El acto de leer, me parece, engendra un anhelo de trascendencia agazapado. Leo para trascender mi yo anterior al lapso en que leo. Línea cursada, línea que habrá expandido mi espíritu. Lo relevante no es el texto (su forma y su contenido) sino el acto de leer. Cruzo la siguiente esquina (la siguiente línea), rindo itinerario en este tascucio (en esta palabra), reemprendo la marcha y arribo a aquella plaza (a aquella frase). Hitos que suscitan controversias internas entre mi yo callejero y mi yo casero. Vivir, pues, es leer. Y viceversa. No así escribir. Escribir (escribir a secas) es leer sin vivir. Para vivir hay que salir y ver y la escritura obliga a entrar y cerrar los ojos, introspectivamente, para que el lector vea (lea) y viva más. Escribir-entrar y leer-salir son binomios que integran una fórmula única: mi vida. Me pregunto qué acontecería si no leyese. Moriría... Borges creyó, a pie juntillas, que se sentía más orgulloso de los libros que había leído y no tanto de los que había escrito. Considero tal postura loable. Pero falsa. La obra propia colma, hasta el hartazgo, el ego. La ajena, lo diluye. La ajena (la ajena buena), lo pulveriza. No hablaré de la obra mala. No mencionaré la extendida obra mediocre. Un lector competente sabe que se nutre de los egos de quienes se echaron a la aventura de escribir. El objeto de esta reflexión es una queja. Hela aquí: escribir obviando el ego resulta irrealizable. Como para mí lo es (irrealizable) no pensar, cada jornada, en La joven de la perla. O no escribir cuando en ella pienso. No desde el ego (pero desde el ego), sino desde la experiencia, desde el entorno mediato. Que ese entorno y esa experiencia sean exteriores o interiores raya en nimiedad. Escucho “Your hand in mine “, de Explosions in the sky, mientras garrapateo este post. Se me figura la joven de la perla musicalizada: cada acorde, una guedeja de su cabello de sol, una franja de su piel blanca... No hablaré de ojos... Y sí. Cada loco con su texto.
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