jueves, 20 de noviembre de 2025

496/ Terror, no. Crudeza

Erra generosamente quien coloca etiquetas a la literatura. Erra generosamente quien registra géneros literarios. Al lector antiacadémico, sin embargo, todo esto le trae sin cuidado. Ahora dicen que Mariana Enriquez <<hace>> Terror. Yo no sé si lo que Mariana Enriquez <<hace>> o deja de <<hacer>> es esto o aquello de más allá; yo sí sé que su prosa, sencilla y lúcida, linda con lo repulsivo (apelo, aquí, a lo <<repugnante>> sólo); mejor aún: describe, sin lindezas, lo repulsivo. Un botón de muestra de su libro Cómo desaparecer completamente (Anagrama, 2025): <<Él no había estado en el momento del tiro, pero había visto la sangre después y… parecía que hubieran descuartizado animales en la habitación. Todo salpicado de sangre: la pared, las sábanas, la mesita de luz, el espantoso detalle de los rostros de dientes y hueso de la mandíbula por el suelo, eso sí lo había visto>> (op.cit., pág., 48). Que a esto se le pueda llamar <<Terror>> es, me parece, más un ejercicio de libertad expresiva e imaginativa que otra cosa. Del mismo modo podría llamársele <<Gore>>. O: <<Mal gusto>>. O: <<Decir las cosas como son>>. O: <<Valentía>>. O: <<Incorrección política>>. O: <<Escrupulosa, pura, observación externa>>. O, por qué no: <<Crudeza>>; así, a secas.  

     Lo que Mariana Enriquez <<hace>> es, <<sin género>> de duda, escribir bien. El gallego tóxico metía todo en el mismo saco y lo denominaba así: <<Literatura>>. Le concedieron el Premio Nobel; algo del tema sabría… Dejémonos de pamplinas academicistas y enfrentémonos a la prosa o al verso desde una postura des-encorsetada (libre). En ningún momento me ha embargado la sensación, leyendo a Mariana Enriquez, de estar ante un texto encajonado en el género <<Terror>>. ¿Invalida mi sensación la generalizada (por uso masivo…) etiqueta? Posiblemente, no; pero la deja en entredicho (para mí; solo para mí…). ¿A alguien se le ocurriría describir el cine de Tarantino (cine y literatura están íntimamente emparentados; nadie lo olvide…) como <<de Terror>>? 

     Únicamente vislumbro una justificación loable de esa etiqueta: que la vida sea, en última instancia, terrorífica. Ese es el tipo de vida que Mariana Enriquez describe en su libro Cómo desaparecer completamente; pero dentro de la vida terrorífica, a veces, brilla un haz de luz. Lo subrayaré: <<Lucía se empezó a reír y Matías se dio cuenta de que a él también le daba mucha risa, así que se rió también, y los dos terminaron agarrándose la panza, dejando los cigarrillos en el cenicero para non quemar la cama, tan flojos los ponía reírse>> (op.cit., pág., 114). Botella de oxígeno para el lector sensible. O: Suspiro de alivio. Tanto monta.

     Leer a Mariana Enriquez se me antoja sufrido. Algo hay, sin embargo, en su prosa que obliga a seguir enfrentándola con ojos incrédulos a la vez que llorosos; o expectantes a la vez que <<de párpados desmayados>>. Delinear esa intrínseca realidad con palabras (excusas por mi egoísmo) es lo que trataré de hacer en sucesivas lecturas de Mariana Enriquez. Veremos si, al cabo, acabo lográndolo o todo lo contrario...

