Vérselas con el realismo sucio de Bukowski. Adentrarse sin remisión ni prejuicios en Se busca una mujer. Quedarse extasiado con la densidad de esos cuentos y sus, en ocasiones, abruptos desenlaces. No querer dejar de leer aunque la repulsa que algunos pasajes suscitan vaya siempre a más. Todo, digo, es una. La de la buena literatura. Esa de altos vuelos. Esa que a pasos agigantados se aleja de lo postmoderno siendo ella lo postmoderno. Mejor: acaparando (solo acaparando) reflejos de la postmodernidad que va a lo fácil como quien va a un precipicio a divisar la lejanía que otros ya conquistaron.
Lo sucio y real no queda tan apartado de nuestra zona de confort. Ni ésta de aquello. No hay más que acudir a la calle y observar la inmundicia que desborda nuestros afectos. Tantos sueños rotos. Besos que no se arrojan. Abrazos que no se profieren. Caricias a mitad de camino entre la dulzura y la hostilidad. Y un sinfín de parabienes que en vez de alentar al individuo lo sumen en la desesperación más ardua por no ser original sino protocolario.
(Violencia visual, no sólo táctil, por todas partes. Charles Bukowski apostado en cada esquina...).
He de decir que me estomaga la intrascendencia que atesora el arte de nuestros días. La búsqueda de la superficialidad en que, por ejemplo, ha caído el poeta. Algo así era lo último. Ya ha acontecido. Vivimos, ¡oh, Fabio!, tiempos difíciles para la lírica. Y miente quien diga que siempre ha sido así. Es más raro, ¡fíjate bien, Fabio!, toparse con un buen poema escrito entre hoy y mañana que con un unicornio o un trasgo. Más raro y más futurible (que no futurista: Marinetti, ¡ay!, siempre está en auge). Más futurible y más imprevisible. Más imprevisible y más extemporáneo…
Yo también lo creo: cualquier tiempo pasado fue mejor.
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