Epicuro otorgaba gran importancia a la amistad. Yo (con él) divago sobre el placer. Arribo a una conclusión inamovible: amistarse es placentero. Tras la amistad, a menudo, aguarda la decepción. Pregunto: ¿nos decepciona el amigo o las expectativas que en él depositamos? Un amigo es una motivación y decepción hecha carne. Mi amigo (y esto es lo crucial) es yo. Yo (y esto no es menos crucial) soy mi amigo. No refiero, con ello, una suerte de narcisismo. Nada más lejos de mi intencionalidad. Quiero decir: un hombre es todos los hombres. El amigo decepciona. Yo también. El amigo motiva. Yo también. El amigo sufre. Yo también. El amigo goza. Yo también. Obviamente los mecanismos que, en tales circunstancias (de gozo. De sufrimiento. De motivación. De decepción), se activan en él y en mí son exactamente los mismos. Él y yo encastillamos células y átomos. Él y yo encastillamos descargas cerebrales. Él y yo encastillamos linfa. La tontada radica en no ver (o en creer que no vemos) por sus ojos. Y sí (de un modo exclusivo) por los nuestros. Nadie se figure una vida sin amigos. ¡Falacia total! ¡Bobería insuperable! ¡Soberbia mezquina! Solo la muerte materializa esa figuración: al desaparecer yo, desaparece mi amigo, que también nace cuando yo nazco. Concluyo (para mí). A): dolerme de la decepción ocasionada por la acción u omisión de mi amigo es del todo absurdo. B): dedicarle a mi amigo más atención que a mí mismo es del todo absurdo y de todo punto imposible. C): querer creer que mi amigo me estima más que a sí mismo es del todo absurdo y del todo imposible. No hay la amistad ideal. Ésta es llevarse bien uno consigo mismo. No agredirse. No violentarse. No racionarse felicidad. El corolario es fácil: somos nuestro amigo.
A modo de escolio: quien dice “amigo”, dice “amiga”…
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