martes, 11 de noviembre de 2025

495/ Con base en el retruécano

Algo hay en la literatura de Aira que desconcierta y fascina a la vez. Yo lo he comprobado muchas veces; hasta hoy no me había cerciorado al cien por cien de ello. Es infalible. Es inefable. Yo no sé cómo analizarlo sin caer en la incoherencia. Uno lee (uno empieza a leer) un texto de Aira, el que sea, y al tiempo que despotrica contra el autor goza la lectura y ahí ya no puede dejar de leer. ¡Asombroso! Porque Aira encabrita. Pero de igual forma impide que el lector se duerma en los laureles de la superficialidad y la nimiedad literarias (espoleando su pensamiento; llevando al límite su imaginación) tan presentes en esta época en que nos ha tocado leer. Uno lee (uno empieza a leer) a Aira y piensa: <<Cierro el libro, y a otra cosa>>. Pero, en esas, uno ya sabe que cerrará el libro para volverlo a abrir más adelante y no, en modo alguno, para no volverlo a abrir nunca más. 

     Recientemente me ha ocurrido lo arriba referido con Varamo (Anagrama, 2002). No sé cuántas veces me he enfrentado a la novela (me niego a decir: la <<novelita>>. Los artefactos, los <<juguetes para adultos>>, de César Aira son tan lúdicos y exponentes de una profundidad tan insondable que juzgo poco menos que sacrílego aplicarles un diminutivo como santo o seña de identidad. ¿Desde cuándo la identidad pasa por la cantidad?); quizá tres, cuatro veces, vayan ya.

     Lo cierto es que he vuelto a descifrar Varamo y, de nuevo, ha emergido en mí el enojo original y la subsiguiente fascinación. No se trata (hay que apuntarlo) de enojo derivado de la estética. No. Se trata, más bien, de enojo derivado del intelecto: qué está queriéndome decir Aira en este o en aquel pasaje de más allá… La fascinación <<no requiere mayor elucidación>> (Borges dixit. Y perdón por la rima): el lenguaje, aparentemente convencional, no lo es tanto; más lenguaje pluri-significativo es, el cual conduce a niveles de pensamiento a la vez juguetón y científico alejados (esos niveles) de lo que uno puede llegar a suponer a priori. Un a priori muy a priori. Porque uno, leyendo a Aira sucesivas veces, saca punta al intelecto; intelecto, de ordinario, dormido en los laureles del Realismo.

     César Aira ha escrito: <<Su posición era peculiar, y especialmente incómoda. Como cualquier otro improvisador, podía hacer cualquier cosa, realmente cualquiera, pero a diferencia de cualquier otro él había tenido un punto de partida, bajo la forma de una intención secreta (…) Su intención no era improvisar: al revés, improvisar era lo que debía hacer para realizar su intención. Aún así, también tenía que tener la intención de improvisar, porque todo lo que se hace, aún lo accesorio, se hace con una intención. Pero el secreto de su intención anterior contaminaba necesariamente ésta, y entonces debía ocultar que improvisaba, cosa que, dada la falta de tiempo, equivalía a improvisar que ocultaba>> (op.cit., págs., 59-60).

     Si lo arriba copiado no es un retruécano o una paradoja (o como quiera llamársele) en toda regla, pero fascinante…, que venga Buda y lo vea. 

     Y así, paciente lector, la obra toda de Aira.

lunes, 3 de noviembre de 2025

494/ ¿Transgresión u observancia?

Yo sigo, erre que erre, con el escabroso tema del incesto. Cae, ahora, en mis manos Bélver Yin (Jesús Ferrero, 1981; BIBLIOTEX, S. L., 2001). La primera vez que topé este tema en una obra de ficción fue el año 2016. El libro que me lo arrojó en la faz fue Los confines (Andrés Trapiello). Luego, vino el de Cela: Mrs. Caldwell habla con su hijo, 2025. Tres novelas, pues, que desarrollan (cada una a su modo) el mentado escabroso tema. Antes he dicho: <<Cae, ahora, en mis manos Bélver Yin>>. No. La novela de Jesús Ferrero aguardaba pacientemente en una balda de mi librería a que yo, por fin, la redescubriese (si por <<descubrir>>, pero no <<redescubrir>>, entendemos lo que sigue: hacerse uno con el libro de que se trate y poco más; o sí...: leerlo. Lo primero, hay que decirlo, ocurrió yo no sé cómo ni dónde ni cuándo).

