Tiempo hacía (mucho) que no leía a Pombo. Pombo: autor predilecto mío. Por tantos tantos motivos. Pergeña textos que justifican de sobra el interés que gente <<de no todos los perfiles>> recaba en ellos. Y, también, que esa gente <<de no todos los perfiles>> acabe leyéndolos. La lectura de cualquier texto de Pombo se me antoja una gozada para el intelecto. Sí, para el intelecto, no para el <<kokoro>> (`corazón´, en japonés). La literatura de Álvaro Pombo está, a mi juicio, más próxima a la filosofía que a una experiencia estética (sin más) producida por un uso concreto (léase: literario) del lenguaje. Yo lo experimento cada vez que un texto rubricado por el santanderino cae en mis manos. La mente vuela entonces. La mente (se me) vuela entonces. Y quién es el guapo que, luego, consigue darle alcance…
Plantea Pombo diversas controversias filosóficas en sus libros. Lo que hace de él un novelista no es el uso (sin abuso) del lenguaje sino la forma de la forma en que maneja la ambigüedad textual. Y cómo gestiona esta. No es tanto la propia de un filósofo cuanto la de un literato impuro y duro. ¿Por qué? Porque en los escritos de Pombo anida la sencillez envuelta en complejidad. Y la complejidad de alma sencilla (digámoslo así), sencillamente, no es materia de filosofía sino del menos común de todos los sentidos… No sé si me explico. En todo caso, y sin que sirva de precedente, diré que lo que refulge en Pombo y el lector relaciona con el intelecto echando humo y no con el corazón desfallecido en la hondonada más profunda que quepa imaginar es un vaivén mareante a modo de grises (im)pertinentes que no le permiten sosegarse un punto. Nadie espere encontrar en Pombo una literatura de afuera. No. Lo que de verdad interesa al autor no es nada distinto del adentro de las cosas. Sólo que se trata de un adentro intelectualizado; no sensibilizado.
Escribe Pombo: <<De pronto parece que ahí fuera queda atrás, a un lado, un mundo monótono. Aquí dentro hay, al parecer, un mundo excepcional. Contra lo que pudiera pensarse, lo excepcional sucede dentro y lo ordinario fuera. Contra todos pronóstico, la originalidad viene de la anulación del yo, procede de la anulación del yo, y la vulgaridad de la exaltación del yo. ¿Son nuestros seis monjes originales, genuinos, únicos? Ninguno de los seis reclamaría para sí semejante gansada. Dirían, supongo, que forman parte de la Iglesia, una y única, y que sus voces litúrgicas son anónimas. Esta es la gracia del relato: que lo anónimo sea de pronto singular y que regrese, en plena extrañeza, día tras día, al anonimato, en la liturgia de las horas>> (<<Quédate con nosotros, Señor, porque atardece>>. Booket. Barcelona, 2014. Pág., 17).
En las líneas arriba transcritas puede verse lo que, aquí, vengo sosteniendo todo el rato. Que los textos de Álvaro Pombo coquetean con la filosofía sin poder ser tildados de filosóficos (sin más). Y, al mismo tiempo, toman apariencia de literarios cuando en realidad tampoco se ajustan al canon de belleza que la literatura exige para sí (tan excedidos de conceptos se hallan). El mostrado es un ejemplo banal. Los hay a montones en su obra. Y con más enjundia que el traído hoy, aquí, a colación. Pero no voy a explayarme en digresiones arduas y soporíferas que a estas alturas a nada conducen ya. Pongo, pues, el punto y final a este post tras una última frase sentida pero no por ello menos sencilla. La de abajo.
Álvaro: mi gratitud.