Surge, el mismo, de aquí: “El buen chico había comprado unas cuantas docenas de mangostanes, grandes como manzanas, de un marrón oscuro en su exterior y de un rojo resplandeciente en su interior, y cuyo blanco fruto, al fundirse entre los labios, procura a los auténticos sibaritas un placer inigualable” (Julio Verne. La vuelta al mundo en ochenta días. Ediciones Rueda. Madrid, 2001. P., 86).
Me explicaré: los sábados o domingos mi padre y yo, tras una larga travesía matutina en bicicleta, rendíamos itinerario en el aeropuerto de Granada. Por el camino nos proveíamos del fruto que da nombre a la ciudad andalumora. Había en la linde de la carretera unos (del todo extraordinarios) Punica granatum en sempiterna florescencia. Explosión de agridulzura en la boca. Contemplábamos, allí, despegues y aterrizajes de aviones de Iberia y de Aviaco absolutamente extasiados. Él y yo. Nadie más.
Luego eran los renacuajos de la fuente aeroportuaria. Éstos constituían mi máxima ilusión. Verlos nadar como espermatozoides turulatos. Tenía yo ocho o nueve abriles y el mundo era maravilloso.
Los mangostanes de Verne me han traído a la memoria las granadas de mi padre y mías. Y de éstas a todo lo demás hay un trecho solo: el de la infancia vivida. ¿He de aclarar que la que firmo yo queda enmarcada en los reflejos de un cielo granadí?
Pues eso.
Pues eso.
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