miércoles, 11 de octubre de 2023

433/ El desencanto

Ya no. Ya no tengo dudas. Los planteamientos encastillados en el post anterior a este son del todo erróneos. Así de claro y contundente. Ramón J. Sender extravió absolutamente el norte del escritor literario en el libro <<Por qué se suicidan las ballenas>> (Ediciones Destino. Barcelona, 1979). Lo hizo, seguro estoy, a expensas de la confesión vertida en la página 42: <<Yo no soy hombre de ciencias>>. Conque no, eh… 

     ¡Tararí que te vi! 

     Soporífero botón de muestra: 

     <<En nuestro sistema nervioso hay billones de generadores magnéticos que se combinan haciendo coincidir los ejes de las órbitas helicoidales en una misma dirección. Esa dirección la determina la “voluntad de existir” de nuestros genes. Pero a su vez suscita en las neuronas una respuesta adecuada ya que a veces si hemos tropezado durante el sueño en una piedra al despertar nos duele el pie. O si hemos hecho el amor con una hembra codiciable tenemos el orgasmo eyaculatorio. Ésta es la prueba más escandalosamente evidente de la misión rectificadora de nuestros sueños>> (op.cit. Pág., 110).

     Y así todo el rato… Uf.

     (Nota: No tengo nada en contra de la ciencia ni de los científicos. ¡Buda me libre! Es más: los seres humanos sobre la Tierra que más admiro, mejor aún: los únicos que verdaderamente admiro, son aquellos que logran salvar vidas y mejorar el mundo <<haciendo>> ciencia. Quede esto claro. Pero no apruebo la tomadura de pelo al lector).  

     Exceptuando lo de la <<hembra codiciable>>, el resto huele a chamusquina cientificista (que no científica), y no a los azahares melosos de la literatura. Como dije en el post anterior a este: No sé si me explico… Arduo texto y, a mi juicio, dudosamente divulgativo el pergeñado por Sender el año 1979. Indescifrable. Infumable. Hiper-tecnificado. Muy alejado, por cierto, de las inquietudes del hombre de letras medio. Apto, tal vez, para mentes analíticas de pseudo-ciencia y ¡pare usted de contar! Uno de los peores ensayos que he leído en mi vida de anacoreta antisocial extraviado en los vericuetos del idealismo estético. Tal cual. Obtuso. Neblinoso. Artificialmente densificado. Quizá hasta sofístico… Yo no sé. 

     Alguna pavada también he hallado en él…

     <<Una observación que me ha intrigado siempre es que todos los analfabetos (…) que he conocido eran personas tranquilas, nobles, de buenos sentimientos y con tendencias naturales de ayuda y de cooperación (…).

     (…). Lo que quiero decir es que los criminales que he conocido (…) todos sabían leer y escribir. En cambio no he conocido un solo analfabeto criminal ni suicida.

     Ni paranoico.

     Ni esquizofrénico. Ni maníaco depresivo>> (op.cit. Págs., 133-134).

     Y, tras mucha matraca cientificista, esto:

     <<No te asustes, lector, que no voy a tomar otra vez acentos doctorales>> (op.cit. Pág., 147). 

     De nuevo: ¡Tararí que te vi!

     Excúseme, don Ramón, allá dónde se halle usted. Pero yo he de exclamar ¡basta! y, a partir de aquí, pasar raudo a otra cosa. ¡Dicho y hecho! 

lunes, 2 de octubre de 2023

432/ Conjeturando un punto

Ayer escribí lo que sigue…

     

