La post-ópera prima de Eduardo Mendoza me ha aburrido grandemente. Su título: El misterio de la cripta embrujada. Promete, este, lo que hay tras él: una historia comercial con ínfulas de novela negra. Advertí ese tufo desde el principio. Hice ojos cegatos por leer algo del autor antes de pasar mi examen. Al cabo no habrá examen. Me corrijo: lo habrá yo no sé cuándo. Finalmente he leído el latazo de Mendoza cuyo humor, desternillante para algunas lenguas aduladoras, no me ha hecho reír una miaja. Acaso el lenguaje tenga algo que ver: demasiado elevado en boca de personajes un punto verosímiles. Ese ha sido mi escollo lector: la inverosimilitud verbal de la obra. Paremos los ojos en la página que se nos antoje y hallaremos, en ella, frases grandilocuentes mal encajadas con la prosopografía del hablante. Ejemplo (expresa el narrador-protagonista. Proviene, este, de bajos fondos sociales y un psiquiátrico): “El andén y la estación entera eran un pandemónium. Había empezado el caudaloso y lucrativo flujo de turistas que año tras año persisten en acudir a este país en busca de las caricias de nuestro sol, el hacinamiento de nuestras playas y el devaluado costo de nuestras pitanzas (…)”. Uno que otro acierto hay. No se prodigan estos. Quiere decirse: su número desmerece a la calidad que atesoran los hallados. ¿Habré de achacarlo a descuido o a descreimiento de Eduardo? El entretenimiento puede perjudicar la salud mental del lector. No entraré, hoy, en ese jardín. Lean el libro Kokoro (a vida o muerte) de Fernando Sánchez Dragó si desean abundar en eso. Hallarán lo que buscan. Entretanto yo echaré el ojo a otro libro y después a otro y a otro hasta que me reste aliento. Es tan larga la vida y tan corta la lectura que más vale callarse y leer.
Sea.