Quién no se ha preguntado alguna vez cómo sería llevar una vida monástica de motu proprio. Una vida monástica con sus sabores y sinsabores. Sin idealismos. Y todo desde la pura objetividad. Para dar ese paso (para acceder a llevar esa vida), conjeturo, se ha de recurrir irremediablemente a la subjetividad. Así pues: <<¡Habemus probleman!>>. Un monje (una monja) no experimentará lo que ven sus ojos (o no sólo) sino también aquello que se sitúa más allá de lo meramente objetivable. Entiéndaseme: esto, junto con lo otro (lo que ven sus ojos: lo objetivable). Entre un hito y otro transcurrirá la vida del encerrado entre cuatro muros conventuales. Bien mirado es similar a lo que acontece con la vida del resto de la humanidad. De ordinario todos los homo sapiens fluctuamos entre ambos extremos. La diferencia, quizá, estribe en que el monje se deja menos arrastrar por lo superficial de la vida cotidiana que por lo profundo habido en ella. Se adentrará más (digo: el monje) en el terreno del pensamiento y la emoción que en ese otro terreno de visceralidad siempre (o casi) a flor de piel. La vida conventual azuzará (vuelvo a expresar una conjetura en toda regla) una inclinación personal y transferible mediante la palabra a indagar en uno mismo traspasando, ¡ojo al dato!, todos los límites. Y justo ahí, en el traspaso de todos los límites, estará el quid del drama. Sólo entonces hará su aparición providencial la duda de fe en el corazón del monje. O cualquier otro tipo de duda, antes certeza, convicción inobjetable antes; duda <<como un Diablo>> ahora.
Pombo ha escrito: <<(…) no amábamos a Dios lo suficiente ninguno. Amábamos nuestra vida conventual, nuestro yo huidizo, desdeñado, quebrantado, pero también dejado en paz. Sin mujeres, sin hijos, sin hipotecas, sin operaciones quirúrgicas graves o leves, contando con la simpatía más o menos difusa de todo el mundo. No éramos frailes rompedores, no echábamos a los mercaderes del templo, no denunciábamos las injusticias que se cometían en torno nuestro, porque todos los días rezábamos y trabajábamos. Ensimismados, no amábamos a Dios sino a una imagen vicaria de Dios en nuestras obras, narcisos. No nos hacían falta espejos, bastaba con contemplar nuestras propias vidas discurriendo santamente (…) para sentirnos justificados ante Dios>> (<<Quédate con nosotros, Señor, porque atardece>>. Destino. Barcelona, 2013. Pág., 194).
Desoladora idea esta del monje, en el caso que nos ocupa, trapense cuya regla no es otra que la de San Benito. De estricta observancia esta. Un monje, pues, narciso. Quién lo diría. Creo a pie juntillas que es verosímil. Y, por otro flanco, alentadora idea esa que aboga por dejar en paz al yo. Esto para poder el yo centrarse en lo que de verdad importa en la vida: el mundo de adentro. El suyo. El del propio yo. Y, ¿no es esto narcisismo puro y duro? Si no es así…, ¡que venga Dios y lo vea!
Luego hay otra forma de verlo. Solidaridad, desprendida, con el mundo de afuera. Amor a todo trapo incondicional. En definitiva: camino derechito a la santidad. Al <<Ora et labora>>. Pero el monje no deja, por ello, de predicar. Habría que decir entonces: <<Ora, labora et praedicare>>.
Pues eso. Y, ahora, a otra cosa.
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