     Es el ensayo un género que, por momentos, me seduce más y más. Refiero el literario. Lo apostillo porque no todos los ensayos devienen literatura. Muchos participan más de la naturaleza científica que de la literaria. Y eso acaba hastiándome. O aburriéndome. O, incluso, irritándome. No me sucede esto con aquel cuyo lenguaje deleita y cuyas bases de composición son la creatividad y el afán divulgativo filosófico (o de cualquier otro tipo) pero sin caer nunca el autor en la obsesión científico-técnica. No sé si me explico. Montaigne es, como todo el mundo sabe, el Hombre Hecho Ensayo. No digo: el Ensayista (así, en mayúsculas). Digo: el Hombre Hecho Ensayo. Signo, el suyo, de absoluta calidad literaria. Pero con Montaigne no principia y termina el ensayo. Fernando Sánchez Dragó también fue un ensayista de pro. Igualmente Rosa Montero se echó al monte del ensayo con mayor o menor fortuna. Lo atestigua, en parte, su libro <<El peligro de estar cuerda>>. Esto en lo que respeta a escritores patrios próximos al aquí y ahora. Hay, por supuesto, otros. Otros muchos hay. Virginia Woolf, Franz Kafka o Charles Baudelaire (junto a otros), no desmerecen en lo relativo a ensayistas foráneos. Sucede que pocas veces escritores de tan alta alcurnia sorprenden, al alza, al lector cuando ensayan. Sus novelas superan de largo sus ensayos. Y como el lector ya es avezado en esas lides narrativas del novelista de turno, no queda ojiplático, entusiasmado ni arrebatado por el genio ensayístico de ese o esa plumífera de alto vuelo. Pero la vida siempre se guarda un naipe bajo la manga ancha del <<mal>> menor. Sería (este) el caso. Por ello exclamo ¡hurra! a los cuatro vendavales. Sería este, como digo, el caso de Ramón J. Sender. Y el ensayo en cuestión: <<Por qué se suicidan las ballenas>> (Ediciones Destino. Barcelona, 1979). Título a priori repulsivo, a posteriori (quiero yo suponerlo así) lleno de sentido filosófico o humanístico. Comienza Sender hablando de León Tolstoy y acabará haciendo lo propio con yo no sé qué todavía. Y en medio todo un maremagno de frases directas y plenas de sentido hasta donde se me alcanza (pág. 55 de un total de 155). El sentido de este libro, en efecto, se me antoja arduo. <<Dadme una frase ajustada y moveré el mundo>> parecía querer decirnos J. Sender. O bien (esto ya lo digo yo): <<Las cosas claras y el chocolate espeso>>. Más aún: a qué tanto circunloquio si lo que se desea expresar cabe, al fin y a la postre, en un renglón. Yo, sinceramente, no lo entiendo. Uno de los mejores ejemplos de derroche verbal sería el reflejado en el libro <<El ser y la nada>> de Jean-Paul Sartre. Otro ensayista (Sartre) de pro. Probablemente llamar ensayista de pro a Sartre constituya herejía. El grupo de filósofos puros, creo, no lo acepta entre los suyos sin algún remilgo. Intuyo que a Ramón J. Sender no le sucedió esto jamás. El de Chalamera de Cinca (Huesca) no abandonaría bajo ningún concepto su rol de literato. <<Yo no soy hombre de ciencias (…)>> (op.cit. Pág., 42). La diferencia entre un literato y un sabio estriba en la cuota de búsqueda de deleite que emplea el primero a la hora de enunciar una idea por escrito y la imaginación que, de suyo, impulsa el lenguaje empleado por éste. Habrá especímenes híbridos. Rara vez el literato va a hacer concesiones al conocimiento en detrimento del deleite lector (y, por ende, escritor). O sea: en detrimento del estilo. Einstein: <<La imaginación es más importante que el conocimiento>> (somera explicación: la imaginación sería ilimitada en tanto que el conocimiento no). A Sender le ocurriría algo así. De lo que yo, con franqueza, me alegro. 

     Nada como leer un texto divulgativo en buen castellano manejado por un literato y no por un científico-técnico que hará del lector alguien más sabio (esto sin duda) pero también más infeliz. O, al menos, no más feliz de lo que ya era antes de descifrar el texto de marras. Cuando arribe al final de <<Por qué se suicidan las ballenas>> comprobaré si estoy o no en lo cierto. 

     Ejercicio arriesgado este de escribir un post previo a la lectura (salvo por esas 55 páginas cursadas) del libro que se desea comentar. Y qué. El ars scribendi no entiende de tiempos. 

     Pues eso.

     

     Hasta aquí. Hoy me desdigo, en parte, de lo arriba apuntado y atisbo una inminente posibilidad de error en mis planteamientos de ayer…

     

     Continuará.