Describir con palabras la emoción que siento cuando me doy de bruces con una obra maestra de la literatura no es hacedero. Si esa obra maestra ha sido fabricada por un escritor joven (41 años por aquellos días) entonces lo juzgo, ya, inverosímil. No hay más que ver cómo escriben, hoy, esos especímenes poco añosos (risas). Lo sé, lo sé, los hay hiper-premiados. A veces proliferan rosas rojas en un trigal. Voy, con todo, a tratar de describir la emoción de que hablo. Ahí va: una efervescencia genérica acompañada de deseos de gritar a toda la chusma: ¡Todavía quedan en el mundo escritores geniales! (No conozco otra sensación igual. Lástima que solo se manifieste de tarde en tarde). Habría que apresar y encerrar a estos autores en un paraíso, con todas las comodidades habidas y por haber, para que no renunciaran jamás a escribir lo que tan acertadamente escriben: sutilezas. Y no esas creaciones del populacho. A saber: mediocridades que, con un poco de suerte, pasarán por piezas sin par. Editores y publicistas tendrán algo que decir al respecto. Permíteme, lector, un consejo: no pierdas nunca la perspectiva, piensa y experimenta por ti mismo, y que te la repampinfle las cátedras que sienten los demás. Incluida la mía. Bucea en textos y extrae tus propias conclusiones sin recurrir a nadie con poder de modificar tu visión de las cosas. Tú decides cuándo cambias de opinión. Una finalista del Premio Planeta no debería permitirse una sola página mediocre. ¡Basta! Hay que denunciar este rebaje de la literatura.
No quiero exaltarme. ¡Vade retro, Satana!
Esto lo digo a colación de la aparición en las librerías del libro Intemperie, de Jesús Carrasco, cuya calidad literaria es rayana con la más absoluta genialidad. Una obra maestra con todas las de la ley (y aún sin ellas). ¡Bravo por Seix Barral y su “Biblioteca Breve”! No bromeo. Ya era hora de que viniese al rescate del pobrecito lector, rodeado de historias banales, un autor cuya imaginación y maestría del oficio deja sin aliento al más elitista y sibarita. A mí me ha recordado a Miguel Delibes o a Azorín no por el estilo, sino por la elevada técnica narrativa y descriptiva, sobre todo. Y justo aquí es donde hallo una disonancia: el exceso descriptivo de la novela. ¿Gusto personal? Es posible. Lo cierto es que la descripción del entorno llega a hacérsele al lector algo plomiza. La continua interrupción de la acción en pos del cuadro resta, a mi juicio, un valor a la historia que luego será recuperado gracias a su valía intrínseca. Cosa distinta es que el entorno se erija en protagonista de la misma. ¿Lo es en esta novela? Yo no sé. Resulta imposible no dejarse atrapar y conmocionar por lo que acaece al niño, eje central de la historia, sin duda. La empatía del lector con el chiquillo es inminente desde la primera línea hasta la última. Con el niño y, luego, con ese otro niño un punto salido de madre: el pastor.
Hay un acierto delicado y sublime: la recurrencia a las virtudes del cuento clásico. Un niño perdido que da con un adulto malvado que lo conduce hasta su casa para engatusarlo y procurarle mal. La literatura infantil es, con diferencia, muy superior a la de adultos. Esto es “requetesabido”. Que un autor como un castillo dé cabida a aquella en su obra es algo maravilloso para el lector nostálgico de tales mundos. Puede comprobarse en el siguiente pasaje:
“El chico se resistía a acompañarle. Le daba miedo que hubiera alguien esperando en la casa, pero el tullido hablaba de pan y de dulces con una alegría que lo engatusaba. El interior de sus mejillas se humedeció por la visión. Recordó el turrón que comían en Navidad y tuvo el arranque de acompañar al hombre, pero se contuvo. Pensó que aquel ser, con sus cuatro dedos entre las dos manos, era incapaz de hacer dulces. Decidió que llenaría las garrafas sin perder de vista al tullido y luego se marcharía por donde había venido”.
Esta acción le costaría cara al niño. Ay.
Historia dura donde las haya. Muy muy dura. Un niño maltratado, abusado, que escapa de casa y halla a un viejo pastor benevolente que le prestará auxilio en todo momento y mostrará el camino a seguir en su evolución y salvación personal. Otra vez esos mundos maravillosos de los cuentos clásicos. Otra vez la invitación a soñar el espacio y el tiempo en que el narrador hace sufrir de lo lindo al lector. Sufrir, hay que apuntarlo, para suspirar de alivio al final. O no. Nada de realismo “espejo”. En esta novela se respira invención, ficción pura y dura, verosimilitud de alta literatura en suma. Que aprendan quienes ensalzan el Realismo inflexible (rígido) por encima de toda otra forma de escribir. Insisto: espacio sin nombre y tiempo sin marco. Un Realismo maleable.
Podemos finiquitar este texto con una frase que viene que ni pintada a la ópera prima de Jesús Carrasco: “Dios aprieta, pero no ahoga”. Aunque en esta historia apriete demasiado y aún, casi, ahogue. Pero solo casi.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.