viernes, 16 de junio de 2023

421/ El tiempo obliterado

El tiempo obliterado. El tiempo obstruido. El tiempo, sí, detenido. ¡Pero de todas todas! Miren… Abro <<El hablador>> de Mario Vargas Llosa (autor que no defrauda nunca. No ya la persona. No ya el personaje. El autor, digo, sólo. Afinaré un punto: el genio creador de Vargas Llosa) editado por Alfaguara (Madrid, 2011) y empiezo a leer: <<Vine a Firenze para olvidarme por un tiempo del Perú y de los peruanos y he aquí que el malhadado país me salió al encuentro esta mañana de la manera más inesperada>> (me agencio el subrayado de <<tiempo>>). De igual manera (inesperadamente) me salió al encuentro a mí la idea de tiempo obliterado conforme avanzaba en mi lectura de la mentada novela de Vargas. Miren… La fecha de publicación de <<El hablador>> es 1987. Treinta y seis años, pues, hace. Ni uno más ni uno menos. ¡36! Va. Lo importante del asunto: la novela trata un tema de potentísima actualidad. A saber: el <<Desarrollo sostenible>>, el medioambiente terciando… Y, yo me pregunto, ¿cuándo no es de oportunísima actualidad este tema? Pues eso. 

     En la página 34 (visión aristocrática de la cuestión) leo: <<¿Qué proponía, a fin de cuentas? ¿Que, para no alterar los modos de vida y las creencias de unas tribus que vivían, muchas de ellas, en la Edad de Piedra, se abstuviera el resto del Perú de explotar la Amazonía? ¿Deberían dieciséis millones de peruanos renunciar a los recursos naturales de tres cuartas partes de su territorio para que los sesenta u ochenta mil indígenas amazónicos siguieran flechándose tranquilamente entre ellos, reduciendo cabezas y adorando a la boa constrictor? ¿Debíamos ignorar las posibilidades agrícolas, ganaderas y comerciales de la región para que los etnólogos del mundo se deleitaran estudiando en vivo el potlatch, las relaciones de parentesco, los ritos de la pubertad, del matrimonio, de la muerte, que aquellas curiosidades humanas venían practicando, casi sin evolución, desde hacía cientos de años? No, Mascarita, el país tenía que desarrollarse. ¿No había dicho Marx que el progreso vendría chorreando sangre? Por triste que fuera, había que aceptarlo. No teníamos alternativa. Si el precio del desarrollo y la industrialización, para los dieciséis millones de peruanos, era que esos pocos millares de cálanos tuvieran que cortarse el pelo, lavarse los tatuajes y volverse mestizos –o, para usar la más odiada palabra del etnólogo: aculturarse–, pues, qué remedio>>.

     En la página 37 (visión ecologista de la materia), por contra, leo: <<Me habló largamente de las prácticas de los viracochas y serranos bajados de los Andes a conquistar la selva, de desbrozar el bosque mediante incendios que carbonizan inmensas extensiones de tierras, que, luego de una o dos cosechas, por la falta de humus vegetal y la erosión causada por las aguas, se volvían estériles. Y nada se diga, compadre, del exterminio de animales, la codicia frenética de cueros que, por ejemplo, había hecho de jaguares, lagartos, pumas, serpientes y decenas de animales, rarezas biológicas en vías de extinción. (…). De los árboles y los peces volvía siempre en su perorata al motivo central de sus alarmas: las tribus. También ellas, a este paso, se extinguirían>>.

     Concluyo. Que me digan a mí, ahora, si es o no es de actualidad este tema. Si estamos o no estamos ante el tiempo obliterado. Si hemos avanzado o no hemos avanzado una miaja en aquello que en estas páginas se defiende, a capa y espada, o se denuncia con la fruición propia de un chamán ebrio. Y nada: eso. Que me digan a mí.         

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