Uno hace mal atribuyendo invenciones originales a un autor. Siempre alguien ha acometido con anterioridad tal empresa. Lo cual no impide que uno sienta, de golpe, decepción. ¿Queda otra? Partir de las alturas no es bueno. Quiero decir: elevar a un escritor al Olimpo de los Dioses sin hacerle morder el polvo que sus zapatos tendrían que haber levantado, antes, en la tierra. Tampoco lo es sentar culos en tronos de reyes y de emperadores y pretender, por eso, que defequen miel. Nadie es lo que parece. O: pocos parecen lo que son. Nos negamos a aceptar esto porque no hallamos argumentos a favor y sí (muchos) en contra. Es el caso de Borges. Yo no puedo argumentar sobre su mal hacer literario por la sencilla razón de que ese literario hacer fue cualitativamente intachable: rozó la perfección en pasajes y estrofas por todos conocidos y apreciados. No obstante esto: ¿quién iba a decirme a mí que Fray Antonio de Guevara (S. XVI) anticipó la labor de Borges (S. XX)? Esta idea la sostuvo el bonaerense. Y con fundamento (por lo que yo sé. Mejor: por lo que yo leo). El referido fraile escribió una historia imaginada del emperador Marco Aurelio e inventó citas. Borges inventó un autor: Pierre Menard. Borges inventó un mundo: Tlön. Ello no obscurece la alta y clara consideración que le tengo al argentino (a su obra). Al contrario: lo (la) abrillanta. Convierte a Borges en humano: éste se acogió al derecho (al arte) de redescubrir lo ya descubierto por otro. Con una nota a pie de frase: que él superó a ese otro. Yo juzgo casi toda su obra inmejorable. Con este pensamiento me retiro del mundanal ruido (¡calor a manta en el valle!) y soy, de nuevo, feliz.
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