La costumbre de retrotraerse, un escritor, al pasado no fue ajena a Thomas de Quincey. La cursó y amparó en una buscada (¿y anhelada?) heroicidad individual sin cuyo concurso poco o nada sugeriría al lector la primera parte de la introducción de sus Confesiones de un comedor de opio inglés. Concretamente se retrotrajo tres centurias (a la hora inhumana en que un tal Lázaro de Tormes justifica, en el siglo XVI, sus Confesiones). Léase lo que sigue para corroborarlo: “Baste decir, al menos por el momento, que mi único sustento fueron unos pocos pedazos de pan de la mesa del desayuno de una persona (que me imaginaba enfermo, pero que no sabía hasta dónde llegaba mi necesidad), y ello a intervalos irregulares. Durante la primera parte de mis sufrimientos (es decir, habitualmente en Gales, y de manera constante durante mis dos primeros meses en Londres) estuve sin casa, y rara vez dormía bajo un techo. Atribuyo sobre todo al encontrarme constantemente al aire libre el no haber sucumbido a mis tormentos. Posteriormente, sin embargo, cuando hizo más frío y el tiempo fue más inclemente, y cuando, por la duración de mis sufrimientos, comenzaba ya a languidecer, tuve la suerte de que la misma persona a cuya mesa del desayuno tenía acceso me permitiera dormir en una gran casa desocupada de la que él era inquilino”. Lo entrecomillado se encastilla en la página 29 de la obra aludida. Sello: Santillana. Categoría: Taurus (Grandes Ideas).
He escrito “Lázaro”. Podía haber escrito: Guzmán de Alfarache. O: Pablos. O: Estebanillo González. Válgame subrayar: cualquier experto en pasar gazuza a la intemperie. Cualquier pícaro. Hay temas que un género se atribuye y otros que encajan en todos los géneros. El hambre es novelística y es pícara. Como el humor. La sangre es novelística y es negra y/o policiaca. Como la ceguera y la sordera. La rosa es poética y es (cómo si no) lírica. El sueño es cuentista y es fantástico… Thomas de Quincey, mil setecientos ochenta y cinco (Mánchester) y mil ochocientos cincuenta y nueve (Edimburgo), narra los prolegómenos de sus Confesiones como si se tratase de un cuento. Más una pesadilla. No tanto un ensayo. Thomas de Quincey (el hombre Thomas de Quincey) permanece ausente a lo largo de ese introito. El presente (por actuante) es el escritor Thomas de Quincey. Un hombre no analiza tanto. No de manera tan detallada. Su reflejo, su otro yo, sí. El estilo de Thomas De Quincey es analítico hasta el gozo.
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