miércoles, 25 de diciembre de 2013

118/ Imposibilidad posible

Ignoro dónde radica el arte de Borges. Si en la trabazón de ideas. Si en el barroco o neobarroco contenido. Si en la erudición. Si en el modo de puntuar anormalmente melódico. Si en todo ello a la vez y en nada en particular. Uno solo de sus párrafos re-presenta todos los párrafos; una sola de sus líneas, la totalidad de líneas. Acaso el verbo congregue la genialidad. Ejecutar por hacer. Prefigurar por adivinar. Sojuzgar por dominar. Redactar por escribir. Inquirir por examinar… Y el manejo del tiempo, no el literario o textual, sino el otro: el ideal o especulativo.

     Una de sus tesis es: Todo escritor erige a sus predecesores. Kafka crea a Nathaniel Hawthorne (y no a la inversa). Francisco Ayala profiere sentido a Cervantes; Garci enunciaría: “¡Prodigioso!”; Borges lo pondera universal. El cosido de los párrafos no es menos lúcido: el hilo apenas se intuye y es como de araña: indestructible. Quien lee, al cabo, se percata y piensa: ¡Ah, por esto decía… (tal o cual cosa)! En Inquisiciones difiere del de Otras inquisiciones, no del de Ficciones o El Aleph. Asimismo se distingue del de El libro de arena o El informe de Brodie (más ponderado y eficaz. Menos delicioso). Él (distinto a todos los escritores de todas las épocas y creyente en que la lectura, y no el texto en sí, es la variable fundamental del conjunto “Literatura”) mudó de apoco el estilo. A lo primero, barroquísimo. A lo segundo, neo-barroquísimo. De ahí a lo sencillísimo no hay un trecho demasiado ostensible.

     Declarar (en esta bitácora) la felicidad que me produce cualquier texto borgiano incurre en pleonasmo. Rehusaré, pues, hacerlo. En el transcurso de esta semana remataré mi lectura de Otras inquisiciones. Quizá recurra a imaginarla cíclica (interminable). ¿Cuántas veces (divago ahora) leería yo la obra así, cíclicamente, de alcanzar la vejez mis días?… La respuesta del bonaerense, me parece, no se haría esperar: <<Una sola vez>>. Toda lectura normalizada es “muchas” lecturas. Un texto enmarca diversos textos; como una novela diversos capítulos. Hay quien llama al prodigio: “Líneas interpretativas”. Agotar esas líneas interpretativas en una única lectura es, posiblemente (y esta vez sí: Que sirva de ejemplo), imposible.

lunes, 16 de diciembre de 2013

117/ Amores ocultos

...a cuantas en busca de paz fueron Ella.


Ya La peste es uno de mis libros de cabecera. Su autor (Albert Camus) no escatimó en grandeza literaria al escribirlo. Es novela proverbial. Gigantesca. Purísima. Dos vertientes suyas me han hipnotizado: aquella que perfila la condición humana en tiempos de penuria y pavor (general); y aquella otra que refiere el sentir del hombre individualista en toda época (particular). Ambas suponen para mí una corroboración y decenas de recuerdos. Corroboro la colectivización social en medio de un clima de sufrimiento y opresión generalizados (piénsese en la cacareada crisis actual). Escribe Camus: <<(…) Todo consistía en renunciar a lo que había en ellos de más personal. Mientras que en los primeros tiempos de la peste eran heridos por una multitud de pequeñeces que contaban mucho para ellos y nada para los otros (…), ahora, por el contrario, (…) se interesaban en lo que interesaba a los otros (…)>>. La segunda vertiente es la del amor que da y no recibe quien se ha independizado de todos y de todo. Camus alude al materno y al fraterno. Yo lo hago extensible al carnal, comúnmente denominado “de pareja”. Prestémosle atención a Camus: <<(…) Y ella llegaría a morir –o él– sin que durante toda su vida hubiera podido avanzar en la confesión de su [amor]>>. Espeluznante. Ocurre a menudo; me atrevería a apuntar: más de lo imaginable

