A mis maestros queridos.
Hay una sensibilidad especial entre alumno y maestro (¿no es sensible, acaso, la educación?). José Antonio Marina llama “alumhijos” a sus alumnos. En Los secretos de la motivación. Yo no sé si habría que llegar a tanto. No hay que llegar a tanto. Tampoco quedarse cortos. Antiguamente el maestro era la viva encarnación de Satanás y el alumno un Ángel Custodio. Yo no sé si había que llegar a tanto. No había que llegarse a tanto. La educación es felicidad. Y libertad. Y paz. José González Torices (mi gratitud, José) ha escrito: “Yo te bendigo/ en el nombre del viento,/ por el nombre mío.// Si vives tu libertad,/ yo te bendigo./ Si en la guerra pones paz,/ yo te bendigo./ Si luchas para cantar,/ yo te bendigo./ Si tu guerra es para amar,/ yo te bendigo.// Te bendice tu maestro/ que ayer te enseñó a soñar”. Solo discrepo de lo último. Un maestro no enseña a soñar. Un maestro pone los medios para que el sueño se realice. Algunos medios. No todos. El remanente (casi la totalidad) de tan fantástico poema lo hago mío. Como mío hago a aquel maestro de la Lengua de la mariposas que tan maravillosamente encarnara Fernando Fernán Gómez. O aquel otro que pisó Baeza y escribió sobre moscas. Y otros (míos de verdad), que tanto y por tan poco me ayudaron a ser feliz: sor María Luísa, sor Isabel, Evaristo, Laura, Lisardo... La educación es felicidad. Es libertad. Es paz. Buda quiera que ningún niño tenga jamás que interrumpir su educación para ir a la escuela. Lo hizo (lo escribió) George Bernard Shaw. Yo le compadezco.
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