lunes, 3 de junio de 2013

73/ Villa Adriana (সে)

En el Templo de Villa Adriana el estilóbato es el dolor. Vendría a ministrar sostén de fuste la soledad. Un bajorrelieve reza: Fiel a estar sola. Jo. ¡Ya es mala pata! ¿Viento opuesto? Amainemos velas, qué remedio. El collarino del capitel se erige en voluntarioso esfuerzo creador. Ingresa otro bajorrelieve: Lloré pétalos de una flor mermada. Once campanadas, un campanillazo: Dos tónicas correlativas. De acarrear “pétalos” el golpe de voz en el 2º pie habría resollado un heroico pleno hermosísimo. Lástima. El morbo de la poesía post-postmoderna: La libre cacofonía del verso libre. En granadí: De naíca se puede culpar a la constructora del Templo. Carne de post-postmodernidad como todos. O casi todos. Ay. Prosigo. El equino pasa péñola en ristre por ligero juego de muñecas. Fantásticamente estampado en: (…) antropomórfica/ antropofágica/ antropogangrenosa/ antroponoquieroseguirestamuerte (…) Y el ábaco se perfila con buril de carácter alborozado. ¡Bien, muy bien! Pero no aquietaré mi trote aquí. El arquitrabe del entablamento adquiere fisonomía de caletre humeante. ¡Rebién! Su friso frisa en egocéntrica chispa lírica. Acaso, ya, no tan bien. Aunque he de apostillar: Todos los líricos adolecen de ella (¡io sono il centro del mondo!). La cornisa se despacha a modo de cavilaciones, augurios y conjeturas emotivos. ¡Mejor, asaz mejor, que bien! Y el frontón convoca un paralelismo: El existente entre la necesidad de esculpir y la personalidad depresiva de quien esculpe. Con un colofón: La acrótera del perfeccionismo indagado a machamartillo. ¡Requetebién! En Villa Adriana hay un Templo recoleto y pizpireto nominado Parches. Yo no lo distingo de esa guisa. Su traza arquitectónica es ataraceada con perfiles pintiparados a los de su artífice. Y más post-postmodernuras: Ningún (cuasi ningún) signo de puntuación se ofrece al visitador. Sí hay convergencias fónicas asonantes y consonantes que amoscan los ojos. Impaciencia con obediencia, verbigracia, en la columna nº 20. Y lagrimean los míos al contemplar una gavilla de inscripciones en que sobresale: Caigo del columpio por querer ir al cielo/ Otra herida en las rodillas/ y mi madre diciendo/ La caída duele. Para abortar mi lloro lo tomo por el flanco bueno: Cielo, goce. ¡Quetra! No puedo por menos de inquirirme: ¿Complejo de culpa suscitado por una promiscuidad terapéutica y desbocada? No lo anhele Buda. ¡Viva ese puerto perpetuo de sí retorno! Apretujaría yo a la hacedora del Templo por el vigésimo noveno y trigésimo grabado. Sendos son fantásticos sin pera ni pero. Y cavilo (mal que me pese) en la color mortuoria de las columnatas. ¿Reflejo del potencial creativo de la constructora? ¿Mera mácula originada por las mordeduras del Tiempo? O, tanto vale: ¿Personaje o Persona? Espero (a más no poder) lo primo: Personaje. ¿La espera? ¿Quién espera? Quién no espera. Ay. Concluyo: La Piedra del Santuario podría ser zen. O sea: De un budismo a base de sosiego intemporal. Como las habidas en Nanzenji, Kioto. Lamentosamente barrunto no será así. Porque Piedra...: Elemento inerte./ Sempiternamente/ nace y, oh, fenece/ a tiempo perenne. Entre pros y contras he conocido (burla burlando) el Templo de Villa Adriana. ¿Qué aún no he desvelado qué sobrenombre le endilgo? Este (en bengalí): সে.     

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