En el Templo de Villa Adriana el estilóbato es el dolor. Vendría a suponer sostén de fuste la soledad. Un bajorrelieve reza: Fiel a estar sola. Jo. ¡Ya es mala pata! ¿Viento opuesto? Amainemos velas, qué remedio… El collarino del capitel se erige en voluntarioso esfuerzo creador. Ingresa otro bajorrelieve: Lloré pétalos de una flor mermada; once campanadas, un campanillazo: dos tónicas correlativas. De acarrear “pétalos” el golpe de voz en el 2º pie habría respirado un <<heroico pleno>> hermosísimo. Lástima. El morbo de la poesía post-postmoderna: la libre cacofonía del verso libre. En granadí: de naíca se puede culpar a la constructora del Templo, carne de post-postmodernidad, como todos. O casi todos. Ay. Prosigo… El equino pasa, pluma en ristre, por ligero juego de muñecas… Fantásticamente estampado en: (…) antropomórfica/ antropofágica/ antropogangrenosa/ antroponoquieroseguirestamuerte (…) Y el ábaco se perfila con buril de carácter alborozado. ¡Bien, muy bien! Pero no aquietaré mi trote aquí. El arquitrabe del entablamento adquiere fisonomía de cabeza humeante… ¡Rebién! Su friso frisa en egocéntrica chispa lírica (acaso, ya, no tan bien). Aunque he de apostillar: todos los líricos adolecen de ella (¡io sono il centro del mondo!). La cornisa se despacha a modo de cavilaciones, augurios y conjeturas emotivos. ¡Mejor, mucho mejor, que bien! Y el frontón convoca un paralelismo: el existente entre la necesidad de esculpir y la personalidad depresiva de quien esculpe; con un colofón: la acrótera del perfeccionismo indagado a machamartillo. ¡Requetebién!
En Villa Adriana hay un Templo recoleto y pizpireto llamado Parches. Yo no lo distingo de ese modo. Su traza arquitectónica es adornada con perfiles semejantes a los de su artífice. Y más post-postmodernuras: ningún (casi ningún) signo de puntuación se ofrece al visitante. Sí hay convergencias fónicas asonantes y consonantes que amoscan los ojos. <<Impaciencia>> con <<obediencia>>, verbigracia, en la columna nº 20. Y lagrimean, los míos, al contemplar una gavilla de inscripciones en que sobresale: Caigo del columpio por querer ir al cielo/ Otra herida en las rodillas/ y mi madre diciendo/ La caída duele. Para abortar mi llanto lo tomo por el flanco bueno: cielo, goce. ¡Quia! No puedo por menos de preguntarme: ¿Complejo de culpa suscitado por una promiscuidad terapéutica y desbocada? No lo anhele Buda. ¡Viva ese puerto perpetuo <<de sí retorno>>!
Apretujaría yo a la hacedora del Templo por el vigésimo noveno y trigésimo grabado. Los dos son fantásticos sin pera ni pero. Y pienso (mal que me pese) en la color mortuoria de las columnatas. ¿Reflejo del potencial creativo de la constructora? ¿Mera mácula originada por las mordeduras del Tiempo? O, tanto vale: ¿Personaje o Persona? Espero (a más no poder) lo primero: personaje. Y, ¿la espera? ¿Quién espera? Quién no espera… Ay.
Concluyo: la Piedra del Santuario podría ser zen. O sea: de un budismo a base de sosiego intemporal. Como las habidas en Nanzenji, Kioto. lamentablemente barrunto que no será así. Porque, Piedra: Elemento inerte./ Sempiternamente/ nace y, oh, fenece/ a tiempo perenne.
Entre pros y contras he conocido (burla burlando) el Templo de Villa Adriana. ¿Qué aún no he desvelado qué sobrenombre le endilgo? Este (en bengalí): সে.
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