Yo sigo, erre que erre, con el escabroso tema del incesto. Cae, ahora, en mis manos Bélver Yin (Jesús Ferrero, 1981; BIBLIOTEX, S. L., 2001). La primera vez que topé este tema en una obra de ficción fue el año 2016. El libro que me lo arrojó en la faz fue Los confines (Andrés Trapiello). Luego, vino el de Cela: Mrs. Caldwell habla con su hijo, 2025. Tres novelas, pues, que desarrollan (cada una a su modo) el mentado escabroso tema. Antes he dicho: <<Cae, ahora, en mis manos Bélver Yin>>. No. La novela de Jesús Ferrero aguardaba pacientemente en una balda de mi librería a que yo, por fin, la redescubriese (si por <<descubrir>>, pero no <<redescubrir>>, entendemos lo que sigue: hacerse uno con el libro de que se trate y poco más; o sí...: leerlo. Lo primero, hay que decirlo, ocurrió yo no sé cómo ni dónde ni cuándo).
La prosa de Jesús Ferrero se me antoja ágil. Una escritura dinámica, comprimida (dice mucho con pocas palabras), la sostiene omnímodamente. ¿A qué emplear cientos de páginas para airear una idea que, fácilmente, pede ser expresada en unas pocas líneas? (algo así dejó escrito Borges; y tenía razón). Hay cada barroco por ahí suelto (¿verdad?, Juanito Manuel)…
Quizá de los tres casos de incesto ficticio más arriba mentados el menos venéreo sea el ventilado en Bélver Yin. Conlleva, este, incertidumbre; el lector nunca sabe, a ciencia cierta, si se produce o no la <<Caída Final>>.
Botón de muestra:
<<–Ven– dijo ella atrayéndolo hacia sí–, hoy te dejaré dormir a mi lado, pero sólo si me prometes que no iremos más lejos de lo que las leyes prescriben en nuestro caso.
–Seré cándido– dijo él–; seré, si así lo quieres, desdeñoso con tu piel y me acostaré contigo como si me acostase solo. No te oiré, no te veré: seré un témpano.
–Tan exageradamente frío no te quiero– susurró Nitya, asiéndose a su hermano con prudencia.
Estaba anocheciendo, pero ellos no tenían por costumbre encender los candelabros, simplemente dejaban que la noche entrase en su alcoba y los acompañase hasta el alba con toda su oscuridad>> (op. cit., pág., 80).
Qué pasaría o dejaría de pasar en esa alcoba es, finalmente, algo que el lector tendrá que conjeturar. Hay una petición promisoria. Hay la ejecución de esa petición promisoria. ¿Alguien cree, a pies juntillas, en lo que (literalmente) se dice?
En otro pasaje de la novela la incertidumbre adquiere forma de certidumbre:
<<Saberse deseada por un eunuco que la tomaba por un hombre le producía náuseas, mas esa repulsión se confundía a veces con el deseo de poseer enteramente a su hermano. A ratos lo imaginaba bajo su cuerpo, pronunciando su nombre con delectación. ¿Qué le estaba pasando y por qué la escena del jardín había provocado en ella apetencias tan dudosas?>> (op.cit., pág., 142).
Quizá la clave esté en el adverbio (<<realmente>>).
Y así, pian pianito, el lector llega, por fin, a ser testigo (¡pero no explicito!) de la <<Caída Final>>. Esto sucede (valga la repetición) al final de la novela; concretamente: en el capítulo veintiuno (al final de este, en el último párrafo). Ahí, se lee:
<<Se nombraban desde el origen y en ese instante carnal se fundían para siempre sus vidas y sus muertes, su luz y su oscuridad, su eterno retornar al corazón de lo idéntico y al primer alborear de sus puras diferencias: Bélver Yin, Nitya Yang>>.
En el párrafo arriba copiado, por más decir, queda descrito el carácter simbólico de la novela. Yo no entraré en ese jardín de rosas con espinas como garfios…
Yo no sé si los temas literarios responden a deseos inhibidos del autor. Yo sí sé que resulta del todo irremediable que lo más transgresor y oscuro del ser humano emerja a modo de potencia imparable a la conciencia de aquel. Deviene sano y recomendable que así suceda. De lo contrario, la sustancia oscura y transgresora se enquistaría en el fuero interno del autor, pudiéndole provocar (no es descabellado pensarlo…) la muerte por abultamiento. Una implosión terrible. No conviene subvalorar el inconsciente. Él es nuestra Otra Parte (malicio que Coelho no estaría muy de acuerdo con esta apreciación; pero en fin. Risas); una Otra Parte, eso sí, insidiosa y mezquina; tanto que, a veces, vuelve majara al más cuerdo.