     La prosa de Jesús Ferrero se me antoja ágil. Una escritura dinámica, comprimida (dice mucho con pocas palabras), la sostiene omnímodamente. ¿A qué emplear cientos de páginas para airear una idea que, fácilmente, pede ser expresada en unas pocas líneas? (algo así dejó escrito Borges; y tenía razón). Hay cada barroco por ahí suelto (¿verdad?, Juanito Manuel)…

     Quizá de los tres casos de incesto ficticio más arriba mentados el menos venéreo sea el ventilado en Bélver Yin. Conlleva, este, incertidumbre; el lector nunca sabe, a ciencia cierta, si se produce o no la <<Caída Final>>. 

     Botón de muestra:

     <<–Ven– dijo ella atrayéndolo hacia sí–, hoy te dejaré dormir a mi lado, pero sólo si me prometes que no iremos más lejos de lo que las leyes prescriben en nuestro caso.

     –Seré cándido– dijo él–; seré, si así lo quieres, desdeñoso con tu piel y me acostaré contigo como si me acostase solo. No te oiré, no te veré: seré un témpano. 

     –Tan exageradamente frío no te quiero– susurró Nitya, asiéndose a su hermano con prudencia.

     Estaba anocheciendo, pero ellos no tenían por costumbre encender los candelabros, simplemente dejaban que la noche entrase en su alcoba y los acompañase hasta el alba con toda su oscuridad>> (op. cit., pág., 80).

     Qué pasaría o dejaría de pasar en esa alcoba es, finalmente, algo que el lector tendrá que conjeturar. Hay una petición promisoria. Hay la ejecución de esa petición promisoria. ¿Alguien cree, a pies juntillas, en lo que (literalmente) se dice?

     En otro pasaje de la novela la incertidumbre adquiere forma de certidumbre:

     <<Saberse deseada por un eunuco que la tomaba por un hombre le producía náuseas, mas esa repulsión se confundía a veces con el deseo de poseer enteramente a su hermano. A ratos lo imaginaba bajo su cuerpo, pronunciando su nombre con delectación. ¿Qué le estaba pasando y por qué la escena del jardín había provocado en ella apetencias tan dudosas?>> (op.cit., pág., 142).

     Quizá la clave esté en el adverbio (<<realmente>>).

     Y así, pian pianito, el lector llega, por fin, a ser testigo (¡pero no explicito!) de la <<Caída Final>>. Esto sucede (valga la repetición) al final de la novela; concretamente: en el capítulo veintiuno (al final de este, en el último párrafo). Ahí, se lee:

     <<Se nombraban desde el origen y en ese instante carnal se fundían para siempre sus vidas y sus muertes, su luz y su oscuridad, su eterno retornar al corazón de lo idéntico y al primer alborear de sus puras diferencias: Bélver Yin, Nitya Yang>>.

     En el párrafo arriba copiado, por más decir, queda descrito el carácter simbólico de la novela. Yo no entraré en ese jardín de rosas con espinas como garfios…

     Yo no sé si los temas literarios responden a deseos inhibidos del autor. Yo sí sé que resulta del todo irremediable que lo más transgresor y oscuro del ser humano emerja a modo de potencia imparable a la conciencia de aquel. Deviene sano y recomendable que así suceda. De lo contrario, la sustancia oscura y transgresora se enquistaría en el fuero interno del autor, pudiéndole provocar (no es descabellado pensarlo…) la muerte por abultamiento. Una implosión terrible. No conviene subvalorar el inconsciente. Él es nuestra Otra Parte (malicio que Coelho no estaría muy de acuerdo con esta apreciación; pero en fin. Risas); una Otra Parte, eso sí, insidiosa y mezquina; tanto que, a veces, vuelve majara al más cuerdo.