Lledó habló y, de nuevo, me satisfizo. Dijo el filósofo que la corrupción que más le preocupa es la de la mente. Te alabo el gusto, querido Emilio. Desde el primer momento que te escuché y leí acabé noqueado por tu discurso. Los profesores con un ADN como el tuyo, o parecido, mitigan los efectos de la holgazanería mental. ¿Cómo? Así: potenciando la curiosidad e inconformidad con el orden de ignorancias establecido. También induciendo la búsqueda bibliográfica de respuestas. Fácil de enunciar. Lo sé. Difícil de ejecutar. No lo sé menos. Te han galardonado con el “Princesa de Asturias” de Humanidades. ¿Sabrá, ahora, el populacho quién eres (y qué dices y a quién o a quiénes lo dices)? Ojalá. Leer a un humanista vivo no es para tomarse a chicota. Casi todos están, ya, muertos. O en capilla. A ti aún te auguro una larga trayectoria vital. Y más artículos, y libros, y entrevistas televisivas y televisadas donde poder verte y oír tu sapiente voz. O fagocitar tu mensaje. Sea como fuere, y sin menoscabo del aliento, com-pren-der-te. Muchos sabios olvidan este ingrediente clave en la marmita de su discurso verbal: la comprensión. Saber y no saber transmitir lo que se sabe redunda en saber solo. Y, ¿qué sentido tiene saber si no se comparte lo sabido? Como tampoco lo tiene (sentido) saber a prisa y corriendo. Esto último, acaso, lo fomentan las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC). El 18 de noviembre de 2014 enunciaste a un periodista del País lo que sigue: “(…) yo fui feliz en la guerra [la Guerra incivil del 36] porque aprendí a leer. Tenía un profesor en Vicálvaro que nos hacía leer un par de veces por semana el Quijote y luego nos preguntaba por sugerencias de la lectura. Hay que enseñar a leer y a amar la lectura. La tecnología es una ayuda para la cultura, pero no creo que tenga nada que ver con la educación”. Saber a todo trapo se ha convertido en el troyano de cualquier mente inquieta. Ya no se reflexiona como antaño. Ya no se investiga con la hondura de antes. O mejor: se investiga horizontalmente, hasta que el aburrimiento hace bulto, movido por el ansia de cambiar de actividad para saber (a todo trapo) algo nuevo. “¡Más madera!”, parecen gritar los gurús de Internet (personal posmoderno). ¿Te leerán ellos? Lo dudo. Más vale saber en mano que ciento volando no es dicho de mi gusto del todo. Yo prefiero este otro: el saber, a fuego lento, mejor sabe. Palabrita del niño Buda.
viernes, 29 de mayo de 2015
jueves, 14 de mayo de 2015
183/ Cada loco con su texto
El acto de leer, me parece, engendra un anhelo de trascendencia agazapado. Leo para trascender mi yo anterior al lapso en que leo. Línea cursada, línea que habrá expandido mi espíritu. Lo relevante no es el texto (su forma y su contenido) sino el acto de leer. Cruzo la siguiente esquina (la siguiente línea), rindo itinerario en este tascucio (en esta palabra), reemprendo la marcha y arribo a aquella plaza (a aquella frase). Hitos que suscitan controversias internas entre mi yo callejero y mi yo casero. Vivir, pues, es leer. Y viceversa. No así escribir. Escribir (escribir a secas) es leer sin vivir. Para vivir hay que salir y ver y la escritura obliga a entrar y cerrar los ojos, introspectivamente, para que el lector vea (lea) y viva más. Escribir-entrar y leer-salir son binomios que integran una fórmula única: mi vida. Me pregunto qué acontecería si no leyese. Moriría... Borges creyó, a pie juntillas, que se sentía más orgulloso de los libros que había leído y no tanto de los que había escrito. Considero tal postura loable. Pero falsa. La obra propia colma, hasta el hartazgo, el ego. La ajena, lo diluye. La ajena (la ajena buena), lo pulveriza. No hablaré de la obra mala. No mencionaré la extendida obra mediocre. Un lector competente sabe que se nutre de los egos de quienes se echaron a la aventura de escribir. El objeto de esta reflexión es una queja. Hela aquí: escribir obviando el ego resulta irrealizable. Como para mí lo es (irrealizable) no pensar, cada jornada, en La joven de la perla. O no escribir cuando en ella pienso. No desde el ego (pero desde el ego), sino desde la experiencia, desde el entorno mediato. Que ese entorno y esa experiencia sean exteriores o interiores raya en nimiedad. Escucho “Your hand in mine “, de Explosions in the sky, mientras garrapateo este post. Se me figura la joven de la perla musicalizada: cada acorde, una guedeja de su cabello de sol, una franja de su piel blanca... No hablaré de ojos... Y sí. Cada loco con su texto.
martes, 5 de mayo de 2015
182/ Un sueño
Esta madrugada he tenido un estrambótico sueño. Dialogaba yo con un escritor reconocido acá (y allá). Exactamente ignoro sobre qué parlamentábamos. Solo recuerdo una palabra: prosopopeya. Y que yo confundía esa figura retórica con la etopeya. Creo que aleccionaba sobre ello, pretencioso de mí, al escritor… Él (es varón), que lo es siempre (varón y pretencioso), asintió y más tarde reaccionó. Se rebulló y contraatacó con otra pretenciosidad. Reflexiono sobre esta tara de los escritores. No me gusta. No la comparto. La pongo en práctica, subyugado a mí (¿liberado de mí?), con no poca perseverancia. Motor esta (la perseverancia) de mi escritura. No de mi oralidad. Habla Jekyll. Escribe Hyde. Moneda literaria… Podía haber confundido el hipérbaton con la hipérbole, o la anáfora con la anástrofe, lo que deviene más común. En la vigilia, y he aquí lo extravagante del caso, nunca confundo prosopopeya con etopeya. Será que mi yo dormido baja la guardia mientras mi yo vigilante la alza. Este mismo post resulta pretencioso al contener términos que designan figuras retóricas. Mi intención, sin embargo, no es la pretenciosidad. A veces Hyde regurgita a Jekyll.
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