Un brillo especial aflora a las niñas oculares del lector cuando éste se topa con una obra maestra. Y su viejo mundo se desmorona. Los cimientos que lo sustentan se resquebrajan y oscilan sus pilares fundamentales. En cualquier lapso puede venirse abajo la estructura. Los ojos no dejan de barrer la página. De izquierda a derecha. De arriba a abajo. Y vuelta a empezar en la siguiente. Con cada nueva página, exaltado ya, su mundo que de apoco se resquebraja empieza a perder aristas. Salientes. Esquinas. Esos fragmentos caen al piso y se convierten en polvo. Dura es la caída. La distancia habida desde el voladizo superior hasta el suelo de tal mundo es notable. Los cascotes precipitados suman dígitos. El piso es un polvero. Del polvo resurgirá otra estructura. Otro mundo. Otro lector. Otro hombre.
Lo metafóricamente arriba expuesto he podido experimentarlo al leer Los confines (Andrés Trapiello. Booket). Mi horizonte psicológico ha mudado en anchura y hondura: ya no es (ni será) el que fue. El tema es el incesto. Entre hermanos. El tema es el amor. El tema son las relaciones de pareja. El tema es el poder que tiene el dinero de transformarlo todo. El tema es la ética. El tema es la moral. El tema son los prejuicios sociales. El tema es el instinto. El tema es la sombra alargada de la tradición. Dos sub-historias emergen en pleno desarrollo de la Historia (con mayúscula) de la novela. Ambas dramáticas. Cada una con sus dimes y diretes pero en ningún caso indignas de la principal. Sabia técnica la manejada por el autor: entrelazar argumentos sin velar la columna vertebral de la trama novelística. Ésta se envuelve en uno (un argumento) que es bisagra de los otros dos.
Me congratula el respeto con que Trapiello trata tan temido tema. No se deja influir por el loco placer de narrar, en tan delicado extremo, escenas de cama. Es lo emocional lo que prima y seduce. Lo intelectual. Acciones concretas de uno que otro personaje despuntan. Pero el peso y poso del discurso narrativo recae en los pensamientos y en la perspectiva vital de la narradora protagonista (hermana del protagonista). Incestuosa pareja, ésta, que obliga al lector a zamarrearse. A convencerse de lo erróneas que resultan sus prevenciones psicológicas. El resto de personajes no son meros comparsas: dejan su huella indeleble en quien lee sus peripecias. He aquí otro acierto de la novela: el equilibrio logrado entre actores y anécdotas que brilla en una atmósfera progresivamente desangelada y opresiva y gris.
Tampoco desmerece la metaliteratura implícita en la obra. Ficción versus realidad. Jugoso juego. Algo manido ya. Siempre recurrente. Al lector (idealista) que se cree lo que lee bien le sabe. Por más que se haya enfrentado a ello repetidas veces. Al lector (realista) que no suele creerse lo que lee le magullará sus adentros. Suerte que uno no pertenece a tan viciado grupo porque es unamuniano: Niebla. Borgiano: Ficciones. Y cervantino: Don Quijote de la Mancha. Suerte.
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