El sol, la luna, las estrellas…
Cuando uno lee acerca de las cosas del cielo se percata de que existe un mundo más allá del conocible manifestado, sólo (o no tanto. Esto es discutible), en negro sobre blanco. Hoy, voces crueles no cejan en su empeño de querer hacernos creer que el libro es algo pasado de moda, un instrumento anticuado cuyo valor real ha enflaquecido hasta extremos de una pura anorexia intelectual. Y yo exclamo: ¡Nada más lejos de la realidad! Y digo: Pocas injusticias hay en este mundo que superen la de considerar al libro una fuente de conocimiento (o de lo que sea) segunda y no primera. ¡Barbaridad de barbaridades! Esto llevamos tiempo viéndolo en el ámbito educativo. Llegó, alegre, la pedagogía de los <<proyectos>> y todo se fue al traste. Vino la nueva (e ilusionante, por qué no decirlo) forma de enseñanza a decirnos que la investigación y el trabajo en equipo se sitúan por encima (pero muy por encima) del libro. Como si para investigar no fuese necesario (no fuese conveniente) acudir a los libros. Como si la investigación experimental (la ejecutada en laboratorio, la de campo…) no sustentase firmemente su existencia en teorías hechas carne en cientos y cientos de libros…
No, el libro no es un instrumentos caído en desgracia. Quiere decirse: caído en desgracia per se. Obviamente la comunidad educativa del nuevo milenio intenta, por todos los medios, que caiga en ese hondo pozo oscuro. No lo conseguirá. Mientras existan lectores ávidos de conocimiento (no tratamos aquí la otra arista del tronco del <<árbol del bien y del mal>>. A saber: la pura fantasía literaria que tan grandes dosis de felicidad aporta al lector) el libro permanecerá encajado en esa otra realidad, sé, archiconocida: la verdadera. Fíjense en el valor supremo de lo que ocurre. Algo perfectamente real y verídico (el libro) ocupándose de algo, a priori, incognoscible: la astronomía <<homérica>>. Se ve, esto, en <<El enigma de “La Ilíada”>> (Círculo de lectores, 2008), de Florence Wood y Kenneth Wood. Homero y su arte al servicio del cielo, ¡ojo!, siglos antes de Cristo. Y los lectores de <<La Ilíada>> creyendo a pies juntillas que el griego les estaba narrando épica histórica y nada más. Pero al final, miren ustedes por dónde, había algo más. Matemáticas. Astronomía. ¿Fantasía acaso?…
<<No está claro en qué momento llegaron los griegos a poseer un sistema de escritura que les permitió poner por escrito su poesía, pero es posible que fuera en tiempos de Homero o poco antes. En fechas anteriores, los poemas y relatos se transmitían de forma oral; así, el papel desempeñado por al memoria era de una importancia enorme. Y lo que valía para la poesía se podría aplicar también al conocimiento astronómico. Nuestro libro intenta mostrar que la “Ilíada” fue compuesta para preservar el antiguo conocimiento del firmamento, y que no es sólo un poema acerca del cerco de Troya, sino también un informen exhaustivo sobre el conocimiento de los cielos. Se trata de un recurso mnemotécnico de gran complejidad que utiliza su inolvidable narración para fijar en la mente datos astronómicos. Los cantores-poetas, o rapsodas, que aprendían las historias de memoria y las transmitieron a lo largo de los siglos prehoméricos no eran meros animadores de actos festivos, sino los conservadores de una amplia cultura astronómica. La conjunción del genio poético de Homero con el invento de una escritura refinada permitió conservar de manera más perdurable tanto la épica como la astronomía>> (op. cit. Pág., 16).
¿Es, la traída a colación, una fantasía con visos de realidad o una realidad con visos de fantasía? Léase: la Astronomía <<homérica>>. Desde niño intuí que algo había en el cielo que influía directamente en nuestros humores (el de los hombres y mujeres que poblamos la Tierra). Sigo intuyéndolo. Lástima que se trate sólo de eso: de una mera intuición. Harto difícil será, creo, que la intuición (esa concreta intuición y no otra cualquiera) se convierta en certeza...
<<En pleno calor del verano, mis hermanas y yo solíamos retirar los colchones de las camas y tenderlos en el suelo. (…) Nos quedábamos tumbadas allí con los pies, la cabeza, los brazos y los hombros descubiertos, y contemplábamos las estrellas (…)>> (Edna Florence Leigh. Op. cit. Pág., 17).
Yo también me quedaba dormido en las noches de verano observando el estado del cielo, echado sobre la cama del dormitorio de nuestro piso en San José. Yo era un niño soñador. Soñaba con el sol, la luna, las estrellas…