John Gardner escribió la siguiente soplapollez: “La escritura amanerada –como el sentimentalismo y la frigidez– surge (…) de un carácter defectuoso. En los círculos críticos se considera un error trazar relaciones entre los defectos literarios y un carácter defectuoso, pero para el profesor de Escritura Creativa esas relaciones son imposibles de pasar por alto. Si un alumno varón se pone a atacar al género femenino en pleno, escribiendo una ficción que incluso avergüence al resto de la clase, el profesor no estará a la altura de las exigencias de su trabajo si limita sus críticas a comentar el empleo excesivo de los `detalles góticos´, la tendencia sentimentaloide que presenta el ritmo de la frase o el efecto de distracción que pueda tener su dicción por ser sumamente escatológica. Lo máximo que se puede conseguir con esas críticas timoratas es una pieza de ficción revisada y libre de errores técnicos, pero no por ello menos vergonzosa. Para ayudar al escritor, ya que ese es su cometido, el profesor ha de capacitarle para ver –en parte enseñándole cómo delata su ficción la visión distorsionada que tiene de las cosas (tal como sucede siempre con la ficción cuando se examina a fondo)– que su carácter personal cojea bastante” (El arte de la ficción. Ediciones y Talleres de Escritura Creativa Fuentetaja. Madrid. 2001. P., 153).
John confundía los términos del binomio autor-narrador. ¿Quién se habría creído él para determinar que el carácter de alguien es (o no es) defectuoso? ¿No sería su cerebro, por patinador y colador y por vaina quien lo portaba, el defectuoso? ¿Y qué es esa tontuna de que una ficción puede llegar a avergonzar? ¿Es que toda ficción “vergonzante” (no por la calidad que atesore o deje de atesorar. Sino por su contenido “escatológico”) es inútil? Yo habría aconsejado a este profesor de Escritura Creativa de tres al cuarto de chóped que leyese (y que aprendiese de memorieta) La verdad de las mentiras. Genial ensayo (pero metaliterario) de Mario Vargas LLosa. Quien en esta ocasión no aburre. No a mí. De justos es reconocerlo. Y que no sirva de precedente. Leyéndolo habría podido percatarse de lo zopenco que podía ser y del valor de la buena literatura. ¿Cuál? Por ejemplo: “avergonzar” al lector. ¿El motivo? Conocer éste la condición humana frecuentando novelas y poemas y ensayos y exorcizar sus fantasmas. Los rasgos de éstos. Sus cortapisas. Su materia intramolecular.
Lo más maravilloso del arte literario es la visión “distorsionada” de la realidad que airea quien lo ejecuta. La literatura no emula a aquélla. Solo la recrea. De re-crear. O sea: volver a crear. ¿Cómo? Según el libre albedrío sensible e imaginativo de quien la fabrique. Debía haberse metido esto en la mollera y dejar en paz a tantos (¿y tan apocados?) alumnos y alumnas. No reventar futuros proyectos humanos de escritor y de escritora. Los reventaría usted. Seguro estoy de ello. Pobres criaturas y creaturas (repárese en la “e” de este segundo término) aquellos que recalasen y aquellas que fuesen concebidas, respectivamente, en sus magistrales clases. De todos ellos y ellas me apiado. ¿Habrán logrado ser escritores? ¿Ser leídas? No añadiré nada. Le dejo (tranquilo. Ojalá) en el empíreo. Y excúseme el atrevimiento.