Volvamos, un punto, la mirada a Bécquer. A su Rima quincuagésimo segunda…
Olas gigantes que os rompéis bramando
en las playas desiertas y remotas,
envuelto entre la sábana de espumas,
¡llevadme con vosotras!
Ráfagas de huracán que arrebatáis
del alto bosque las marchitas hojas,
arrastrado en el ciego torbellino,
¡llevadme con vosotras!
Nube de tempestad que rompe el rayo
y en fuego ornáis las sangrientas orlas,
arrebatado entre la niebla oscura,
¡llevadme con vosotras!
Llevadme, por piedad, a donde el vértigo
con la razón me arranque la memoria.
¡Por piedad! ¡Tengo miedo de quedarme
con mi dolor a solas!
Cuatro serventesios de pie quebrado formidables. La lírica es uno de los tres grandes géneros literarios (¿los otros dos? Épica y dramática). No siempre fue así. Aristóteles se mostró reticente a incorporarla a esa tríada. Creía que no cumplía con las exigencias de la mimesis. Platón, quizá a regañadientes, sentó cátedra en su República (libro X): “Toda poesía es mimética”.
Recordarlo no está de más.