Así es. La conocí el cuatro. Desde entonces me acompaña a todas partes. A la panadería. A la peluquería. A la guardería (cuando el Príncipe de Azulandia se esparcía allá). A la entidad bancaria donde mis números tienen el color de un atardecer de San Jacinto. Al supermercado. Al figón (el sábado en la noche). A dormir. Ella despierta, se despereza como yo, me deja que le prodigue un sonoro beso en la mejilla…
He dicho que en el corazón de Ana cabe El Universo. Quiero imaginar El Universo a la manera borgiana: como una biblioteca infinita. Ana es espléndida (léase: generosa). No deja de quererme desde la distancia física y heterogénea y un punto malévola. No hay la otra (la moral. La inmaterial. La del alma…). Yo me solapo con ella. Ella se solapa conmigo. ¿Dónde? En, con mayúsculas, El Libro. Ambos amamos los libros. Ayer (es un decir) le aireé que me gustaría sobremanera releer Confesiones de un comedor de opio inglés (de Thomas De Quincey) y Las flores del mal (de Charles Baudelaire). Hoy (es otro decir: fue anteayer) he recibido un envoltorio de Amazon con sendos volúmenes vírgenes en su interior. El de Baudelaire es florido. El de De Quincey es sepia y re-lindo. De pasta blanda los dos. Cuerpo once. O diez. O nueve. Tales páginas estarán impregnadas de mi imagen mental de Ana sempiternamente. Todavía más. Leí estas obras el uno. O el dos. O el tres. No recuerdo la fecha exacta. Por entonces estudiaba yo Filología Hispánica. Un compañero de clase melómano y, a ratos, poeta (Jesús) tuvo por bien instruirme en Baudelaire y su afición al opio. Mostré interés en lo que dijo: me prestó la obra mentada sin dudarlo. Leyendo Las flores del mal, a modo de añadido (creo), hice lo propio con el librito de De Quincey. Quedé sugestionado en el acto. No sin consternación restituí el libro a su dueño.
El dieciséis recupero aquellas lecturas. La vida ha querido que yo no las adquiera mediante transacción económica. Ello pensé ejecutarlo muchas veces. Dos motivos me condujeron a no hacerlo. Uno: me amparé en el recuerdo todavía fresco de esas líneas inmortales. Y dos: erróneamente consideré que jamás se marchitaría la flor de mi retentiva (regada con indestructible admiración lectora). La vida ha querido que Ana mercadee y me obsequie con ellos. Ella (Ana. También la vida) me ha regalado tiempo emulsionado (de “emulsión” en su acepción fotográfica: Suspensión coloidal de bromuro de plata en gelatina que forma la capa sensible a la luz del material fotográfico). Y no aniquilado. Me ha regalado la memoria de aquellos días en que fatigaba libros en los corredores de la Facultad de Filología mientras soñaba con ser escritor. La muchacha de ojos grandes, limpios y un punto melancólicos, de cabello de cobre y piel de luna y carácter diamantino y mente erotizada que conociera en la Facultad de Magisterio es (y será) la que fue porque a sus actos los rige una verdad irreprochable: que me quiere y que yo la quiero y que no dejaremos de querernos mientras (en vida o no) nos encontremos en libros… Ella conocerá el significado que encierran los puntos suspensivos.
Hay, anexo al envoltorio, el siguiente mensaje de Ana: "Por esta pasión que nos une desde que nos conocimos: la belleza de los libros; que nos acompaña y nos une a través de los años y a pesar de la distancia. Ósculos sentidos, sinceros y profundos. De: Ana". Ella vive en la bota de Europa. De ahí lo de la distancia.
Hay, anexo al envoltorio, el siguiente mensaje de Ana: "Por esta pasión que nos une desde que nos conocimos: la belleza de los libros; que nos acompaña y nos une a través de los años y a pesar de la distancia. Ósculos sentidos, sinceros y profundos. De: Ana". Ella vive en la bota de Europa. De ahí lo de la distancia.