinas son cisnes lacustres que surcan con su nado aguas calmas. O que el anciano es un árbol viejo y el niño gota de lluvia que hace temblequear las hojas de ese árbol. O que los antojos son viñas que acaparan blancas palomas en su seno. Me hubiese gustado parir tales Versos imperfectos. Quien los alumbró fue la mamá grande de Irene: Dorka Molina Pichardo. O: Dorka Cervantes. O: la viuda de Francisco Cervantes López (papá grande de Irene). Airearé aquí qué supone para mí Versos imperfectos: Poesía sencilla mas no simple. Tú, Dorka, has ido a la hondura (a la caricia del alma) por la sencillez. Tal hiciera Mercedes de Velilla. Mi Juan Ramón dejó escrito que “la perfección se halla en la espontaneidad y en la sencillez” (o algo así. Cito de memoria). Versos imperfectos son, a mi juicio, versos perfectísimos. Y he de agradecerte, Dorka, que des (que hayas dado) a la amistad el hueco anhelado por mí para ella siempre. Cuando escribes: “Desaparecerá la luz de mis ojos,/ mis vivencias se harán anónimas;/ quizás algunos me recuerden/ aquellos que enriquecieron mi vida/ con su amistad”. La primera estrofa del poema intitulado Últimas palabras es, así lo siento yo, un canto a la amistad. Imposible no memorar durante su lectura a Irene, a Juan Diego, a Rebeca, a Ana Alba, a Alejandra, a Juan Francisco Núñez, a José Manuel Cabrera, a David Rebollo, a Gonzalo Onieva, y a tantos otros. Versos imperfectos aborda el paso del tiempo con sus alegrías y sus tristezas. También uno de sus residuos (del tiempo) fundamentales: la quimera. Aquí expones tu alma como piel nívea de niño al sol achicharrante del estío. Evocas el amor pasional y el romántico. Evocas el deseo satisfecho o insatisfecho dependiendo de las telarañas del tiempo que proliferen por el cuerpo. En tu expresión hay algo incombustible. Tus poemas son (creo) tu expresión. Tu vida ha sido (creo) tus poemas. Vida y obra en ti están (creo) amalgamadas. Acaricias la ambivalencia de la alegría y de la tristeza. Del amor y del desamor. De la pasión y de su antinomia. De la vida y de la muerte. Epílogo, poema que cierra tu libro, reza: “Floreció mi cuerpo dos veces,/ se entregó sin medida al amor,/ lentamente el tiempo pasa páginas/ y apaga la flor encendida de mis deseos,/ el invierno se instala en mi alma/ sólo sigue latiendo mi corazón”. Lo puesto en versal me ha noqueado. Conjeturo que la ancianidad es una edad ardua. Todo lo que sé se lo debo a los libros y a mis mayores. A eso lo llamo yo “raíces del alma”. O (tanto monta) alegría de aprender tal un epígono. Los espíritus joviales tienen muelle y cuerda para rato. El tuyo lo es. Ergo: ¡quedo a la espera de tu próximo (no sé si pronto o tardío) libro! Y que Buda Misericordioso me dé salud para leerlo.
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