La novela de la inmigración bien podría pasar por la novela de la violencia. Suena raro. Hasta un punto xenófobo suena. <<Una tarde con campanas>>, de Juan Carlos Méndez Guédez, indaga esta línea discursiva. Los ojos de un niño venezolano cuya familia ha emigrado a España, recalando al cabo esta en Madrid, acaban constituyéndose en dos faros formidables que alumbran el espacio (sórdido) y el tiempo (congelado) a que tendrá que enfrentarse impepinablemente el lector. El lector no será otro que este niño venezolano. El lector (dondequiera y comoquiera que este respire) será llevado por el autor a mirar el mundo que le ha tocado en suerte como lo mira un niño de yo no sé cuántas primaveras. Era hora de que esto acabase produciéndose. <<Planicio>> (José Luis Olaizola) y <<El miedo de los niños>> (Antonio Muñoz Molina), por ejemplo, caminan sobre esa línea en ocasiones difusa que separa la manera ingenua (y, por qué no, despierta) de mirar del niño y la sofisticada y pamplinosa y embustera del adulto. El caso que nos atañe nada tiene de pamplinoso ni de embustero. Más al contrario: la crudeza de la inmigración (cuando no está, esta, bañada en oro. La inmensa mayoría de casos no lo están: hay dolor, hay penuria, hay escasez: nada sobra más allá de lo mentado) permanece sin velo que valga durante el curso de toda la narración. Yo diría: en estado puro. Yo diría todavía más: en estado honesto. La novelita de marras desprende honestidad a raudales.
El niño narrador, un mal día, presencia lo que sigue:
<<Justo enfrente, un hombre estaba dándole una patada a Ismael. Lo empujaba, lo cacheteaba, lo pateaba. Augusto salió al balcón a gritarle a aquel hombre que dejara en paz al chico, pero él respondió que era el padre y que se fuera a tomar por culo.
Luego creo que mamá llamó a la policía, pero durante todo ese tiempo a Ismael lo estuvieron batiendo contra el suelo y su cabeza sonaba como un coco lleno de agua. Traca, trac, traca, trac. A mí me parece que Ismael tenía los ojos muy abiertos, como si pensara que así le dolerían menos los golpes. Pero después de un rato parecía como dormido y uno de los brazos le quedó colgando entre la rejas del balcón>>.
El niño narrador, otro mal día, decide acosar a Ismael:
<<Algunas veces, los otros chicos de la calle me aplauden cuando le acierto a Ismael en medio de la cabeza. Entonces yo los saludo y después en el recibo de la casa hago un avioncito como esos futbolistas que marcan el gol en el último minuto>>.
El niño narrador, después de todo, tampoco se libra: será acosado.
A veces la narración adquiere rasgos benévolos de ternura, de fantasía, de regocijo. A veces.
Siempre, ¡siempre!, el sometimiento a la cruda realidad será un hecho.