Qué hartura debe atravesar, como cuchillo, al hombre cuando este cae en lo chabacano y deshonroso y áspero y feo y todo en tanto “trabaja”. Repito por lo altini: ¡Qué hartura! Sin duda será, esta, atípica. Acaso demasiado atípica para someterla a moderación. Yo no sé. Lo cierto es que al lector le duelen los ojos cuando se topa con una salida de verso tan basta y espantosa, estéticamente, como la que sigue:
“Vuelvo a cagarme por última vez en todos vuestros muertos (…)”.
Nadie se escandalice con que no me escandalice semejante (ad)verso. Mejor aún: con que lo comprenda. “El ceño de la incomprensión (…) es, muchas veces, el signo de la inteligencia, propio de quien piensa algo en contra de lo que se le dice, que es, casi siempre, la única manera de pensar algo”. Palabra del maestro Antonio (de Juan de Mairena. Espasa Calpe. P., 82. Madrid, 1986).
Pues eso: torpón soy.
Nadie creerá que la frase arriba copiada y descontextualizada, contextualizada, pertenece al mismo hombre que escribió el poema abajo transcrito (su título: Madrigal al billete del tranvía):
“Adonde el viento, impávido, subleva
torres de luz contra la sangre mía,
tú, billete, flor nueva,
cortada en los balcones del tranvía.
Huyes, directa, rectamente liso,
en tu pétalo un nombre y un encuentro
latentes, a ese centro
cerrado y por cortar del compromiso.
Y no arde en ti la rosa, ni en ti priva
el finado clavel, sí la violeta
contemporánea, viva,
del libro que viaja en la chaqueta”.
El poema sale de Cal y canto. El verso adverso, de Con los zapatos puestos tengo que morir. A ti, sublime Rafael, poeta Alberti de mis entretelas: se equivocó el palomo... (así dirán).
Yo te perdono.
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