     ¿Por qué callamos? ¿Qué nos induce a ocultar amor? Camus aventura una causa: <<(…) Vivir únicamente con lo que se sabe y con lo que se recuerda, privado de lo que se espera>>. Y concluye: <<No puede haber paz sin esperanza>>. Perdida ésta en el regreso de un amor que pudo ser o seguir siendo y que no será, es claro, nos entierra en vida. Entonces buscamos crepúsculos con que calmar nuestra ansiedad o textos hermosos con que refutarla. Entretanto hay un hombre o una mujer, ignorantes, que nunca sabrán nuestro desvelo. ¿Merece esto la pena? ¿Es justo? Una revelación de amor no debería incomodar sino, más al contrario, gratificar. Aunque el sentir que la fundamenta no sea correspondido.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

116/ Paralelismos

...con Sara, Raquel e Irene en el recuerdo.

    

Daniel, el Mochuelo, cuenta once primaveras. Once fueron las veces que yo vi amanecer un 17 de abril. Él debe partir a la ciudad en busca de progreso. Yo tuve que marchar a Granada en pos de la vida. Su amigo el Moñigo zurra a hombres que están en la veintena. Yo atizaba a adolescentes. Daniel nace en un valle septentrional. Yo nazco en otro sureño. La hermana del Moñigo se llama Sara. Yo tuve un amor de aula: Sara. El Mochuelo y el Moñigo, de ordinario, se aventuran fuera del pueblo. Yo indagaba más allá de las fronteras del mío. El pueblo del Mochuelo dispone de estación ferroviaria. En el mío paran los trenes. En el pueblo del Mochuelo vive un marqués: Antonino. En el mío vive otro <<marqués>>: Antonino. Una mujer responde al nombre de Rita y al sobrenombre de Tonta. Yo conocí a una Rita que era un poco tonta. El Moñigo ejecuta flexiones gimnásticas que congestionan su musculatura. Yo me aficioné al levantamiento de mancuernas y de placas de hierro, auxiliado por poleas. El Mochuelo y sus camaradas Moñigo y Tiñoso tienen un encuentro con el Manco (“viejo” sabio). El niño co-protagonista de mi segunda novela lo tiene con otro anciano sabedor. La Mariuca-uca es rubia con ojos azules. La niña co-protagonista de mi segunda novela es rubia con ojos azules. El padre del Mochuelo es cazador. Mi abuelo era cazador. El hermano de la madre del Mochuelo regala a éste un Gran Duque (tipo de búho). Yo veía uno de éstos en casa de Miguel el de Antonia cada vez que iba allá con mi primo de visita esporádica y fugaz. Y lo más llamativo de todo: un amigo mío responde al apodo de Mochuelo.

     El año 1989 leí, por vez primera, El camino. Hoy, termino de releerlo. Es uno de los libros de mi infancia. Tuve que examinarme de él; no me arrepiento (porque me gustó). Lo leí con minuciosidad. Hasta creo que aprobé. He estado a punto de sollozar tres o cuatro veces conforme avanzaba en mi re-lectura. Esas letras que conforman palabras que conforman frases que conforman párrafos que conforman capítulos que conforman la novela son la misma novela y capítulos y párrafos y frases y palabras y letras que mi cerebro registró con solo once abriles y que, hoy, vuelven a insinuársele (a mi cerebro) a modo de sugestión emotiva. ¡Qué disparate el tiempo! Cada término refleja un sentir gestionado por mí de modo diverso, según criterios de infancia y de adultez. Todos los sentimientos, todos, y no el amor: sigo amando como un niño y, como tal, pataleo y lloriqueo disconforme… Todos, todos, hasta la soledad. De niño le rehuía y la disfrutaba. De mayor, la busco y la detesto, la llamo y la repudio. Incluso, le pongo nombre poético (del portugués): <<Saudade>>. Todos ellos, y ninguno, me pasaron por la cabeza. Siendo niño supe la vida. Me he hecho hombre y solo sé lo que hay en los libros. He vuelto a mi felicísima niñez con la tristeza de un hombre no hecho y aún torcido. Corrijo: Con la entereza. Largamente suspiro ahora (todo suspiro es una protesta pacífica)…

     Mi gratitud a Miguel Delibes por ofrendarme El camino. Mi querido y soñado (siempre literario) Camino.