¡ALBRICIAS!
Escribió Woolf-Millás: “Todo se había detenido. La vibración de los motores sonaba como un pulso que repiqueteara irregularmente por todo un organismo. El sol empezó a calentar con mayor intensidad porque el automóvil se había detenido frente al escaparate de la floristería; en la imperial de los ómnibus las ancianas desplegaron sus parasoles negros; aquí y allá se abrieron con un suave chasquido uno verde y otro rojo. La señora Dalloway, acercándose al escaparate con los brazos cargados de guisantes de olor, examinó la calle con sus delicadas facciones sonrosadas contraídas por la curiosidad. Todo el mundo contemplaba el automóvil. Septimus miró. Los chicos se bajaron de sus bicicletas. El tráfico se acumuló. Y allí seguía el automóvil, con las cortinillas corridas, y en ellas un curioso dibujo con forma de árbol, pensó Septimus; Y aquel gradual acercamiento de todo hacia un centro ante sus propios ojos le horrorizó, como si algo espantoso hubiera llegado casi a la superficie y estuviera a punto de estallar en llamas. Soy yo quien impide el paso, se dijo. ¿No lo estaban mirando y señalando con el dedo? Si estaba allí, inmovilizado, si había echado raíces en la acera, era por una razón, pero ¿cuál?”.
Escribió Woolf-Millás: “Todo se había detenido. La vibración de los motores sonaba como un pulso que repiqueteara irregularmente por todo un organismo. El sol empezó a calentar con mayor intensidad porque el automóvil se había detenido frente al escaparate de la floristería; en la imperial de los ómnibus las ancianas desplegaron sus parasoles negros; aquí y allá se abrieron con un suave chasquido uno verde y otro rojo. La señora Dalloway, acercándose al escaparate con los brazos cargados de guisantes de olor, examinó la calle con sus delicadas facciones sonrosadas contraídas por la curiosidad. Todo el mundo contemplaba el automóvil. Septimus miró. Los chicos se bajaron de sus bicicletas. El tráfico se acumuló. Y allí seguía el automóvil, con las cortinillas corridas, y en ellas un curioso dibujo con forma de árbol, pensó Septimus; Y aquel gradual acercamiento de todo hacia un centro ante sus propios ojos le horrorizó, como si algo espantoso hubiera llegado casi a la superficie y estuviera a punto de estallar en llamas. Soy yo quien impide el paso, se dijo. ¿No lo estaban mirando y señalando con el dedo? Si estaba allí, inmovilizado, si había echado raíces en la acera, era por una razón, pero ¿cuál?”.
Bromas aparte, el fragmento transliterado pertenece a La señora Dalloway, de Virginia Woolf. Al leerlo mi mente ha aducido la figura de Juan José Millás y no la de Gabriel García Márquez. La literatura de Juanjo superpone dos planos: el de lo concreto-literal y el de lo metafórico-general. He subrayado el segundo. Ese juego de ámbitos que se mezclan lo lleva Millás a un extremo en tanto que Woolf solo salpicaba, con ello, sus textos (¿sus textos? Yo no sé. Al menos este texto…). Aunque reiteradamente. Muy reiteradamente. Episodios lectores, como este, de averiguación de similitudes entre creadores de diferentes épocas y lugares me obligan a reflexionar sobre el arte y sobre la vida. Sobre cómo nutrimos nuestros patrones conductuales con los de los otros. Somos un circuito cerrado de ida y vuelta. La vida es la novela más sorprendente que podremos escribir jamás. El escritor, por suerte, no es ajeno a esta realidad. ¿Y el viviente? ¿Lo es el viviente (ajeno, digo)?
Permítaseme, ahora, que exclame: ¡Albricias!, y que acto seguido me quede tan pancho.
Permítaseme, ahora, que exclame: ¡Albricias!, y que acto seguido me quede tan pancho.
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