Parafrasearé a Caballero Bonald. Hummm, no, mejor lo dejaré para el final. Decidido.
Nadie se altere. No voy a poetizar. Únicamente deseo poner al aire un poso de reflexiones de La señora Dalloway que es vasija de extraordinaria porcelana inglesa. Una navaja. Una navaja simboliza el afán del hombre por vivir al borde de sí mismo. O de sus emociones. Lo que, al caso, viene a ser ídem. ¿La abro o no la abro? ¿La cierro o no la cierro? El miedo de una mujer a sentir lo que siente (o a volver a sentir lo que sintió) cabe convertirse en el sueño del hombre que propicia en ella tales sentimientos. Con un añadido: la creencia de que el potencial soñador es superior a quien desencadena su sueño. O sea: él quedaría por encima de ella. Justamente eso cree la mujer. Inquiero: ¿Vivir la vida verdadera o la inventada por nosotros? Acaso la primera nos depare felicidad enclaustrada en tanto que la segunda, no. La segunda podría acarrearnos una infelicidad libre. ¿Solo podría? Léase, si no, lo que sigue:
“Qué costumbre tan singular, pensó Clarissa; siempre jugueteando con una navaja. Y consigue además, como antaño, que me sienta frívola, con cabeza de chorlito, una simple parlanchina estúpida. Pero ahora me toca a mí, pensó; y, empuñando de nuevo la aguja, llamó en su auxilio –como una reina cuya guardia se ha dormido, dejándola desprotegida (la visita de Peter la había desconcertado por completo, trastornándola), de manera que cualquiera puede acercarse y verla donde está tumbada con las zarzas formando una bóveda–, llamó en su auxilio las cosas que hacía, las cosas que le gustaban, a su marido, a Elizabeth, todo lo que era ella, en resumen, y que Peter apenas conocía ya, para que se congregara a su alrededor y pusiera en fuga al enemigo”.
Y aquí entronco con mi propio ser. Porque todo viene de atrás (pongamos dos años)... Y también porque todo puede enmarcarse en una amistad profunda e intensa... Y entonces, ¡oh!, se complica todo... Y todo se dispara... La navaja se abre. Con ella se tajan las briznas del tiempo.
Pero no quiero poetizar. Solo convenir las bases de un diálogo interior conmigo mismo y con la novela de Virginia Woolf. Con Ella (aquí Ella no es La Joven de la Perla). Digo Ella, la mía. No la otra. Es decir: esa que no me pertenece. Esa que queda fuera del ámbito de mi imaginación. De este modo tan prosaico funciona la mente de aquel que sueña: le duele lo real, le place lo fantástico, lo literario. La hipersensibilidad (cercana, ésta, al sueño) es muy puñetera. Cualquier rocetón con alguien puede derivar en un melodrama psíquico y aún físico. No así su imagen mental (la del rocetón). Ésta siempre es positiva por muy difuminado que quede el borde de la misma. Y por mucho que sintamos hastío o dejadez o sueño a la hora de representárnosla. Por mucho y por muy. Sí. Por mucho y también por muy. Y ahí está otra vez la imagen de la mujer (o del hombre) que suscita todo eso en la mente del pobrecito soñador. Qué grande delicadeza tocar con los dedos de la fantasía el sentimiento puro. Pero no quiero poetizar. Léase, mejor, lo que sigue:
“Al repasar su larga amistad –treinta años casi–, la teoría de Clarissa encontraba, hasta cierto punto, confirmación. Aunque sus entrevistas habían sido breves, fallidas, a menudo dolorosas, a lo que había que añadir ausencias (las de Peter) e interrupciones (aquella mañana, por ejemplo, se había presentado Elizabeth –bien parecida, muda, semejante a una potranca de largas patas–, precisamente cuando empezaba de verdad a hablar con Clarissa), el efecto sobre su vida era inconmensurable. Había un misterio en ello. Se recibía una simiente cortante, puntiaguda, incómoda, la entrevista misma, terriblemente dolorosa la mitad de las veces; con la ausencia, sin embargo, en los lugares más insospechados, germinaba, se abría, perfumaba el ambiente; era posible tocarla, gustarla, situarla, sentirla y entenderla, después de años de olvido. De esa manera Clarissa había vuelto a él a bordo de un buque, en el Himalaya, sugerida por las cosas más extrañas (de la misma manera que Sally Seton, aquella boba generosa y exaltada, pensaba en él cuando veía hortensias azules). Clarissa había influido en su vida más que ninguna otra persona. Y siempre presentándose cuando él no la buscaba, fría, señorial, crítica; o seductora, romántica, evocadora de un prado o de las mieses en Inglaterra. La veía casi siempre en el campo, no en Londres. Una tras otra, las escenas en Bourton…”.
Ahora sí parafrasearé a Caballero Bonald. Y lo haré del siguiente modo: A batallas de amor, campo de olvido. Y no de pluma.
Ea. Dicho queda. ¡Ojalá no tenga que arrepentirme!