Esbozaré tres reflexiones
inducidas por un interrogante. He aquí la primera: ¿Qué es el tiempo? Una sucesión
de instantes que son materia temporal. Cada milésima de segundo engloba un
mundo de instantes. La vida de cualquiera, desde el nacer hasta el morir, una
eternidad de tiempos. La eternidad no traspasa lo que la engloba: su propio
tiempo de instantes. Ni el suyo la eternidad de la eternidad. Ni el suyo, otro
tiempo de instantes mayor, la eternidad de la eternidad de la eternidad. Creo
que Berkeley y Hume congregaron en algunas páginas esta metafísica. Desconozco
si esencialmente fueron felices o vivieron atormentados por la ignorancia.
Quiero determinar el presente como único tiempo que fluye. E ilusorios el pasado
y el porvenir. Por ello Ella no está en mi memoria y no está en mi esperanza.
Sino Aquí y Ahora. Un Aquí y Ahora simultáneo a su Aquí y Ahora. Simultáneo y
acaso contingente. La segunda: ¿Es infalible la etimología? Gustavo Bueno opina
que quien no sabe latín tiene vedado el paraíso del filosofar. Otros entienden
lo inverso: las transformaciones sufridas por una palabra, a lo largo del
tiempo, diluyen su raíz: el sentido primigenio de que gozaba se extingue. Quisiera
pensar que al final de una serie combinatoria (atribuciones de sentido a una
palabra) aguarda el azar y el gusto y la repetición. A despecho de esto yo estoy
con Bueno. Y la tercera: ¿Corroe el desencanto? Tras muchos años como lector no
soy deleitado por cualquier texto (refiero el nivel del escrito). Cada vez siento
más apremiante la necesidad de escribir aquello que los otros no prodigan. O
aquello que no pueden prodigar porque aún no existe. Calculo que quizá ofrezcan
todo lo que es dable ofrecer al mundo. A la vuelta se ubica el lugar común (la Literatura está plagada
de lugares comunes) y el tedio. Sin obviar que mis textos no alcanzan la cualidad
de originales (en los dos sentidos del término). Los juzgo deficientes y desafortunados.
Por eso, me parece, continúo leyendo a quienes no ofrecen más que lo acostumbrado.
Vale decir: lo heredado. El espíritu de un escritor se imbuye de quienes le
preceden y afecta a quienes le sucederán. Ocurriendo, por qué no, que el pupilo
elucida al maestro y no a la inversa. He leído y comprendido y no sé si
compartido tal opinión porque carezco de pruebas fehacientes. La afirmé en un post
anterior. Podría retractarme de ella. El snobismo consiste en agenciarte el
argumentario de otro para airearlo como propio. No seré yo quien curse
semejante barbaridad (“propio” me disuade). A veces no es evitable coincidir
con el modelo: la afinidad opinativa opera y nos persuade con razón. No hay que
pedir, por ello, excusas a nadie. Sino demostrar que lo sostenido se fundamenta
en algo con que comulgamos y no en axiomáticas creencias. Un axioma deja de serlo
cuando lo refuta otro axioma. Es indemostrable que yo ame a Ella porque el amor
es abstracto e intangible. Definirlo no serviría de nada. Únicamente en la
memoria del recordador deviene cierto un recuerdo. Lo demás es ilusión: la de
quien se sabe recordado. Igual sucede con lo intangible-importante en la vida.
Se vuelve tangible y liviano escribiéndolo. La trivialidad de un deseo escrito
deja paso a otro deseo menos trivial por inconcebible. Es el síndrome del folio
en blanco. ¡Lagarto, lagarto!
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