Parece, creo, de recibo despedir 2017 con un pasaje de la Égloga I de Garcilaso. Amor y Navidad casan como desamor y melancolía o reencuentro y júbilo. Lo uno se eterniza. Lo otro se posterga. El resto se olvida: ese malvado al que llaman “amor”. ¿Quién lo trajo a la luz? Más largo que ancho, desde luego, se quedaría el sujeto (¿o debería decir predicado?): un estropicio causó. Siempre lo digo: más vale querer que amar. Más besar y abrazar y acariciar que amar. A los respondones: lo mentado no es amar. El amor trae disgusto. Lo trae aquí: es pasional. Allí, en Oriente, no lo es. Por algo los Magos vienen de Oriente…
Lo prometido es deuda. La Égloga I (vv. 352-379):
“Tengo una parte aquí de tus cabellos,
Elisa, envueltos en un blanco paño,
que nunca de mi seno se me apartan;
descójolos, y de un dolor tamaño
enternecer me siento que sobre ellos
nunca mis ojos de llorar se hartan.
Sin que de allí se partan,
con sospiros calientes,
más que la llama ardientes,
los enjugo del llanto, y de consuno
casi los paso y cuento uno a uno;
juntándolos, con un cordón los ato.
Tras esto el importuno
dolor me deja descansar un rato.
Mas luego a la memoria se me ofrece
aquella noche tenebrosa, escura,
que siempre aflige esta ánima mezquina
con la memoria de mi desventura
Verte presente agora me parece.
en aquel duro trance de Lucina,
y aquella voz divina,
con cuyo son y acentos
a los airados vientos
pudieras amansar, que agora es muda,
me parece que oigo, que a la cruda,
inexorable diosa demandabas
en aquel paso ayuda;
y tú, rústica diosa, ¿dónde estabas?”.
La muerte para pies, aniquila rencores acumulados, dice: “¿A qué estás jugando? Perdona y a otra cosa”. Lástima que solo lo diga ella.
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