La tarde-noche es propicia a la búsqueda de historias. Unas devendrán realistas y otras fantásticas. No importa. Respiro bien en ambas latitudes. Cuando refiero “de historias” estoy queriendo significar: de lecturas (y no de escrituras) variopintas. Juzgo necesaria la apostilla: a escribir me dispongo ahora: ya desmayada la tarde noche y erguida la noche a secas. Son las 19:00 p.m. Es el otoño. He hallado cuatro o cinco. Todas ambientadas en siglos pretéritos. Todas protagonizadas por personajes ilustres de siglos pretéritos. Todas colmadas de belleza. Lo que no hay hoy. Hoy las historias carecen de esos atributos (belleza, ilustración, inactualidad). Son (suelen ser) actuales y triviales y feas. Son (suelen ser) decadentes. Son (pero serán mañana y al otro y al otro) post-modernas. En consecuencia: no las busco. Tampoco las rememoro (una vez leídas por casualidad. Que no causalidad. Sí, tal vez, causualidad). A veces me distraen. Las baldas de mis estanterías acaparan muchas historias así. Yo las miro: entre ellas y yo se yergue la indiferencia. Si alguna vez las frecuento no me solazo. Más me enojo. No puedo entender cómo siguen ahí. Algunas se jactan de reputadas: han recibido algún premio (no siempre trivial). En ocasiones su nombradía (la del premio y la de la obra que lo justifica o viceversa) es absoluta. Rompen aplausos por doquier. Se ciernen felicitaciones sobre el autor o autora. Los periódicos la airean en primera plana. Los informativos se hacen eco del prodigio. Algún presentador de algún programa de libros la da a conocer. Advirtiendo (o no): “se trata de la ópera prima de mengano o de zutano”. El espectador ignora si lo oído es un piropo o un insulto.
Toda historia deficiente está afectada de contemporaneidad: su padre (o su madre) vive. Las “huérfanas” (de altos vuelos literarios) son obviadas: no engrosan la lista de las más vendidas. Nadie (a excepción de cuatro Colones trasnochados) las descubre. Se convierten en pasto del olvido (y pocos son los desmemoriados…).
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